viernes, 11 de octubre de 2013

Limitar las marchas: entre el populismo penal y la inhibición de la protesta social

FUENTE: REVOLUCIÓN TRES PUNTO CERO.
AUTOR: IVÁN PEDROSA.

La reiterada violencia en las manifestaciones callejeras desde la toma del poder de Enrique Peña Nieto ha alimentado un clamor conservador, que propala discursos que van desde un llamado abierto a la represión hasta la propuesta de “regular” las marchas. Conviene, ante tal oportunismo, hacer algunas precisiones desde una perspectiva de los derechos humanos.

Es cierto que los derechos a la expresión, a la manifestación, a la reunión, a la asociación y a la protesta no pueden ser absolutos. En el orden jurídico hay múltiples penalizaciones, como la calumnia, el daño moral, el terrorismo o la instigación a la violencia que imponen límites a estas libertades.

No obstante, la Suprema Corte de Justicia de la Nación definió recientemente que sólo en la Constitución pueden establecerse expresamente limitaciones a derechos humanos pues, de no hacerlo, prevalecerá la norma más protectora, sin importar que provenga de una fuente internacional. Al no encontrarse en la Carta Magna limitaciones explícitas a la libertad de manifestación pública, pretender “reglamentar” las marchas en una ley secundaria significaría, de entrada, limitar un derecho constitucional y convencional.

Es necesario entender que la libertad de expresión no se ejerce de forma aislada e individual, sino en conjunto con los derechos de reunión, asociación, de tránsito y de participación política, entre otros. Las actividades de organizaciones civiles, movimientos sociales y grupos vecinales en espacios públicos constituyen actos colectivos que deben ser respetados y protegidos por parte del Estado en atención al mandato constitucional que reconoce la interdependencia y la indivisibilidad de los derechos humanos, cuyo disfrute en general puede ser cancelado si se atenta contra uno o más derechos en lo particular.

No debe perderse de vista que, en contextos de marginación y falta de espacios institucionales de participación, la protesta es en ocasiones el único medio para que ciertos grupos sociales puedan ser escuchados. La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha reconocido en varios documentos esta situación. Asimismo, ha manifestado su preocupación sobre el aumento de los tipos penales orientados a criminalizar la protesta social en varios países de Latinoamérica.

El diputado federal panista Jorge Sotomayor ha presentado sucesivamente dos iniciativas para agravar las penas a quienes cometan “delitos contra la paz pública”, y recientemente, una “Ley de manifestaciones públicas en el Distrito Federal”. Esta propuesta pretende imponer una serie de requisitos, antes y durante la realización de las marchas, así como la facultad de “disolverlas” y de imponer sanciones a quienes quebranten ciertas reglas.

Abundante en un presunto “derecho comparado”, la iniciativa no evalúa los resultados en materia de derechos humanos y democracia de aquellos países que han “regulado” las manifestaciones públicas, mismos que en años recientes han dado a luz a millones de “Indignados”. Mucho menos considera los pronunciamientos que diversas instancias de Naciones Unidas y del Sistema Interamericano han externado respecto al marco legal en torno a la protesta.

Preocupa que tal iniciativa utilice conceptos arbitrarios, tales como “las buenas costumbres”, u otros ambiguos como “orden público”. Al legislador le falta talento y técnica legislativa, pues una ley secundaria debería, cuando menos, definir con mayor precisión aquellos principios que provengan de la Carta Magna. Nada tan explosivo como mezclar dogmas morales con el uso de la fuerza a discreción de la autoridad.

Proponer que las manifestaciones sólo podrán tener lugar entre las 11 y las 18 horas es una restricción extralimitada, que excluye a priori los llamados “plantones”. Además, ignora estándares internacionales, como el del (entonces) Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, que en el caso Kivenmaa c. Finlandia de 1994 estableció que no basta una afectación “probable” para impedir el desarrollo de una manifestación, sino que se requiere evitar amenazas serias e inminentes y proponer antes la modificación de las condiciones originales de la protesta para evitarlo.

Tanto el Comité como la CIDH consideran que la notificación a la policía es compatible con el derecho de reunión, pero la exigencia de un “permiso previo” con facultades discrecionales es contrario a este derecho. La CIDH ha determinado que todo “aviso” a las autoridades debe enfocarse a la facilitación del ejercicio del derecho de expresión y a la protección de los participantes en una protesta, mas no convertirse en un requerimiento (burocrático y discrecional, agregaría) para limitar o prohibir la manifestación (ver los informes sobre la situación de las defensoras y defensores de los derechos humanos en las Américas de 2006 y 2012).

Por otro lado, el diputado Sotomayor desea que las manifestaciones sean “disueltas” en ciertos casos de violencia, sin especificar cómo se efectuará dicho acto de autoridad, ni mucho menos si el uso de la fuerza pública será particular o generalizado (esta última, tentación constante de los agentes de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal). Tampoco establece que el uso de la fuerza debe ser proporcional a la amenaza ni establece mecanismos para que se agoten recursos no coercitivos, como la negociación o concertación, ante riesgos de afectaciones a derechos de terceros.

Esta presunta “Ley” no establece obligaciones firmes a las autoridades, pero sí dedica un capítulo a las obligaciones de las y los manifestantes, lo que coloca en la indefensión a las personas e ignora la obligación del Estado de proteger y garantizar los derechos humanos. El pobre desempeño de las autoridades policiacas, desde el 1º de diciembre de 2012 hasta el pasado 2 de octubre, amerita una completa revisión de cómo el Estado ha abusado de sus facultades para utilizar la fuerza, antes que siquiera imaginar cómo acrecentar sus atribuciones.

Los intentos de aumentar las sanciones a los “delitos a la paz pública” o convertirlos en delitos graves requieren un análisis aparte para demostrar que los tipos penales vigentes serían suficientes para castigar toda forma de violencia, de existir voluntad política para investigar y aplicar la Ley. Por ahora, un somero examen a la propuesta de restringir las manifestaciones públicas demuestra no sólo la absoluta ignorancia de muchos actores políticos sobre el significado y el alcance de los derechos humanos, sino que despierta la sospecha de que se persigue otro interés, más que el de fortalecer el Estado de Derecho, al encender este debate.

Considero que, definitivamente, tanto la impunidad de los actores violentos en las marchas como los intentos de criminalización y regulación de la protesta tienen móviles políticos. No tengo elementos para decir que las autoridades financian, equipan y dirigen a células de infiltrados violentos en las manifestaciones. Sin embargo, me parece que los agresores pueden ser sumamente funcionales para algunos agentes del Estado porque sus acciones:

a) Generan miedo y pueden inhibir a futuro movilizaciones ante decisiones cuestionadas públicamente;

b) Desacreditan la protesta y sus causas ante la opinión pública;

c) Minimizan la percepción de que se cometen violaciones a los derechos humanos, que se alegan justificadas;

d) Permiten reclamar “inacción”, “exceso de tolerancia” o “incapacidad” a un gobierno de un sello político distinto u opuesto.

Sobre esta última consecuencia, no es casual que el PAN, tan lesionado en las urnas de la capital durante la última década, abandere el llamado a la restricción de los derechos y el aumento de las sanciones. Esta tendencia, conocida como populismo penal, aprovecha la polarización para propulsar la posición de un partido en la correlación de fuerzas actual. El populismo penal entraña un inmenso riesgo a que se deteriore la situación de los derechos humanos en la capital, y por lo tanto debe ser rechazado con firmeza por activistas, políticos, periodistas y la ciudadanía en general.

Las distintas formas de protesta son válvulas de escape al descontento social que deberían tener como resultado la apertura decidida de cauces institucionales a la participación ciudadana, oportunidad que se desperdició en la reforma política de 2011-2012 y que seguramente se omitirá en la próxima reforma político-electoral. Es de esperar que, ante instituciones poco receptivas a las demandas ciudadanas, las calles se conviertan en el espacio primordial de deliberación pública.

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