AUTOR: DAVID IBARRA.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Sin duda, sería deseable suprimir la corrupción en Pemex, reducir sus pasivos laborales o enmendar prácticas sindicales impropias. Pese a las críticas y leyendas negras, Pemex es un organismo altamente rentable. Las utilidades antes de gravámenes sumaron 69 mil millones de dólares en 2012. Entonces, su deterioro y descapitalización tienen causas preponderantemente exógenas que no endógenas a la institución.
La cuestión medular reside en un régimen fiscal confiscatorio que grava pesadamente sus ingresos netos hasta ponerle habitualmente en pérdidas. Veamos esta cuestión un poco más de cerca.
Los gravámenes petroleros aportan alrededor de 35% de los ingresos del Gobierno Federal, es decir, alrededor de 7.7% del producto. Si a esa última cifra se descuentan los impuestos a las ventas petroleras que supuestamente habrían de cubrirse en cualquier hipótesis de reforma, el resto de los gravámenes sumaría cerca de 5% mismo del producto.
Si Pemex sólo cubriese el Impuesto Sobre la Renta como cualquier negocio –aun añadiendo regalías– habría que acrecentar la carga tributaria general en cera de 30% de la recaudación conjunta del IVA y del Impuesto Sobre la Renta, cuestión ciertamente escabrosa.
La segunda traba en importancia es la de forzar a Pemex a extraer y exportar crudo al máximo posible a fin de aliviar los apremios del fisco y de la balanza de pagos, aun a costa de restar producción (inversiones) y abastos al mercado nacional (gasolina, gas) y del agotamiento de yacimientos que no se intenta rehacer por carencia de recursos. En el mundo, Pemex ocupa el quinto lugar como productor de crudo, pero el tercero como exportador y el diecisieteavo como refinador, con una producción petroquímica ínfima. Esos datos subrayan el criterio erróneo de la política de extracción, exportación y uso de las reservas, manifiesto en el desequilibrio evidente de las líneas de producción y en la optimización conjunta de resultados. La solución no está en resquebrajar más a Pemex y a sus cadenas productivas, sino en atender y atenuar poco a poco los verdaderos problemas que le aquejan.
El proyecto de la reforma energética del gobierno plantea modificar los artículos 27 y 28 constitucionales para hacer posible la inversión privada en la cadena productiva del petróleo, el gas, la refinación y la petroquímica. Es decir se quita a las explotaciones petroleras la protección constitucional de ser estratégicas, reservadas al Estado, para convertirlas en actividad a la que pueden acceder propios y extraños, mediante el cumplimiento de ciertos requisitos. La consecuencia inevitable sería la dispersión de la renta petrolera, reduciendo los magros ingresos estatales en los años venideros. Ciertamente el proyecto de reforma energética del gobierno no plantea la inmediata privatización de Pemex, pero sí lo hace a futuro al permitir inversiones privadas en el proceso de desarrollo del complejo petrolero y quizá hasta la venta a mediano plazo de algunas de sus instalaciones. En efecto, los empresarios privados no usufructuarían concesiones pero tendrían participación contractual en las utilidades generadas, después de recuperar íntegramente los costos. Aunque se deja a leyes secundarias la fijación de esas participaciones y la posible creación de empresas público-privadas para cada proyecto significativo, es claro que la situación competitiva conjunta de Pemex resultaría erosionada frente a la de los nuevos socios de los contratos de utilidad compartida…
Aquí, subyace una contradicción básica: la dificultad pronta de normalizar la pesadísima carga fiscal petrolera –aun disminuyendo los gravámenes y aumentando el reparto de dividendos– con el imperativo de hacer prontamente atractiva la inversión privada de nacionales o extranjeros. Ello llevaría a establecer regímenes tributarios disímiles, consistentes en aceptar contratos de utilidad compartida sujetos a obligaciones tributarias inferiores a las que cubre o cubriría el cascarón de Pemex. Buscando los renglones más lucrativos, paso a paso, se romperían más los encadenamientos productivos de los cuales depende la rentabilidad conjunta de las explotaciones petroleras y petroquímicas, sacrificando al consorcio más importante del país, el que históricamente ha validado la capacidad nacional de emprender grandes proyectos en beneficio general.
El nuevo régimen propuesto ensancha algunas libertades en materia de endeudamiento y autonomía presupuestaria. En particular, se excluye a Pemex de la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria y se le sujeta a un régimen más flexible para elaborar su presupuesto de gastos –con deducción plena de los costos–, inversiones y deuda sin requerir buena parte las anteriores autorizaciones hacendarias.
En contrapartida, se afianzan y centralizan los controles financieros y se quitan o podrían quitar funciones a Pemex, conforme señala la iniciativa de Ley de Ingresos sobre Hidrocarburos. Por lo pronto, como se dijo, el régimen impositivo sería dual. De un lado, subsistirían las antiguas obligaciones que gravan al viejo Pemex. De otra parte, los contratos de utilidad compartida quedarían sujetos a diversos gravámenes –a retener por el propio Pemex– que, junto a los que subsistirían del régimen anterior, aseguren escrupulosamente al fisco ingresos petroleros ascendentes. En esos términos, la única salida de Pemex en alivio de su extraordinaria carga fiscal residiría en desplazar más y más actividades hacia la figura de contratos de utilidad compartida, sobre todo cuando no se especifica la posible participación privada en cada uno de ellos.
La iniciativa de Ley de Hidrocarburos prevé la figura de un comercializador del Estado –no se aclara si coincide o no con PMI– que recibiría todos los ingresos derivados de las ventas y los entregaría a un “fideicomiso” de la Secretaría de Hacienda creado al efecto. Esta institución fiduciaria se establecería para recibir esos ingresos y para entregar al Estado, a Pemex y a sus organismos subsidiarios los pagos que les correspondan conforme a los contratos o las obligaciones fiscales. En los términos descritos, las funciones de Pemex excluirían la parte del financiamiento y quizá también de la comercialización, elementos medulares en el manejo de toda empresa verdaderamente competitiva.
Véase como se vea, la iniciativa energética del Partido Acción Nacional (PAN) y quizá algo menos la del PRI, darían continuidad al proyecto neoliberal. Ambas ofrecen una salida pragmática cortoplacista: compartir la renta petrolera frente a las urgencias fiscales y de pagos externos. Se confía en recibir una inyección masiva de inversión foránea con qué resolver los estrangulamientos financieros y compensar la recesión que ya se apunta en el horizonte mundial y en el nuestro, aun pasando por alto que el paradigma energético global parece estar próximo a cambiar. Aun así, acaso fuese ingenuo esperar el deus ex machina de una avalancha salvadora de recursos, a cambio del sacrificio de valores nacionales compartidos y, a mayor plazo, del aporte de la industria petrolera al desarrollo nacional.
En esencia, las propuestas de reforma sólo están parcialmente dirigidas a asegurar el abasto estratégico, suficiente, diversificado, sustentable, competitivo de energéticos a la población y a la economía del país. Por eso mismo, no se abarca el conjunto de los temas de la política energética y casi nada se dice en cuanto a utilizar –como en el pasado– la explotación de los recursos energéticos como palanca del desarrollo industrial y tecnológico del país.
La segunda traba en importancia es la de forzar a Pemex a extraer y exportar crudo al máximo posible a fin de aliviar los apremios del fisco y de la balanza de pagos, aun a costa de restar producción (inversiones) y abastos al mercado nacional (gasolina, gas) y del agotamiento de yacimientos que no se intenta rehacer por carencia de recursos. En el mundo, Pemex ocupa el quinto lugar como productor de crudo, pero el tercero como exportador y el diecisieteavo como refinador, con una producción petroquímica ínfima. Esos datos subrayan el criterio erróneo de la política de extracción, exportación y uso de las reservas, manifiesto en el desequilibrio evidente de las líneas de producción y en la optimización conjunta de resultados. La solución no está en resquebrajar más a Pemex y a sus cadenas productivas, sino en atender y atenuar poco a poco los verdaderos problemas que le aquejan.
El proyecto de la reforma energética del gobierno plantea modificar los artículos 27 y 28 constitucionales para hacer posible la inversión privada en la cadena productiva del petróleo, el gas, la refinación y la petroquímica. Es decir se quita a las explotaciones petroleras la protección constitucional de ser estratégicas, reservadas al Estado, para convertirlas en actividad a la que pueden acceder propios y extraños, mediante el cumplimiento de ciertos requisitos. La consecuencia inevitable sería la dispersión de la renta petrolera, reduciendo los magros ingresos estatales en los años venideros. Ciertamente el proyecto de reforma energética del gobierno no plantea la inmediata privatización de Pemex, pero sí lo hace a futuro al permitir inversiones privadas en el proceso de desarrollo del complejo petrolero y quizá hasta la venta a mediano plazo de algunas de sus instalaciones. En efecto, los empresarios privados no usufructuarían concesiones pero tendrían participación contractual en las utilidades generadas, después de recuperar íntegramente los costos. Aunque se deja a leyes secundarias la fijación de esas participaciones y la posible creación de empresas público-privadas para cada proyecto significativo, es claro que la situación competitiva conjunta de Pemex resultaría erosionada frente a la de los nuevos socios de los contratos de utilidad compartida…
Aquí, subyace una contradicción básica: la dificultad pronta de normalizar la pesadísima carga fiscal petrolera –aun disminuyendo los gravámenes y aumentando el reparto de dividendos– con el imperativo de hacer prontamente atractiva la inversión privada de nacionales o extranjeros. Ello llevaría a establecer regímenes tributarios disímiles, consistentes en aceptar contratos de utilidad compartida sujetos a obligaciones tributarias inferiores a las que cubre o cubriría el cascarón de Pemex. Buscando los renglones más lucrativos, paso a paso, se romperían más los encadenamientos productivos de los cuales depende la rentabilidad conjunta de las explotaciones petroleras y petroquímicas, sacrificando al consorcio más importante del país, el que históricamente ha validado la capacidad nacional de emprender grandes proyectos en beneficio general.
El nuevo régimen propuesto ensancha algunas libertades en materia de endeudamiento y autonomía presupuestaria. En particular, se excluye a Pemex de la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria y se le sujeta a un régimen más flexible para elaborar su presupuesto de gastos –con deducción plena de los costos–, inversiones y deuda sin requerir buena parte las anteriores autorizaciones hacendarias.
En contrapartida, se afianzan y centralizan los controles financieros y se quitan o podrían quitar funciones a Pemex, conforme señala la iniciativa de Ley de Ingresos sobre Hidrocarburos. Por lo pronto, como se dijo, el régimen impositivo sería dual. De un lado, subsistirían las antiguas obligaciones que gravan al viejo Pemex. De otra parte, los contratos de utilidad compartida quedarían sujetos a diversos gravámenes –a retener por el propio Pemex– que, junto a los que subsistirían del régimen anterior, aseguren escrupulosamente al fisco ingresos petroleros ascendentes. En esos términos, la única salida de Pemex en alivio de su extraordinaria carga fiscal residiría en desplazar más y más actividades hacia la figura de contratos de utilidad compartida, sobre todo cuando no se especifica la posible participación privada en cada uno de ellos.
La iniciativa de Ley de Hidrocarburos prevé la figura de un comercializador del Estado –no se aclara si coincide o no con PMI– que recibiría todos los ingresos derivados de las ventas y los entregaría a un “fideicomiso” de la Secretaría de Hacienda creado al efecto. Esta institución fiduciaria se establecería para recibir esos ingresos y para entregar al Estado, a Pemex y a sus organismos subsidiarios los pagos que les correspondan conforme a los contratos o las obligaciones fiscales. En los términos descritos, las funciones de Pemex excluirían la parte del financiamiento y quizá también de la comercialización, elementos medulares en el manejo de toda empresa verdaderamente competitiva.
Véase como se vea, la iniciativa energética del Partido Acción Nacional (PAN) y quizá algo menos la del PRI, darían continuidad al proyecto neoliberal. Ambas ofrecen una salida pragmática cortoplacista: compartir la renta petrolera frente a las urgencias fiscales y de pagos externos. Se confía en recibir una inyección masiva de inversión foránea con qué resolver los estrangulamientos financieros y compensar la recesión que ya se apunta en el horizonte mundial y en el nuestro, aun pasando por alto que el paradigma energético global parece estar próximo a cambiar. Aun así, acaso fuese ingenuo esperar el deus ex machina de una avalancha salvadora de recursos, a cambio del sacrificio de valores nacionales compartidos y, a mayor plazo, del aporte de la industria petrolera al desarrollo nacional.
En esencia, las propuestas de reforma sólo están parcialmente dirigidas a asegurar el abasto estratégico, suficiente, diversificado, sustentable, competitivo de energéticos a la población y a la economía del país. Por eso mismo, no se abarca el conjunto de los temas de la política energética y casi nada se dice en cuanto a utilizar –como en el pasado– la explotación de los recursos energéticos como palanca del desarrollo industrial y tecnológico del país.
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