AUTOR: DENISE DRESSER.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Allí están. Allí siguen. Pese a las reformas aprobadas y los cambios prometidos. Los “grandes” líderes sindicales de México. Caciques, depredadores, dictadores, el club de la eternidad. Como los describe Francisco Cruz Jiménez en su nuevo libro, Los amos de la mafia sindical, son producto de una relación perversa con el poder que les ha permitido forjar una gerontocracia sindical antidemocrática. Producto de una anuencia gubernamental que les ha permitido erigirse en centros de veto ante cualquier intento por circunscribir sus “derechos adquiridos”. Emblemas de antiguo régimen que no aceptan la crítica, no representan a sus representados, no se guían por principios sino por intereses. Contra ellos sólo queda la muerte o la cárcel.
Su éxito radica en la capacidad para mostrar lealtad y docilidad al presidente en turno. En su propensión a complacer a empresarios y contener a los trabajadores. En su poder para convertir a gremios enteros en ejércitos cautivos y temerosos. En su capacidad para utilizar todo tipo de artimañas, como la cláusula de exclusión, la lista negra y la manipulación de los estatutos para autorizar su reelección “por esta única vez”.
Para erigirse en líderes vitalicios, a perpetuidad. Encumbrados, poderosos, acaudalados, impunes. Y a cambio, el gobierno cierra los ojos y se lava las manos. Les mantiene sus prebendas, les permite engordar sus cuentas bancarias, les provee casas y departamentos en Miami o San Diego.
Allí están. Allí siguen. Enquistados en casi todos los sectores, reproducidos fielmente en los estados. Víctor Flores Morales, Francisco Hernández Júarez, Juan Díaz de la Torre, Napoleón Gómez Urrutia, Joel Ayala Almeida, Carlos Romero Deschamps, Joaquín Gamboa Pascoe, Víctor Fuentes del Villar. Siguiendo fielmente las lecciones de sus predecesores, como Fidel Velázquez, Leonardo Rodríguez Alcaine, Luis Napoleón Morones. Longevos, reelectos, inamovibles. Muchos de ellos con más de 30 años en el poder. Muchos de ellos con vidas lujosas, gustos caros, privilegios desmedidos.
Como Joel Ayala, líder de los burócratas federales –a través de la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado–, quien vive obsesionado con los caballos de pura sangre. Quien ha acumulado una fortuna mayor a los 15 millones de dólares. Quien ha ocupado su cargo desde 1977, con mano férrea. Quien ha sido diputado federal dos veces y senador en tres ocasiones. O el caso de Joaquín Gamboa Pascoe, el líder sindical que celebró su ascenso al Congreso del Trabajo con un reloj de producción limitada en oro amarillo valuado en 70 mil dólares. Personajes –todos– asociados con la corrupción. Con la negociación de derechos sindicales. Con el uso clientelar de cargos públicos. Con la consolidación de una oligarquía sindical mexicana.
Y lo peor es que pocos cuestionan, airean, critican, someten a escrutinio a los eternizados en el cargo. La sociedad mexicana asume a la gerontocracia rapaz como un hecho folclórico e incambiable del escenario político nacional. Por ello sus miembros pueden seguir eternizados en el cargo. Aguantan los periodicazos, aguantan la humillación, aguantan los escándalos, aguantan el descrédito, mientras se comportan como los peores enemigos de sus agremiados. Los trabajadores son una vaca a la cual ordeñar, la autonomía sindical es un cheque en blanco para robar.
Víctor Flores usa un reloj de 50 mil dólares en la mano derecha. Napoleón Gómez Urrutia construyó una casa en la punta del Cerro del Tepozteco valuada en 4 millones de dólares. Luis N. Morones usaba piedras preciosas en cada dedo de una mano. Carlos Romero Deschamps posee una “casita” en Cancún con un valor cercano al millón y medio de dólares. Mientras los trabajadores ganan 300 pesos al día. Mientras en 2011 el dirigente del sindicato petrolero recibió 282 millones de pesos por concepto de “ayudas al comité ejecutivo” del sindicato y 200 millones provenientes de cuotas sindicales.
Hoy la retórica oficial reza: “Mover a México al lugar que se merece”. ¿Pero cómo lograrlo si no se mueve de su lugar a ninguno de los jerarcas sindicales? ¿Si las reformas auguradas o pactadas prometen “proteger los derechos de los trabajadores”, o sea de quienes los expolian? ¿Si la reforma energética no contempla lidiar con Carlos Romero Deschamps, el autor de una maloliente historia de oscuras maquinaciones, dudosos negocios, tráfico de influencias y riqueza mal habida? ¿Si a través del sindicato le ha dado cobijo a hermanos, primos, cuñados, sobrinos y cuates? ¿Si aún no queda esclarecido el escándalo de los 500 millones de pesos que Pemex le prestó al sindicato y hasta la fecha sus agremiados no saben dónde quedaron? ¿Si nadie ha sido sancionado por el desvío de recursos multimillonarios de Pemex para apoyar la candidatura presidencial de Francisco Labastida? ¿Si la impunidad y el fuero protegen a Romero Deschamps adondequiera que va?
De allí la importancia de denunciarlo. De allí el imperativo de recordar a cada mexicano interesado en la reforma energética que Romero Deschamps administró de 2007 a 2010 unos 685 mil pesos diarios –poco menos de 30 mil pesos por hora– y nadie sabe cómo y para quién. Mientras tanto, el gobierno de Enrique Peña Nieto guarda silencio. Pemex guarda silencio. El sindicato guarda silencio. Y Paulina Deschamps exhibe en su cuenta de Facebook sus viajes por el mundo en aviones privados, sus paseos en yates, sus bolsas Hermes de 12 mil dólares. Y Carlos Romero Deschamps argumenta “estar tranquilo y con las manos limpias”. Y así sigue viviendo la sagrada familia de líderes sindicales mexicanos. Escribiendo, día tras día, historias de mafias y mafiosos.
Allí están. Allí siguen. Enquistados en casi todos los sectores, reproducidos fielmente en los estados. Víctor Flores Morales, Francisco Hernández Júarez, Juan Díaz de la Torre, Napoleón Gómez Urrutia, Joel Ayala Almeida, Carlos Romero Deschamps, Joaquín Gamboa Pascoe, Víctor Fuentes del Villar. Siguiendo fielmente las lecciones de sus predecesores, como Fidel Velázquez, Leonardo Rodríguez Alcaine, Luis Napoleón Morones. Longevos, reelectos, inamovibles. Muchos de ellos con más de 30 años en el poder. Muchos de ellos con vidas lujosas, gustos caros, privilegios desmedidos.
Como Joel Ayala, líder de los burócratas federales –a través de la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado–, quien vive obsesionado con los caballos de pura sangre. Quien ha acumulado una fortuna mayor a los 15 millones de dólares. Quien ha ocupado su cargo desde 1977, con mano férrea. Quien ha sido diputado federal dos veces y senador en tres ocasiones. O el caso de Joaquín Gamboa Pascoe, el líder sindical que celebró su ascenso al Congreso del Trabajo con un reloj de producción limitada en oro amarillo valuado en 70 mil dólares. Personajes –todos– asociados con la corrupción. Con la negociación de derechos sindicales. Con el uso clientelar de cargos públicos. Con la consolidación de una oligarquía sindical mexicana.
Y lo peor es que pocos cuestionan, airean, critican, someten a escrutinio a los eternizados en el cargo. La sociedad mexicana asume a la gerontocracia rapaz como un hecho folclórico e incambiable del escenario político nacional. Por ello sus miembros pueden seguir eternizados en el cargo. Aguantan los periodicazos, aguantan la humillación, aguantan los escándalos, aguantan el descrédito, mientras se comportan como los peores enemigos de sus agremiados. Los trabajadores son una vaca a la cual ordeñar, la autonomía sindical es un cheque en blanco para robar.
Víctor Flores usa un reloj de 50 mil dólares en la mano derecha. Napoleón Gómez Urrutia construyó una casa en la punta del Cerro del Tepozteco valuada en 4 millones de dólares. Luis N. Morones usaba piedras preciosas en cada dedo de una mano. Carlos Romero Deschamps posee una “casita” en Cancún con un valor cercano al millón y medio de dólares. Mientras los trabajadores ganan 300 pesos al día. Mientras en 2011 el dirigente del sindicato petrolero recibió 282 millones de pesos por concepto de “ayudas al comité ejecutivo” del sindicato y 200 millones provenientes de cuotas sindicales.
Hoy la retórica oficial reza: “Mover a México al lugar que se merece”. ¿Pero cómo lograrlo si no se mueve de su lugar a ninguno de los jerarcas sindicales? ¿Si las reformas auguradas o pactadas prometen “proteger los derechos de los trabajadores”, o sea de quienes los expolian? ¿Si la reforma energética no contempla lidiar con Carlos Romero Deschamps, el autor de una maloliente historia de oscuras maquinaciones, dudosos negocios, tráfico de influencias y riqueza mal habida? ¿Si a través del sindicato le ha dado cobijo a hermanos, primos, cuñados, sobrinos y cuates? ¿Si aún no queda esclarecido el escándalo de los 500 millones de pesos que Pemex le prestó al sindicato y hasta la fecha sus agremiados no saben dónde quedaron? ¿Si nadie ha sido sancionado por el desvío de recursos multimillonarios de Pemex para apoyar la candidatura presidencial de Francisco Labastida? ¿Si la impunidad y el fuero protegen a Romero Deschamps adondequiera que va?
De allí la importancia de denunciarlo. De allí el imperativo de recordar a cada mexicano interesado en la reforma energética que Romero Deschamps administró de 2007 a 2010 unos 685 mil pesos diarios –poco menos de 30 mil pesos por hora– y nadie sabe cómo y para quién. Mientras tanto, el gobierno de Enrique Peña Nieto guarda silencio. Pemex guarda silencio. El sindicato guarda silencio. Y Paulina Deschamps exhibe en su cuenta de Facebook sus viajes por el mundo en aviones privados, sus paseos en yates, sus bolsas Hermes de 12 mil dólares. Y Carlos Romero Deschamps argumenta “estar tranquilo y con las manos limpias”. Y así sigue viviendo la sagrada familia de líderes sindicales mexicanos. Escribiendo, día tras día, historias de mafias y mafiosos.
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