FUENTE: PROCESO.
AUTOR: ROSARIO MANZANOS.
Cientos de centros para niñas se crearon en todo el país con la falsa promesa de convertir en primeras bailarinas a miles de nenas que desde los tres años eran incluidas en los formatos de pre-ballet, expresión corporal y ballet, con la idea de complacer a sus padres en la fantasía de tener una hija bailarina.
Ahora el negocio ha cambiado, los cursos de baby ballet van a la baja porque lo que se busca es obtener recursos económicos, certificando cualquier actividad que se relacione con la impartición de clases, promoción, gestión, crítica y evaluación de la danza.
Obtener recursos certificando no es algo nuevo, el Royal Ballet hizo su agosto certificando academias, y centros de ballet y jazz en México. Cada año examinadores viajaban desde Inglaterra para hacer exámenes completos a las alumnas de escuelas incorporadas al sistema inglés. Por supuesto, implicaba una cuota extra y un lindo diploma para colgarse en la pared, pero nada más.
Como las posibilidades de cobrar por hacer creer a la gente que lo que hace le ayudará a mejorar su condición laboral y económica son infinitas, surgió la idea de pedir una cuota fuerte por dar diplomas a aquellos que paguen por un curso –en la mayoría de corta duración– y logren una serie de metas fáciles.
El diploma se puede obtener participando en funciones maratónicas donde, sin ningún tipo de curaduría o preselección, se lleve a cabo. Al paso del tiempo grupos de aficionados o compañías de medio pelo, presentan en su currícula las intervenciones que ha tenido en eventos de certificación y llegan a los teatros de la primera fuerza de la danza nacional o internacional.
El éxito monetario y de popularidad de quienes organizan este tipo de eventos es muy parecido al de los vivales que en países como Estados Unidos, en donde llevan a cabo concursos de belleza para niñas menores de cinco años. La fórmula es simple: siempre hay quien esté dispuesto a pagar por cinco minutos bajo la luz de un cenital sintiendo que se ha convertido en una “estrella”.
En el mercado de la certificación hay de todo: pole dance (danza de tubo), belly dance (danza árabe), pilates, yoga extreme, release, jazz, streching, low fligth (al piso), contemporáneo (en cualquier técnica, esté documentada o no), posmoderno, break, hip hop, danzón, salsa, mambo, cumbia y, por supuesto, para los que se atreven puntas, media punta, pas de deux, cargadas y ballet para varones, entre otras.
En un falso afán de democratizar los espacios públicos, se ha caído en el error de otorgarle gratuitamente teatros, salones, auditorios y espacios públicos a cualquiera que haya juntado en su currículum funciones y talleres, a quienes en realidad no tienen ninguna capacidad académica para “certificar estudios”.
En ninguna compañía profesional del mundo los bailarines, maestros o ensayadores obtienen sus plazas por certificados. En el gremio se sabe quién baila, quién enseña y forma bailarines, y quién tiene capacidad para hacer un juicio de valor para hacer curaduría o ser jurado en un concurso.
Esa solvencia es la base para que los verdaderos profesionales puedan tener posibilidad de hacer su trabajo de manera seria y acertada, y remontar así a categorías acordes a su desempeño.
La desgracia de vivir en el capitalismo salvaje o neoliberalismo incluye el ser víctimas de personas alevosas que, abusando del oportunismo y de la sed por acceder a la danza, timan a miles de personas día con día.
Sería prudente que la Secretaría de Educación Pública y la Procuraduría Federal del Consumidor pusieran la lupa sobre las certificaciones sin ningún valor, sobre los cursos impartidos por villamelones de moda y, sobre todo, ubicaran a aquellos que lucran utilizando los vacíos institucionales en la profesionalización de la danza.
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