FUENTE: PROCESO.
AUTOR: SABINA BERMAN.
MÉXICO, D.F. Nadie ha presentado una propuesta de reforma para Pemex, y sin embargo el runrún de una propuesta para privatizarla suena ya. No es una novedad: vender Pemex ha sido la gran tentación de cada gobierno entrante, desde hace cuatro lustros.
No en vano: vender la vaca que da oro líquido y negro rebosaría las arcas del gobierno que lograra hacerlo. El gobierno de Calderón calculó que gracias a una venta podría remozar toda la infraestructura educativa y toda la infraestructura de salud, amén de construir miles de kilómetros de carreteras. “Nos cambiarán un país por otro”, ironizó en su momento Carlos Monsiváis.
El argumento de la venta ha solido luego dirigirse al bienestar de la propia empresa petrolera. Desasida de la política, podría establecer una relación racional con su ahora enorme y corruptísimo sindicato. Liberada de su obligación de vaciar sus ganancias en el gasto público, contaría por fin con los excedentes para multiplicar su efectividad: construiría las refinerías que le hacen falta y las plataformas oceánicas necesarias para penetrar los yacimientos de petróleo en lechos profundos.
Y con un Pemex competitivo a escala mundial, remata el argumento vendedor, los mexicanos gozaríamos de mejores y más baratas gasolinas, mientras miles de nuevos empleos se crean.
Y sin embargo la idea de subastar a la vaca fue rechazada por los ciudadanos hace cuatro lustros, hace tres lustros, hace un lustro, y ahora, recién en el mes de junio, una encuesta mostró que 70% de ellos vuelve a rechazarla.
No, no se trata de una lealtad supersticiosa a Pemex. Tampoco de una incomprensión de las bondades teóricas del libre mercado. Sucede que los ciudadanos tienen memoria, y los argumentos optimistas de los vendedores se topan con el pesimismo que nace de los hechos de nuestra historia próxima. A México le ha ido mal con las privatizaciones.
En la realidad, cuando el gobierno ha vendido un monopolio de Estado, éste se ha convertido en un monopolio privado, a veces abusivo como el primero, a veces aún más abusivo. La telefonía estatal era regular pero era barata. La telefonía que nos da el Telmex del ingeniero Slim sigue siendo regular y es la segunda más cara del mundo, luego de la de Egipto, y la banda ancha de internet que nos cobra, más cara que las que se ofertan en Estados Unidos, es lenta y se corta con un soplo de aire.
Algún día alguien sacará las cuentas de cuántos minutos durante 20 años Telmex ha retrasado a México y cuánto ha contribuido la población a la fortuna del hombre más rico del mundo. Las cifras serán formidables.
O bien el ciudadano piensa en la privatización de los bancos, gracias a la cual hoy tenemos una serie de bancos particulares pero coaligados secreta e ilegalmente para ejercer prácticas monopólicas. Bancos que dan créditos caros, intereses de ahorro mediocres y que cobran por servicios que en otras latitudes dan gratuitamente. Bancos cuyas ganancias mexicanas los mantienen a flote en sus pérdidas internacionales y que de sus excedentes se llevan el 98% allende de nuestras fronteras.
A los ejemplos de Telmex y los bancos, es difícil que el ciudadano medio no añada su resentimiento acumulado ante la corrupción que ha sido norma en las privatizaciones. Las desestatizaciones de Salinas engrosaron el erario, cierto, pero una parte considerable se evaporó cuando fue a dar a las cuentas bancarias de los funcionarios.
Cierto o falso, en todo caso no descartable, es el enriquecimiento del propio expresidente gracias a las transacciones y su sociedad secreta con los dueños privados de las empresas subastadas. Y el enriquecimiento de la generación de economistas que realizó desde la Secretaría de Hacienda las subastas, cobrando tajadas a los ganadores, es otra leyenda tampoco desmentida.
Es cierto, Pemex ha sido la vaca que los gobiernos han ordeñado hasta dejar raquítica, pero el ciudadano medio sabe también que la ordeña no ha sido en vano. En un país donde pocos pagaban impuestos, Pemex ha financiado durante tres cuartos de siglo su modernización y su piso de servicios sociales. No mucho ha cambiado: hoy en México pagan impuestos sólo el 58% de las empresas y el 60% de las personas físicas, según reporta el Banco Interamericano de Desarrollo. Sin un Pemex como el máximo aportador al gasto corriente del gobierno, México pronto se volvería un país menos educado y con servicios públicos miserables. Es decir, un país más desigual.
No hay remedio rápido a la mano: Para privatizar a Pemex, sin encontrar una resistencia masiva, un gobierno, éste u otro próximo, tendría primero que demostrar ciertas virtudes. Que no es corrupto. Que ha aprendido a cobrar impuestos a las grandes empresas para financiar los servicios públicos. Que sabe administrar la riqueza común. Y que sabe acotar los abusos de los monopolios estatales y disolver los monopolios privados.
Tiene gracia la paradoja. El gobierno que se gradúe en estas virtudes estaría preparado para convertir a Pemex en una empresa competitiva a escala mundial, sin necesidad de entregarla a manos privadas.
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