FUENTE: PROCESO.
AUTOR: ALBERTO J. OLVERA.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El terrible accidente de hace unos días en las oficinas centrales de Pemex constituye sin duda una tragedia nacional. Sin embargo, para dimensionar el hecho es importante saber que se trató de uno de los muchos accidentes que acontecen de manera cotidiana en la industria petrolera del país. No se trata de una excepción, sino de una regla. Eventos con víctimas numerosas han sucedido en 2012 en las refinerías de Tula y Minatitlán, además de la terrible explosión en Reynosa. Y si nos remontamos hacia atrás, la ennumeración sería inacabable, lo cual nos habla de un patrón de irresponsabilidad sistémica de la administración de la empresa y de impunidad casi absoluta de los culpables. El accidente en la Ciudad de México es excepcional sólo por el lugar y el momento en que sucedió.
La explosión en oficinas centrales tuvo una alta visibilidad mediática y causó una honda impresión en la opinión pública nacional. Lamentablemente, ese no es el caso con los accidentes que suceden en las lejanas zonas petroleras, donde los muertos no son visibles y las cámaras de televisión no pueden transmitir en vivo las consecuencias de los hechos. No por ello la negligencia criminal que explica estos accidentes puede olvidarse o minimizarse. Pemex es una empresa paraestatal que funciona con bajísimos estándares de seguridad y que se ve además afectada por numerosos atentados a la integridad de sus instalaciones, pues el crimen organizado ha colonizado los ductos petroleros y gasíferos de este país, con algún grado de complacencia de sus autoridades y del sindicato. Pemex es un problema de seguridad nacional, sea por causas internas, sea por los ataques que sufre por parte del crimen organizado.
La incidencia de accidentes es tal que tan sólo en la década pasada en el estado de Veracruz se tienen registros periodísticos de mil 421 eventos. Se trata de incidentes muy frecuentes que sufren las comunidades donde se localiza la industria o en las que la empresa o sus contratistas realizan labores de exploración, perforación y tendido de tuberías. Por ejemplo, la zona del llamado Proyecto Aceite Terciario del Golfo (antes Chicontepec) cotidianamente sufre derrames de petróleo, contaminación de cuerpos de agua, destrucción de caminos, deforestación y accidentes industriales menores, los cuales afectan profundamente la vida cotidiana al destruir el hábitat e impedir las labores agrícolas. Por otra parte, no debe olvidarse que las viejas ciudades petroleras, como Poza Rica, están cruzadas por ductos en desuso que constituyen un peligro constante para todos sus habitantes.
Pemex, contra la idea que tiene la mayoría de los mexicanos, no funciona como una empresa pública en el sentido de ser propiedad de la nación y, por tanto, vigilada por la ciudadanía. Al contrario, opera en la más completa oscuridad y privacidad, pues nadie vigila su desempeño. Pemex, mito fundacional del nacionalismo mexicano, es exactamente lo opuesto de una empresa pública, pues se maneja con criterios rentistas cuyos beneficiarios son vastas redes de contratistas, los directivos de la empresa y los líderes del sindicato, quienes controlan su operación cotidiana.
Si nos preguntamos por qué hay tantos accidentes en esta industria la respuesta es que todos los actores que intervienen en sus procesos están interesados en maximizar sus beneficios privados y no los de la nación. En nuestro país hemos olvidado que una empresa pública debería caracterizarse precisamente por la publicidad y transparencia de sus acciones, por el apego estricto a las regulaciones que debe asumir una empresa que funciona con altos niveles de riesgo y por una cultura laboral basada en la responsabilidad. Por el contrario, en este país nadie sabe cómo opera Pemex, las cuentas que rinde son, por decir lo menos, precarias, y se ha impuesto una cultura laboral basada en la irresponsabilidad y el patrimonialismo.
A punto de cumplir 75 años, Petróleos Mexicanos opera con bajísimos niveles de productividad, tiene un absurdo exceso de personal y un contrato colectivo leonino, sus plantas petroquímicas están abandonadas y la mayor parte del trabajo de exploración y explotación es desarrollado desde hace años por empresas contratistas.
El sindicato petrolero, lejos de representar el interés profesional de sus miembros, se ha constituido en una casta burocrática que vive de manipular la herencia de plazas, la asignación de empleos temporales y el cobro de renta a Pemex por permitirle la subcontratación masiva de empresas privadas, las cuales explotan descaradamente a sus trabajadores. El sindicato mantiene un control mafioso de sus bases y hace 50 años que anuló el más mínimo asomo de democracia en su vida interna.
Es tiempo de exigir que la paraestatal se convierta en una verdadera empresa pública al servicio de la nación y no de una casta que la ha privatizado desde hace décadas. Hay que demandarle que cumpla con altos estándares de responsabilidad, productividad y rendición de cuentas, los mismos que debemos exigir también al gobierno en su totalidad. Por fortuna, hay en Pemex miles de trabajadores, hoy ignorados, que desean fervientemente ser los promotores de una auténtica empresa pública.
*Periodista e investigador de la Universidad
Veracruzana.
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