AUTOR: ÓSCAR BALDERAS.
La instrucción no deja lugar a dudas: no celulares, no cámaras, no lentes oscuros, no preguntas personales, no meter las manos a los bolsillos y nada de movimientos bruscos. Si cumples, saldrás con tu mercancía sin problemas; si desobedeces, esa puerta por la que entraste podría ser la última que cruces en tu vida.
La lista de reglas te las enumeran 15 minutos antes de que llegue la hora que “El Q” fijó para esperarte dentro del medio sótano del mercado del Barrio Bravo, donde entre locales usados como bodegas, nidos de ratas y ropa con olor a guardado, quiere hacer una venta ilegal de 20 mil pesos.
Así que sales del Metro Tepito, caminas la calle Jesús Carranza, pasas frente al predio conocido como “El 6” –el nuevo centro de narcomenudeo del barrio, ahora que “La Fortaleza” se derrumbó–, das vuelta en la calle Matamoros y entre Tenochtitlán y Toltecas se abre una puerta metálica que da la bienvenida al mercado, el refugio de “La Matapolicías”.
Apenas bajas una escalera metálica oxidada, un guardia vestido de civil te recuerda con un ademán que hay que caminar con las manos a la vista. Asientes y avanzas unos cuantos metros entre cajas de tenis y camisas alumbradas por unos focos que se balancean con el paso de los camiones de carga, que a las 9 de la mañana comienzan labores de carga y descarga.
Piensas que la revisión la habrán aprendido de alguna serie de policías: el guardia palpa tu cabello, el cuello de la playera, mangas, pecho, bolsas del pantalón, piernas, tobillos y después de confirmar que estás “limpio” –no celulares, no cámaras, no armas– y de revisar a tu acompañante, grita “¡Ya llegaron!”.
Entonces, de un pasillo oscuro sale “El Q”: un líder comerciante –cuyo verdadero apodo se omitió por seguridad– de rostro duro, obeso, unos 40 años, tatuado en ambos brazos, quien te saluda con un aire bonachón sólo porque vas en compañía de un conocido suyo, un excompañero de salón en la primaria pública Francisco I. Madero de la colonia Morelos.
“¡Mira, es ésta!”, dice el traficante, mientras mete las manos al fondo de una caja, separa unas camisas y te muestra el fondo, que es la razón por la que estás en este lugar que huele a verdura podrida: una FN Five-Seven: la “cincosiete” o “Matapolicías”, el arma y balas que usa el crimen organizado para abrir los chalecos antibalas de los policías con la facilidad de una jeringa sobre la piel.
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La “Matapolicías” es nueva. Mientras los primeros revólveres datan del siglo XVIII, la FN fue creada en el año 2000 por la Fábrica Nacional de Herstal, una compañía armamentística con sede en Bélgica, donde crearon un diseño único en el mundo: por su calibre 5.7 – “cincosiete” – sus balazos atraviesan con facilidad cascos, chalecos y protectores que usa la policía, dando muerte al instante a los uniformados.
Eso la ha convertido en una de las armas con mayor demanda para el crimen organizado en los últimos años: para robar una camioneta de valores, emboscar policías, rescatar un sicario preso, atacar un cuartel militar, todo aquello que requiera matar sin consideraciones.
“Es una chingonería, muy buena, eficaz, pesa 700 gramos (en realidad, pesa 744) y de buen alcance. Ya te la incluyo con 10 (balas), va garantizada”, dice “El Q” con voz de experto o como si estuviera vendiendo ropa en lugar de un arma prohibida por la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos.
“Ando pidiendo 20 (mil pesos), ¿eh?”, insiste, mientras examinas el arma ante la mirada de él, el guardia y tu acompañante: 22 centímetros de largo, semiautomática, cargador para que las 20 balas que le caben se puedan agotar en una ráfaga de 15 segundos.
Recuerdas que una como esa utilizaba “El Hongo”, líder del cártel del Centro, para asesinar policías en el Estado de México hasta que lo aprehendieron en octubre de 2011; y una “cincosiete” usó el crimen organizado para matar el 4 de marzo de este año al periodista Jaime Guadalupe González Domínguez.
“Órale, está buena, ¿cómo ves? ¿te animas?”, insiste el traficante. “En un atraco recuperas tu inversión, ¿la compras o no?”. Miras el reloj. Hay que definir la compra en menos de 10 minutos. El tiempo se agota.
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No sabes mucho de “El Q”, sólo que pertenece a un grupo llamado “La Unión”, cuyos miembros tienen nexos con el Cártel del Golfo y que están establecidos en la Ciudad de México desde, al menos, 2009.
Sabes que, además de traficar armas, es sicario. Que no mata en Michoacán, Tamaulipas, Guerrero, Nuevo León o Sinaloa, sino en el Distrito Federal por una tarifa que sólo sus clientes conocen. Que ha matado empresarios, comerciantes y narcomenudistas que no se alinean con “La Unión”.
Y que cuando mata se refugia en Tepito, de donde nadie lo saca, ni siquiera la policía. Es su feudo, donde suele armar a hombres y mujeres que trabajan para algún cártel de la droga, quienes pasan a la capital del país a reabastecerse de municiones.
También sabes que, según sus amigos, se renta como golpeador a sueldo afuera del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, que tiene una novia en el penal femenil de Santa Martha, que siempre anda empistolado y que alguna vez fue mecánico en la colonia Morelos.
Y que cuando le preguntan si algún cartel de la droga opera a la Ciudad de México, su respuesta afirmativa es una risa cavernosa que da miedo.
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El comandante en jefe de la Policía de Investigación de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF), Raúl Peralta, afirma que esas armas se ensamblan en Estados Unidos y llegan a México cruzando la frontera norte.
“Es un arma, aparentemente, común y corriente. El tema es el tipo de cartucho que quema y el tipo de ojiva que expulsa. El proyectil viene con mayor proyección por los granos de pólvora”, explica este policía experto en armas.
Hay de dos tipos: la bala azul – identificada por el color de la reacción química que produce cuando impacta con un objeto – que diluye y quema las fibras de chalecos blindados; y la roja, que hace lo mismo, pero deja una estela colorada para marcar el trazo.
La punta es aguda, más parecida a las que se usan en armas de alto poder que en armas cortas, por lo que además de atravesar un chaleco balístico, recorre 200 metros efectivos, más del doble que un arma convencional.
En cambio, las armas que usan los agentes de investigación capitalinos son 9 milímetros y recorren, en promedio 80 metros efectivos: si dispararan contra un criminal con chaleco antibalas, las balas apenas dejan un hematoma.
“No la tenemos en la delincuencia común (a ‘La Matapolicías’), habitual en la ciudad de México, no es un arma que yo mismo haya sabido que se ha asegurado en la Procuraduría o a algún delincuente. No es muy común encontrarlas”, dice Peralta.
Pero el Día de San Valentín de 2008, sobre el Eje Central, en la colonia Portales, delegación Benito Juárez, policías capitalinos detuvieron a siete presuntos integrantes del Cartel de Sinaloa, quienes transportaban en una Suburban –junto a armas de distinto calibre– 57 cartuchos “cincosiete” para su comercialización en provincia.
“Es un arma de lujo, es un arma muy preciada, que sólo por el placer de quererla tener –aunque no se pertenezca al crimen organizado– se puede conseguir fácilmente en Tepito, donde se hace gala de su lema: se vende todo, menos la dignidad”, reconoce el exsubsecretario de Seguridad Pública del DF, Gabriel Regino.
Según las investigaciones del ahora abogado penalista y profesor de criminalística de la UNAM, las armas provenientes de Europa del Este llegan por las costas veracruzanas, las de Asia entran por Manzanillo, Colima y Lázaro Cárdenas, Michoacán; municiones como granadas ingresan por la frontera sur, especialmente por Guatemala y armas como “La Matapolicías” llegan desde la frontera norte, particularmente por el tramo que comprende Sonora, hasta la ciudad de México.
Y en el Barrio Bravo –que desde la década de los 80 se convirtió en referencia nacional para el mercado ilegal de las armas– comienza la repartición hasta la zona centro del país, especialmente desde 2006, cuando el boom de las drogas elevó la demanda de armas de alto calibre.
“No hay que olvidar que en la ciudad de México está el aeropuerto más importante del país y que, a pesar de los diferentes esquemas de seguridad, sigue siendo un puerto de entrada para mercancía ilegal”, acota Regino. “Y las armas en DF no dejan de ser un ejemplo de ello”.
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La transformación de la ciudad de México –de una urbe de paso para el tráfico de armas hasta una zona de distribución– está acreditada por informes de la Comisión de Seguridad Pública en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, que preside el diputado Santiago Taboada.
“¿Qué hay en la ciudad? El DF ahora es un centro de exportación a otros estados, pero ya se ven puntos de distribución interna y eso conlleva a crímenes relacionados con la delincuencia organizada (…) El gobierno busca esa ‘paz cara’ diciendo que aquí no pasa nada, pero hay semanas con 10, 15, 20 ejecuciones en las que el crimen manda un mensaje de que sí está aquí.
“Hoy es Tepito, también Iztapalapa, pero ya hay un gran tráfico de armas en la zona de Gustavo A. Madero, sobre todo en la parte de Cuautepec y eso te habla de que el negocio de las armas se está asentando”, comenta Taboada.
Hasta marzo de 2003, la PGJDF reportó que desde el 2006, 42 policías han sido asesinados durante sus labores; sin embargo, la dependencia no informó en cuántas de esas muertes ha intervenido “La Matapolicías”.
“¿Qué rol tiene la cincosiete en esto?”, se le pregunta al panista. “Bueno, esa arma se está poniendo… ‘de moda’”.
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“El Q” te dice que el precio es una ganga, que la “cincosiete” en el mercado legal en Estados Unidos ronda los mil dólares, por lo que su sobrepecio de 7 mil 500 pesos es razonable.
Para disimular, pones cara de que no te convence, que tal vez no es eso lo que buscas o que sí, pero el precio es muy alto; él, “profesional”, se desespera cuando ve que la compra no va por buen camino, así que hace el último intento.
“Checa las balas, pura calidad”, insiste y muestra el proyectil: dorado, delgado, igual que un dedo anular, pero relleno de pólvora. “Yo soy el que las vende barato; si te vas a Ejército (de Oriente, Iztapalapa), te sale más caro y estas no se rentan ¿eh?”.
Luego de varios minutos de indecisión, el traficante da por terminado el encuentro. Hace una mueca, arrebata el arma, vuelve a tapar la mercancía con las camisas y lanza una mirada entre soberbia y retadora.
“Bueno, conste que no quisiste comprar las camisas, porque eso es lo que te ofrecí ¿no?”, te dice y tu asientes. “Sí, camisas… pero… no, es que no traigo tanto, están bonitas, pero no traigo”, respondes nervioso.
Entonces, te disculpas, das la mano pero la dejan extendida, das la vuelta, rebasas las cajas que ahora no sabes qué tendrán en realidad adentro, te despides tembloroso del guardia antes de subir la escalera metálica oxidada, le das el paso a tu acompañante y sales a la calle Matamoros, que los vecinos llaman “Mata-morros”.
Afuera, la vida sigue: el camión sigue descargando ropa, una señora coloca un anafre en la calle y una patrulla del sector Morelos recorre la zona con lentitud.
Y piensas que hubiera sido muy sencillo tener, en esos momentos, una “Matapolicías” y pasearla en una mochila por toda la Ciudad de México. O por el país.
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