AUTOR: HECTOR TAJONAR.
El problema de las democracias actuales es el tipo de gente que se dedica a la política.
Juan Linz
MÉXICO, D.F. Una de las causas centrales del estancamiento del proyecto reformista del gobierno de Enrique Peña Nieto se encuentra en los resabios autoritarios que siguen enquistados en la maleable democracia mexicana. Si mi hipótesis es válida y existe voluntad política, aún habría tiempo para rectificar.
Como sabemos, el concepto de autoritarismo creado por el recién fallecido pensador político español Juan Linz para distinguir el régimen de Franco del totalitarismo de Hitler y Stalin se adaptó perfectamente al sistema político mexicano ideado por Calles en 1929. Ciertas características distintivas del autoritarismo siguen vigentes en el país aun después de la alternancia de 2000, erróneamente considerada por algunos como el fin, no como el principio, de la transición democrática en México.
La definición de autoritarismo postulada por Linz para distinguir a ese régimen tanto de la democracia como del totalitarismo contiene tres características fundamentales: 1. Pluralismo limitado, en contraste con el pluralismo ilimitado de la democracia y con el monismo totalitario; 2. limitada participación política o despolitización; 3. a diferencia del totalitarismo, el autoritarismo no se legitima a través de una ideología dominante, sino de mentalidades o predisposiciones psicológicas en torno a valores generales como el patriotismo y el nacionalismo.
Además de disponer de un partido hegemónico, que resume esas tres peculiaridades, el autoritarismo mexicano se caracterizó por la presencia de un Ejecutivo sin equilibrios o revisiones de los poderes Legislativo y Judicial; el control de los medios de comunicación; la existencia de una cultura política autoritaria, y una apariencia de participación en comicios inequitativos a la que se ha denominado autoritarismo electoral.
México vive hoy un mestizaje de autoritarismo con democracia, en el que conviven: amplio pluralismo; participación política y equilibrio de poderes con el control solapado de la libertad de expresión; falta de transparencia e irregularidad electoral, a pesar de la existencia de instituciones encargadas de hacer respetar los derechos a la información y a la libertad del sufragio (IFAI e IFE), y la vigencia de una cultura política autoritaria. (Como lo ha dicho el Papa Francisco, en el contexto de la política vaticana, “la primera reforma debe ser la de las actitudes”.)
Otra de las aportaciones de Juan Linz que pueden resultar útiles para analizar (y, acaso, corregir) la maraña legislativa en que nos encontramos es su crítica del presidencialismo democrático desarrollada en el libro The Failure of Presidential Democracy (1996). Linz pensaba que mientras el régimen parlamentario dota de flexibilidad al proceso político, el presidencialismo lo hace un tanto rígido, debido a problemas estructurales inherentes: la simultánea legitimidad democrática del presidente y el Congreso, la probabilidad del conflicto entre ellos y la ausencia de mecanismos para resolverlos, el carácter de suma-cero de las elecciones presidenciales, la formación de mayorías que pueden conducir a la desproporcionalidad de dejar a un alto porcentaje del electorado sin representación, la rigidez de reglas para la no-reelección, y el potencial de polarización. “Incluso cuando la polarización se ha intensificado al grado de propiciar violencia e ilegalidad, un presidente obstinado puede permanecer en el poder”, señala Linz.
Inspirado en el Pacto de la Moncloa, el Pacto por México logró crear un ambicioso proyecto de reformas sustentado en el consenso entre el presidente y los dirigentes de los tres principales partidos políticos. Sin embargo, como lo ha señalado Diego Valadés, la gran debilidad fue su carácter cupular, alejado del proceso legislativo (Reforma, 1 de octubre). Ello provocó una avalancha reformista que el Congreso no ha sido capaz de procesar adecuadamente, dando lugar a la improvisación y al empantanamiento, que ha degenerado en el burdo trueque y el chantaje vil, muy distantes y distintos de la auténtica negociación democrática.
Se ha caído en lo que Albert Hirschman (citado por Linz) considera “el deseo de vouloir conclure”, es decir, el ansia por concluir o aprobar las reformas en el menor tiempo posible y con la mínima reflexión. Ese exagerado sentido de urgencia –apunta Linz– puede conducir a la elaboración de iniciativas políticas mal concebidas; a intentos reformistas demasiado apresurados para poder analizarlos y debatirlos con el rigor del caso; a injustificados enfrentamientos con la oposición legal, y a muchos otros efectos indeseables. Exactamente lo que está ocurriendo en México. La ya aprobada reforma educativa, así como la política, la fiscal y la energética que se quieren aprobar al vapor en este periodo legislativo ilustran ese riesgo. La prisa por la aprobación de las reformas puede resultar contraproducente y disfuncional. Prudencia.
La llamada reforma hacendaria nació parchada y, por lo que se ve, terminará peor. La reforma político-electoral que el PAN y el PRD han puesto como condición para aprobar las otras incluye temas tan complejos y controvertidos como el de crear el Instituto Nacional Electoral, que exigen ser ponderados y discutidos sin urgencias impuestas. Se corre el peligro de caer en la trampa de la centralización del poder, propia del antiguo régimen, disfrazada por un discurso modernizador, paradójicamente promovido por la oposición. No olvidemos que el IFE y el TEPJF también han incurrido en decisiones que han puesto en duda su verdadera autonomía.
En la tragedia provocada por los huracanes Manuel e Ingrid, la corrupción adquirió el rostro de la muerte. Afloró la complicidad criminal de autoridades y empresarios que lucran con la pobreza al permitir asentamientos y construcciones en zonas de riesgo. El 20 de octubre sabremos si se aplicará la ley a los responsables de esos delitos, como lo ofreció el presidente Enrique Peña Nieto. Combate a la corrupción y estado de derecho son dos grandes pendientes de nuestra enclenque democracia.
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