FUENTE: LOS ANGELES PRESS.
AUTOR: FRANCISCO BEDOLLA CANCINO.
Una mirada detenida a las decisiones de mayor sonoridad e impacto acaecidas durante los primeros cien días del gobierno de Enrique Peña Nieto (EPN), apreciaciones ideológicas o afinidades teóricas aparte, basta para sostener que no hay aquí cabos sueltos ni cuestiones disonantes, sino diversas proyecciones de una misma visión y de una misma estrategia política integral y cuidadosamente elaboradas. La lógica confesa de dicha estrategia queda al descubierto tanto en el slogan “mover a México”, que acompaña la difusión de la elaboración del plan nacional de desarrollo como en la contundente aseveración presidencial de que su propósito estriba en “transformar, no administrar a México”.
En la perspectiva estratégica asentada en su auto identificación como gobierno gerencialista o gestor del cambio, definitivamente mucho más cercana al perfil del político-inventor del mundo que del burócrata-repetidor de las rutinas del pasado, cobran su dimensión apropiada dos piezas angulares: las políticas de desarrollo laboral, educativo, energético, fiscal y de telecomunicaciones, ancladas hasta ahora en el impulso de las reformas constitucionales; y las políticas políticas, es decir, las acciones y decisiones orientadas a la reorganización del régimen político y la redistribución del poder.
Del esfuerzo reformista de la constitución hay poco nuevo que decir. Se trata de reformas soportadas en la capacidad presidencial de construir acuerdos con las cúpulas de los partidos políticos y de sus expresiones parlamentarias. Dicho crudamente: para lograr la promulgación de las reformas laboral y educativa, empantanadas durante al menos dos décadas, no fue necesario movilizar la opinión pública nacional ni construir los cauces de interlocución con los agentes relevantes, interesados o afectados por las transformaciones, sino simplemente negociar en “lo oscurito” con las cúpulas partidarias.
De la transformación del régimen político, en cambio, hay mucho por decir. La política política de EPN, por lo hasta hoy visto, apunta de modo consistente hacia el objetivo de restituir a la institución presidencial en pleno siglo XXI de sus capacidades históricas de patronazgo o patrocinio, esto es, del ejercicio centralizado de los recursos públicos y políticos como base de inducción de la disciplina y de los acuerdos con las cúpulas presidencialmente bien vistas y formalmente reconocidas como interlocutoras válidas. En clara remembranza o añoranza con la era dorada del presidencialismo, la presidencia actual apuesta por una reingeniería de sus brazos operativos y, a la vez, condiciones indispensables de inducción de la disciplina presidencialista: el control del aparato partidario oficial y el control de las grandes corporaciones.
Así, el ungimiento abierto de EPN como miembro del máximo órgano de dirección del PRI, un detalle funcionalmente innecesario pero simbólicamente importante, da cuenta de la presidencialización del partido oficial. La modificación de sus documentos básicos, particularmente de los aspectos disonantes respecto de las orientaciones de sus políticas de cambio, por ejemplo en materia de posibilitar el gravamen del IVA a alimentos y medicinas, deja poco lugar a la duda sobre la instauración de un dominio vertical. Por su parte, la decapitación del SNTE, cuya repercusión más clara es el control presidencial sobre la cúpula magisterial, y las reformas a la ley de amparo, que evita a las corporaciones afectadas la suspensión del efecto de decisiones presidenciales tomadas en contra de sus intereses, y las inminentes reformas en materia de telecomunicaciones, que introducen zonas de incertidumbre en los intereses de las grandes corporaciones (televisa, tvazteca, Telmex, etc.), en conjunto, dan cuenta de la lógica estratégica presidencialista de colocar bajo su égida corporativista a las grandes corporaciones y hacerlas plenamente funcionales a sus políticas de desarrollo.
A contrapelo de las experiencias presidenciales entre trágicas y cómicas, por impotentes tanto para administrar como para transformar, de Zedillo, Fox y Calderón, es pertinente admitir que estamos frente a un cambio con pretensiones de gran calado. Al respecto, sería un craso error ver de modo simplón en la estrategia presidencialista actual una especie de tentativa de regreso nostálgico al pasado. Es obvio que el equipo intelectual de EPN tiene claro que la hegemonía presidencialista habrá de enfrentar riesgos inéditos; por ejemplo, el establecimiento de procesos exitosos de negociación con las cúpulas de los llamados partidos de oposición, cuyos votos en el Congreso son indispensables para acompañar sus afanes de mover a México. En la misma lógica, cabe resaltar lo que suceda en torno a los procesos de negociación en la integración de los órganos colegiados de dirección de las instituciones que realizan funciones estatales (Suprema Corte de Justicia, Consejo de la Judicatura, Tribunal Electoral, IFE, IFAI, etc.).
La dificultad en la presidencialización de los partidos políticos y las instituciones estatales estriba en el hecho básico de que el control sobre los votos de sus fracciones parlamentarias otorga a las cúpulas partidarias posibilidades reales de negociación e incluso de veto a la voluntad presidencial. Precisamente por ello, lo esperable es que las cúpulas partidarias muestren de aquí en adelante especial resistencia a ceder el control sobre las instituciones estatales, base sobre la cual se asienta su caudal de votos en el congreso federal y en los congresos locales. Una prueba sintomática a la capacidad de negociación presidencial será, sin duda, la designación actual de la plaza de consejero electoral del IFE vacante y la renovación de cuatro plazas más de consejeros hacia el mes de octubre.
Con independencia de los resultados que arroje la actual estrategia presidencial e incluso suponiendo sin conceder éxito pleno, la pregunta relevante, valga la analogía metafórica, es si el esquema de restauración presidencialista, dado un entorno político e institucional más complejo e incierto, puede servir de palanca y punto de apoyo para mover a México, como es voluntad manifiesta de EPN, desde sus cimientos.
Las premisas de teoría política que sirven de soporte a dicha pretensión movilizadora son fáciles de reconocer: la política es el centro de la sociedad y, por tanto, la sociedad en su conjunto es políticamente conducible y gobernable. El aroma y la deuda entre decimonónicas y del siglo pasado de dichas asunciones queda ahí. Las teorías sociales y politológicas de frontera así como la investigación empírica han echado suficiente luz sobre el carácter falaz y políticamente peligroso de las teorías de la gobernabilidad. ¿Será que el proyecto presidencialista de EPN, aún contrario como es a las reglas del saber y las experiencias políticas de frontera, logrará su cometido de transformar-mover a México? Francamente, lo dudo.
Una cuestión distinta es dilucidar las probabilidades y alcances propiamente políticos de la política-política de EPN, es decir, la viabilidad de forja de un régimen neopresidencialista. Al respecto, es indudable que sus logros en la materia durante los primeros cien días rebasan en mucho a los de sus tres antecesores. Lo peligroso y, a la vez, preocupante de dicha situación es que ello puede alimentar la falacia presidencialista de que un modelo principesco de gestión, carente de capacidades institucionales, puede transformar al Estado mexicano, en su conjunto. Para no ir muy lejos, dudo que pueda transformarse el sistema educativo sin la aceptación activa del profesorado; la economía sin el concurso activo de los medianos, pequeños y microempresarios; o la política, sin una voluntad nacional de cambio inspirada en lo que el ciudadano típico desea y anhela. En plena era global, con lo que ello significa, entre una visión de cambio neopresidencialista y una mesiánica o cuasi mesiánica, con el perdón de las brillantes y hoy ausentes plumas que siempre han visto en ello un peligro, no hay gran diferencia.
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