AUTOR: CARLOS BAUER.
(24 de junio, 2013).- En México, la democracia es un gran negocio debido a “personeros” disfrazados de legisladores que desde el Congreso han trabajado para que cada voto en una urna se convierta en billetes dentro del bolsillo de los socios de la televisora más importante del país, Televisa.
Esta historia se puede contar desde las elecciones presidenciales de 1994, cuando se creó el Instituto Federal Electoral (IFE) por el presidente Carlos Salinas de Gortari para controlar los daños de la crisis de legitimidad en la cual inició su sexenio por la desconfianza generalizada en los resultados de la elección que lo llevó al poder en 1988.
Este órgano acompañó la reforma electoral de 1996, la oposición competía en condiciones de evidente desventaja con el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Con la reforma de ese año, se estableció que el IFE asignaría a los partidos políticos dinero del presupuesto público para financiar sus campañas electorales, de tal manera que estuvieran en condiciones de competir. Desde entonces, a cada partido con registro para participar en una elección se le asigna un monto calculado con base en sus resultados en la votación anterior.
El impacto de esta reforma fue inmediato y transformó radicalmente los equilibrios políticos. En las elecciones intermedias de 1997 el PRI perdió por primera vez desde su fundación la mayoría absoluta en el Congreso de la Unión. Por vez primera en la historia del moderno Estado mexicano, el Gobierno Federal tendría que negociar con la oposición para sacar adelante sus proyectos. En las elecciones presidenciales del 2000 vino lo que para muchos fue la consumación de la “transición a la democracia”iniciada con la reforma política de 1977: el triunfo de Vicente Fox y el Partido Acción Nacional (PAN) marcó el final de más de medio siglo de priismo ininterrumpido.
Pero hubo otra consecuencia de la reforma electoral de 1996 cuyas implicaciones no fueron cabalmente entendidas sino una década más tarde. Ahora que la oposición había crecido en poder y ambiciones, y contaba con ingentes cantidades de dinero público para financiar su funcionamiento interno y sus campañas electorales, la competencia política se convirtió en un problema fundamentalmente económico: gana las elecciones quien más dinero tenga para hacer campaña. Y los beneficiarios inmediatos fueron los encargados de trasmitir las campañas, es decir, los dueños de los medios de comunicación.
Desde la primera elección en que los partidos contaron con recursos distribuidos bajo un esquema relativamente equitativo, emplearon al menos el 50 por ciento de su presupuesto en anuncios por radio y televisión, los spots. Para la elección presidencial del 2000 esta tendencia se consolidó y se agravó con la aparición de una práctica que se repetiría en las subsiguientes campañas electorales: la creación de esquemas paralelos de financiamiento que, mediante triangulación financiera y “donativos” de origen incierto, permitieron a los partidos y sus candidatos rebasar ampliamente los topes de gastos fijados por el IFE. Nuevamente, los beneficiarios fueron los dueños de los grandes medios de comunicación.
Para las elecciones presidenciales del 2000, en las que también se renovaron las Cámaras de diputados y senadores, los partidos políticos recibieron del IFE más de mil 82 millones de pesos para sus campañas en medios. La tercera parte de esa cantidad –343 millones 108 mil pesos– se gastó en Televisa. Además, el IFE gastó aproximadamente 193 millones de pesos en contratar directamente spots para los distintos partidos.
Seis años después, los medios electrónicos de comunicación siguieron siendo los principales beneficiarios del sistema electoral mexicano. El estudio “Medios de comunicación y la reforma electoral 2007-2008. Un balance preliminar”, auspiciado por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), mostró que el PAN gastó en radio y televisión el 85 por ciento de su presupuesto para propaganda, la “Coalición por el bien de todos” el 93 por ciento y la “Alianza por México” el 78 por ciento.
En cifras, esto significó que los partidos políticos gastaron mil 334 millones de pesos en spots de radio y televisión durante sus campañas, sin contar los periodos de precampaña ni lo que fue el rasgo más característico de aquella contienda electoral: la campaña sucia en contra de Andrés Manuel López Obrador, abanderado de la Coalición por el Bien de Todos. Nuevamente escapó del control de las autoridades y la ciudadanía la cantidad y costo de los spots que el Consejo Coordinador Empresarial contrató a través del Consejo de la Comunicación, atacando velada o abiertamente al candidato perredista.
Como sucedió tras las elecciones de 1988, al iniciar el sexenio de Felipe Calderón el desprestigio de las instituciones encargadas de salvaguardar la democracia era tan profundo que la clase política se vio forzada a emprender una nueva reforma electoral. Sólo diez años y cuatro elecciones federales había resistido la Reforma Electoral de 1996 ante el embate de los poderes fácticos y los partidos políticos, que usaron todo resquicio legal para influir en los resultados electorales más allá de los principios de la normalidad democrática.
El significado más hondo de la Reforma Electoral legislada entre 2007 y 2008 fue que intentó acotar la influencia de los poderes fácticos en el desarrollo de las campañas. Esto operaría principalmente en dos vías. Por una parte, al prohibir a los partidos políticos contratar propaganda directamente y poniendo en manos del IFE la relación con los medios, se limitaba la posibilidad de que Televisa controlara la capacidad de los partidos para difundir sus mensajes mediante el cobro de tarifas diferenciadas. Por otra parte, la prohibición de que instancias ajenas al IFE difundan mensajes electorales durante el periodo de campaña acotó la capacidad de los organismos empresariales para promover a sus candidatos afines o atacar a quienes les resultan incómodos.
Pero la reforma tuvo otra implicación que, pese a ser meramente económica, fue llevada de inmediato a la arena política. La voluntad de los legisladores de reducir los enormes costos que tienen las elecciones en México –son las más caras de América Latina, tanto en términos totales como en costo por elector, es decir, promediando el costo total de las elecciones con el número de votantes– llevó a disponer que el IFE cuente con 48 minutos diarios para trasmitir spots en frecuencias de radio y televisión.
Otra característica de esta forma de propaganda es que se trasmite en horarios y programas de alto impacto, por lo que tiene un costo extraordinariamente elevado. El periodista Jenaro Villamil ha denunciado que durante su campaña para gobernador del Estado de México Enrique Peña Nieto pagó más de un millón y medio de pesos por dos “infomerciales”, de un minuto cada uno, que aparecieron durante el noticiero de Joaquín López Dóriga en junio de 2005.
La publicidad integrada –que bien puede denominarse como encubierta– ha sido la estrategia de medios de comunicación y partidos políticos para darle la vuelta a la Reforma Electoral y profundizar el control de los poderes fácticos sobre procesos nominalmente democráticos.
Aunque Televisa siempre ha negado que este tipo de estrategias constituyan una forma de publicidad electoral, durante las negociaciones de la reforma constitucional en materia de radiodifusión y telecomunicaciones se planteó incluir en la ley la prohibición explícita de esta publicidad encubierta. Sin embargo, mientras no se legislen las leyes secundarias de la reforma, la regulación de estas prácticas seguirá en un limbo jurídico, pues no se ha definido qué se entenderá por “publicidad engañosa o subrepticia” a efectos legales.
Entretanto, avanzan las campañas electorales para renovación de presidencias municipales y Congresos locales en varios estados de la República el próximo 7 de julio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario