FUENTE: LOS ANGELES PRESS.
AUTOR: FRANCISCO BEDOLLA CANSINO.
Un fantasma recorre hoy al Estado mexicano y se ha enseñoreado de su clase política, toda: el fantasma de la corrupción. Por desgracia, no se trata de un aspecto de la realidad cuyo conocimiento reclame el oficio de saber científico alguno, sino de un estado de cosas asequible al entendimiento de cualquier ser humano dispuesto a aceptar lo que tiene frente a sí, pero le escandaliza aceptar. Y no, no hace falta voltear hacia algún lado en especial para encontrarle: las áreas de compras de las empresas privadas, la obra pública en los tres órdenes de gobierno, las ventanillas gubernamentales, los mercados informales e ilegales, las licitaciones públicas, la vía pública con las espectaculares evidencias de los actos anticipados de campaña y el desvío de fondos públicos, los sindicatos corporativistas y ad infinitum.
Pero de todas las formas de corrupción la que más lacera y preocupa es la fomentada desde su especial posición por nuestra clase política, el pequeño núcleo oligárquico que detenta el control sobre el manejo del presupuesto público y el reparto de los cargos políticos y burocráticos en todos los órdenes y niveles, no sólo porque se trata del factor de mayor peso en el estancamiento económico nacional, la bestial desigualdad social y la pobreza atroz, sino también porque, valiéndonos de sus eufemismos, cuenta con un blindaje legal e institucional (el Poder Judicial, el IFE, el TFE, el IFAI) a prueba de las balas y los cañonazos de la crítica pública y los escándalos mediáticos.
Al respecto, especial atención merece la remoción abrupta de Ernesto Cordero, coordinador de la fracción panista en la Cámara de Senadores hasta el domingo pasado, por parte del líder nacional del PAN, Pablo Emilio Madero. Se trata, más allá de las notas de color y anecdóticas, de una pugna al más alto nivel de la clase política mexicana, que amerita ser analizada en el contexto de las tendencias de reacomodo y centralización, desatadas por el multicitado Pacto por México. Al respecto, una clave reveladora del síndrome que tenemos en frente son las declaraciones tan torpes como cínicas, ofrecidas por el máximo dirigente del PAN: remover a un senador electo por voluntad popular de su cargo como coordinador de otros senadores electos popularmente, en ejercicio de una facultad que los estatutos del partido le confieren y ante el comportamiento indisciplinado del aludido senador.
Más allá de las sinrazones, el nulo cuidado de las formas y el tufo autoritario, hay que agradecerle al señor Madero que releve a los analistas de tener que probar lo que es obvio e institucional en su partido y cruda realidad en los demás: que los diputados y senadores electos por el voto ciudadano son en realidad representantes de los intereses de las cúpulas partidistas. Más aún: le agradecemos que con su excesivo proceder ponga aún más de manifiesto lo que el Pacto por México es por cuanto a su código genético y sus alcances: un arreglo cupular para gestionar centralizadamente las reformas estructurales, preservar la lógica plutocrática de la política y administrar la impunidad frente a la corrupción de sus connotados miembros y aliados.
Una razón adicional para agradecerle por su cinismo es que echa luz sobre las oportunidades que abren al interés público las pugnas por las tendencias de reconfiguración del régimen presidencialista, ahora en clave transpartidaria, y de elitización de la clase política. Si el coordinador de la segunda fracción en importancia dentro de la Cámara de Senadores es removido por ejercer su legítima facultad constitucional de lanzar una iniciativa de reforma electoral distinta y no confeccionada al interior de El Pacto, la conclusión es inevitable: la soberanía popular ha sido trasladada de facto y través de un pacto hacia las cúpulas partidarias, ajenas al sufragio popular y, por lo mismo, sin responsabilidad política frente a la ciudadanía.
La pugna súbita y potencialmente sismática al interior del PAN, entre otras cosas, es emblemática porque exhibe en toda su crudeza la debilidad de la que hasta ahora ha sido la plataforma reformista y principal carta de presentación del gobierno de EPN: la ausencia de un espacio público político que le otorgue legitimidad y viabilidad a las reformas estructurales. Al famoso pacto le estorba la diversidad, le incomoda la negociación abierta y, víctima de un entender ingenuo, cree en la posibilidad de una agenda política sin política, es decir, despolitizada. Está diseñado para alcanzar la unanimidad sin deliberación pública y para lograr consensos fast track, sin cambios de comas ni de puntos.
En la visión principesca de la política mexicana proyectada por los integrantes de la pactista cúpula transpartidista, nada hay que no pueda lograrse si entre ellos hay consenso. Les parecen poca cosa la complejidad de los fenómenos políticos y de política y poco dignas de atención las reglas de experiencia acumuladas, según las cuales no hay cambio estructural probable ni sustentable al margen de dosis altas de consenso entre sus implementadores y beneficiarios. Cierto, la reforma educativa ya se promulgó. El pequeño problema es que, por lo visto, los maestros no aprecian en ella las bondades que sí aprecian sus formuladores, y que muchos padres de familia apoyan las opiniones disidentes de los maestros.
Asimismo, en esta visión principesca la corrupción política no es un problema que espante o provoque insomnio, pese a que, de acuerdo a estimaciones del Foro Económico Mundial, representa un costo económico de alrededor del 9% del PIB nacional. Seguramente por eso ni se asoma en el diagnóstico pactista como tampoco es esperable que lo haga en la amplitud y dimensión que tiene en el Plan Nacional de Desarrollo. A este respecto, y no sólo por consideraciones de orden moral, que también existen, es ya una cuestión imperativa asumir que la corrupción política es el obstáculo y principal problema en el desempeño de las instituciones y la implementación de las política estratégicas para el desarrollo nacional. Dicho con toda crudeza: en las condiciones prevalecientes del círculo vicioso de la política cupular y la corrupción política, no hay diseño institucional ni instrumento de política que sea funcional, por más de vanguardia que parezca. La solución es fácil de enunciar: nuestro país requiere una clase política que tenga clase y sea política, es decir, educada y seleccionada en el juego incierto de la competencia genuinamente democrática y de instituciones autónomas.
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