AUTOR: IVÁN PEDROSA.
Cuando la figura de la prisión aparece obsesivamente en el debate político como el destino merecido de los infractores, no se puede evitar recordar la gran obra de Michel Foucault, Vigilar y castigar, que describe la evolución en los sistemas penales en el mundo occidental desde los tormentos hasta la prisión. Este filósofo concibe a la prisión como institución donde se mezclan la dimensión psíquica y la social, pues la arquitectura de la cárcel, que limita espacialmente el preciado bien de la libertad, pretende contener y transformar la mente de la persona condenada.
Ante los hechos de violencia suscitados desde el 1º de diciembre de 2012, grupos predominantemente conservadores en medios de comunicación y espacios legislativos han impulsado dos categorías de propuestas: a) imponer limitaciones y requisitos a las manifestaciones, b) aumentar las sanciones o imponer tipos penales agravados para quien realice actos violentos durante una protesta.
Las iniciativas para la regulación de las marchas han sido impulsada primordialmente por el PAN, con Gabriela Cuevas, Federico Döring, Mariana Gómez del Campo y Jorge Sotomayor a la cabeza. En una oportunidad pasada sostuvimos que las absurdas propuestas de regular las marchas tenían por objeto inhibir la protesta y servir como combustible para el avance de ciertos grupos y partidos políticos.
Ahora, la agenda capitalina ha dado un súbito giro: la Asamblea Legislativa aprobó modificaciones al Código Penal del Distrito Federal que aumentan las penas para quienes incurran en robo, lesiones, daño en propiedad ajena y homicidio durante el desarrollo de marchas, concentraciones, manifestaciones, conmemoraciones, mítines o cualquier evento público no contemplado de esparcimiento, deportivo o recreativo. Con excepción de una minoría del PRD, todos los grupos parlamentarios votaron a favor del dictamen –incluidos PT y Movimiento Ciudadano.
Sorprende que los asambleístas Arturo Santana Alfaro y Antonio Padierna Luna, del PRD, sucumbieran a esa obsesión de crear un castigo con dedicatoria a los manifestantes. Lejos de las luchas por los presos políticos, los derechos humanos, la resistencia civil o la libertad de expresión que han caracterizado a la izquierda en este país, los diputados de PRD, PT y MC que votaron por esta iniciativa parecen tomar por figuras de inspiración a Sebastián Piñera y Mariano Rajoy, quienes justamente en estos días insisten en la aprobación de la “Ley Hinzpeter” y la Ley de seguridad ciudadana, respectivamente. Ambos mandatarios, descontando su ideología retrógrada, han sido severamente afectados en su popularidad por la percepción de un mal desempeño en las políticas económicas, de empleo y de educación, principalmente. Y sin duda, los mayores responsables de difundir esta convicción han sido los millones de personas que han participado en constantes movilizaciones.
Santana, Padierna y compañía no podrán negar que los temas de debate global se interrelacionan y asemejan en este punto de la historia. Y optaron por la opción más reprobable hacia un comprensible objetivo político, el de proteger la popularidad del Jefe de Gobierno ante manifestaciones que en su mayoría se dirigen contra autoridades del orden federal. Víctimas de impulsos, prefieren colocar un apresurado parche al Código Penal que construir una nueva plataforma para que su partido y la principal entidad que éste gobierna figuren en la escena política nacional.
Miguel Ángel Mancera y su secretario de seguridad pública Jesús Rodríguez Almeida son responsables de las lesiones, intimidaciones, detenciones arbitrarias, retenciones, faltas al debido proceso y agresiones contra periodistas y defensores de derechos humanos por parte de sus policías, acreditadas con exactitud en la Recomendación 7/2013 de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y en reportes de organizaciones como Artículo 19 y el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez. Casos reiterados a lo largo de casi un año de frecuentes movilizaciones y que han aumentado la reticencia en la opinión pública a entregar más herramientas legales a un gobierno que ha sido incapaz de investigar y sancionar a la inmensa mayoría de los autores de actos violentos, sean servidores públicos o no.
Nadie puede estar en contra de que se castigue a quienes causen un daño a comercios, transeúntes, policías o mobiliario urbano. La cuestión está en que las autoridades investigan poco o investigan mal; en que las detenciones parecen ejercicios de cacería; en que la mayoría de las personas sometidas sufren una serie de vejaciones por parte de quienes deberían protegerlas. Por ello, las herramientas legales no deben dar margen alguno para su aplicación discrecional.
Por ello, encuentro dos problemas principales de esta contrarreforma.
El primero, que ya existen suficientes tipos penales, y bastante severos, que podrían aplicarse a los agresores durante las marchas. Circulan infinidad de videos y fotografías de casos en que podrían imputárseles lesiones, ultrajes a la autoridad, robo con violencia, daños a propiedad de la nación, uso de sustancias inflamables o explosivos, resistencia a la autoridad, entre otros, a los ciudadanos. Del lado de los policías, podría sancionarse abuso de autoridad, uso ilegítimo de la fuerza pública, detención arbitraria, tortura, entre otros.
El segundo, que se atenta contra el principio de igualdad ante la ley de dos maneras. Por un lado, se daría una pena mayor a quien comete un delito en una protesta de la que recibiría alguien fuera de un contexto de concentración pública. Por el otro, el ciudadano común recibiría un castigo más severo por una misma conducta que podría cometer un elemento policiaco: la paradoja es que el servidor público voluntariamente ha aceptado una función, opera bajo una normatividad específica y es pagado por el erario, por lo que tiene la obligación doble como ciudadano y como autoridad. En el siguiente cuadro se apreciará tal desproporción de acuerdo a las penas máximas que admite el Código Penal del Distrito Federal:
Delito
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Años máximos de pena de prisión para
quien cometa el delito en el desarrollo de marchas, concentraciones,
manifestaciones, conmemoraciones, mítines o cualquier evento público
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Años máximos de pena de prisión con
agravante para servidor público que cometa el delito
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Lesiones que pongan en peligro la vida
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12
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8 (no existe agravante)
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Robo
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16
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16 (agravante no excluyente de otras)
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Daño en propiedad ajena
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10.5
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7 (no existe agravante)
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consecuencia, el manifestante enfrentará, además del riesgo a la violencia común o el abuso de autoridad, una inequidad ante el Estado y ante el resto de la sociedad. Amenaza que se dirige por igual a quien expresa críticas, a quien levanta pancartas, a quien reparte propaganda, a quien documenta los acontecimientos o a quien observa, pero también a quien roba una tienda sin convicciones políticas, a quien canaliza su rabia hacia las autoridades con tubos o cadenas, a quien prepara artefactos explosivos o a quien simplemente el Estado le inspira bastante ofensas.
Los reclusorios son la repuesta del Estado a estas personas, jóvenes en su mayoría, que no tienen acceso a servicios básicos o de salud, que han dejado los estudios, que no tienen opciones de participar políticamente, que sufren explotación laboral o discriminación. Cárceles, por cierto, que la CNDH afirma están en un 65% controladas por un “autogobierno” de presos y bandas del crimen organizado, quienes podrán extorsionar, reclutar, herir y hacer perder toda esperanza a los nuevos reos.
Si Santana, Padierna y compañía piensan que ese tosco zurcido al Código Penal va a saciar esa sed conservadora de saturar las prisiones, ¿están seguros de que quieren condenas homólogas en prisiones similares a personas sentenciadas por multihomicidios, secuestros o violaciones que a jóvenes en conflicto con la ley, a pandilleros violentos contratados por grupos políticos, a extremistas con convicciones, a perseguidos políticos y a saqueadores de ocasión? ¿Qué oportunidad, qué enseñanza ofrecen a las y los jóvenes para que asuman su responsabilidad de actuar con civilidad y respeto?
Aumentar sanciones hasta cierto margen puede provocar algún grado de inhibición de ciertos delitos. Sin embargo, no puede hacerse un estudio confiable del efecto de tipos penales que no suelen aplicarse con justicia. Menos aun, garantizar que la ejecución de las sentencias por estos delitos se realice con respeto a los derechos humanos.
Si a los ultras, profesores, sindicalistas, “anarquistas”, “pseudoestudiantes” y radicales se les ha exhibido y convertido en enemigos públicos por los medios de comunicación dominantes, ¿qué más da encerrarlos por décadas en una prisión?, deben pensar las y los asambleístas en su fuero interno. Si está en riesgo el proyecto progresista en la ciudad ¿por qué no empezamos por desincentivar el ejercicio de los derechos a la expresión, manifestación, reunión y asociación, para que se haga menos notorio?
En la época dorada del populismo penal, tal parece que muchos quisieran regresar a la época del castigo público, o peor aún, a los tormentos que Foucault consideró superados. Impedirlo está en manos de las capitalinas y los capitalinos; de nadie más, pues poco cabe esperar de quienes han ocupado como su propiedad, y están demoliendo, una ciudad construida democráticamente.
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