FUENTE: LOS ANGELES PRESS
AUTOR: FRANCISCO BEDOLLA CANCINO.
Si una fuerza viene cobrando forma y vigor creciente en estos primeros cien días de gobierno, es que el fantasma de la crisis campea por los pilares institucionales del Estado mexicano: el IFE, el IFAI, el Tribunal Electoral y la Suprema Corte de Justicia. Las cifras provenientes de los sondeos de opinión acerca de la desconfianza social que les rodea o, para decirlo con mayor crudeza y propiedad, de la alta confianza en que su papel estriba en traicionar el interés público para favorecer intereses particulares no confesables en público, es el síntoma irrebatible de que, quizás salvo el IFAI ─por ahora─, han fracasado en la superación del desafío más importante: el de la construcción de sus bases de legitimidad.
Que ello suceda precisamente en esas cuatro instituciones dista mucho de ser una casualidad. Las encomiendas que ellas están llamadas a desempeñar (arbitraje de las contiendas electorales, transparencia de la gestión gubernamental, impartición de la justicia e impartición de la justicia electoral, respectivamente) son, por naturaleza propia, funciones genuinamente estatales, cuyo cumplimiento depende de una condición necesaria, aunque nunca suficiente: la autonomía plena respecto de cualesquier agencias e intereses político-partidistas. Dicho en lenguaje llano y sin rodeos: la principal amenaza que estructuralmente se cierne sobre las instituciones que desempeñan funciones estatales estriba en quedar atrapadas o ser convertidas en apéndice de los intereses gubernamentales, de los partidos políticos y de los grupos de interés. He aquí en pocas palabras la relevancia de la autonomía como imperativo de funcionalidad de las instituciones estatales.
Nada más necesario hoy que revisar el último lapso de muestra historia institucional, que inicia con la reforma electoral de 1989-1990, en el cual surgen el IFE, el Tribunal Electoral y el IFAI, y cobra vida nueva, en un entorno no presidencialista, la Suprema Corte de Justicia. En todos los casos, hay brotes iniciales y esperanzadores de un desempeño autónomo, eficiente y responsable frente al interés y la opinión públicos. Y en todos los casos se ha producido un rendimiento menguante, con impactos de descrédito y pérdida de credibilidad. Si alguna duda cabe al respecto, es muy fácil de disipar a través de los datos y las tendencias que arrojan los estudios de opinión, destacadamente los ofrecidos por la ENCUP 2012 (Encuesta Nacional de Culturas Políticas y Participación Ciudadana) auspiciada por la Secretaría de Gobernación. Al respecto, más allá de que el dato no le preocupe mayormente a su consejero presidente, Leonardo Valdés (véase la entrevista publicada en Reforma el pasado domingo), el caso más dramático sea el del IFE, cuya tasa de confianza hacia 2001 alcanzaba los 70 puntos porcentuales y que hoy ronda en promedio los 40 puntos.
¿Cuáles son las razones de la crisis de las instituciones del Estado mexicano, expresada como pérdida tendencialmente acelerada de confianza social y de legitimidad sociopolítica? He aquí una pregunta de tesis doctoral, pero que exige ser tomada seriamente en cuenta, a fin de evitar la debacle de nuestro Estado en su conjunto y de convertirlo en pilar de competitividad y desarrollo. La respuesta a tal pregunta, a mi entender, ha de ser encajada en el marco de la pérdida de la autonomía funcional de dichas instituciones o, si así prefiere verse, en la victoria de las lógicas e intereses partidocráticos sobre las lógicas del interés estatal y público.
No es difícil de imaginar cómo ha sido posible la perversión de las instituciones estatales. Quizás ni los partidos ni los ciudadanos nos preparamos lo suficiente para lidiar con la incertidumbre democrática ni con el imperio de la ley; y seguramente tampoco fuimos lo suficientemente precavidos e inteligentes para dotarnos con diseños institucionales a prueba del acoso pujante de los contubernios conformados por agentes partidistas, agentes gubernamentales y grupos de interés. Menos incierto es que hasta ahora han ganado la batalla quienes prefieren un árbitro (IFE) y un juez electoral (Tribunal Electoral) favorablemente imparciales, un impartidor de justicia “privatizado” (Suprema Corte) y un ente que no se tome tan a pecho garantizar el derecho del público a la información pública y la protección de los datos personales.
La arena en la que los intereses contrarios al Estado mexicano y al interés público nacional han establecido su triunfo inobjetable es en la designación de quienes integran los cuerpos colegiados de dirección: consejerías y magistraturas. Es del dominio público pleno que el mecanismo utilizado en la integración de dichos órganos es el reparto por cuotas entre los tres principales partidos políticos nacionales. Precisamente por ello, allí reside la primera área de oportunidad para impulsar una salida a la crisis de las instituciones estatales. Las elites partidarias y sus fracciones en el Poder Legislativo, con un poco de voluntad política, están en posibilidad de buscar un mecanismo que sustituya sus afanes de garantías de certeza, mediante la designación de escuderos propios, con mecanismos de asignación simétrica de la incertidumbre, sustentados en perfiles muy bien diseñados, pruebas de reclutamiento y selección genuinamente objetivas e imparciales, que culminen en la designación de funcionarios ética y profesionalmente garantes de la autonomía institucional.
El tiempo apremia especialmente para el IFE. El compromiso público de separar la sustitución del consejero electoral renunciante de la designación de tres nuevos consejeros y del consejero presidente, que cumplen su periodo en octubre del presente año, podría desatar los demonios de las cuotas partidistas y profundizar la crisis del árbitro electoral federal e incluso tornarla irreversible. Más conveniente sería empaquetar la solución bajo una lógica de solución en clave de problema estatal.
En el contexto descrito poco lugar hay a la crítica profunda de que, salvo notables excepciones, los integrantes de dichos órganos practiquen intencionalmente la miopía e incluso la ceguera, ignorando el descrédito en que están sumidos y la profunda crisis institucional que existe, ni tampoco que se comporten como saltimbanquis en el juego perverso de los intereses particulares a los que sirven, porque, a final de cuentas, dadas las reglas del juego imperante, de eso viven y, además, muy bien remunerados.
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