AUTOR: DENISE DRESSER.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Bravo por Jalisco que finalmente se dispone a legislar las “uniones libres”. Bravo por los estados que están considerando hacerlo. Bravo por el Distrito Federal, donde las lesbianas y los homosexuales y los bisexuales y los transgénero han logrado empujar su causa. Empujar su agenda. Empujar las fronteras de lo posible.
Ahora en el Distrito Federal –desde 2009– los gays pueden contraer matrimonio, obtener plenos derechos parentales y tener acceso a una legislación específica de género. Y todo eso es bueno no sólo porque satisface demandas milenarias de justicia, sino porque vuelve a México un país menos discriminatorio y más tolerante. Menos homofóbico y más democrático.
Ya existe una Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación. Ya existe el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación. Ya hay dos legisladoras abiertamente lesbianas en el Congreso federal. Ya un hombre reconocidamente homosexual ocupa un puesto público en el estado de Nuevo León. Como argumenta Genaro Lozano en su texto The Battle for Marriage Equality in Mexico, 2001-2011, el país parece estar viviendo una “revolución” en favor de la inclusividad.
Pero no ha sido fácil. Este cambio sísmico es producto de múltiples factores –sociales, económicos y políticos– que México ha experimentado en las últimas dos décadas. La transición electoral del 2000 jugó sin duda un papel en torno a los derechos de las minorías, llevándolos a lo que Lozano llama “el círculo pequeño del debate”: candidatos presidenciales, partidos políticos, los medios de comunicación masiva, formadores de opinión pública. Actores que antes no se habían involucrado en el tema comenzaron a hacerlo. En la medida en que el país se democratizó, también cuestionó, también preguntó, también se abrió.
Con la resistencia de los actores de siempre. Felipe Calderón, quien solicitó que la Suprema Corte revisara la constitucionalidad del matrimonio gay en el DF. La Iglesia católica, que aplaudió su decisión. El estado de Yucatán, que reformó su Constitución en 2009 para definir el matrimonio como la “unión entre un hombre y una mujer”. La contrarreforma existe. Está allí. Muchos la impulsan y será responsabilidad de los progresistas del país resistir sus pulsiones, sus intentos por modificar las Constituciones locales y su repudio a lo que ya está ocurriendo en el Distrito Federal. Según información proporcionada por el Registro Civil Mexicano, más de mil 371 parejas del mismo sexo se han casado legalmente desde marzo de 2010, y 900 parejas del mismo sexo han formalizado sus relaciones a través de las llamadas “sociedades de convivencia”.
Esta “revolución” ha tenido lugar en un país machista, sexista, intolerante. Un país donde el hombre debe ocupar su lugar y la mujer el suyo. Un país donde Jorge Negrete orgullosamente cantó: “Ay Jalisco, Jalisco, Jalisco, tus hombres son muy machos y son cumplidores. Valientes y ariscos y sostenedores, no admiten rivales en cosas de amores¨. Ante ese avasallamiento cultural, los matrimonios del mismo sexo han salido del clóset en un entorno que celebra la masculinidad. Que ensalza a los hombres en su papel de proveedores. Que ata a las mujeres al cuidado del hogar. Que no sabe exactamente cómo reaccionar frente al hecho de que las lesbianas y los homosexuales y los bisexuales y los transgénero están –cada vez más públicamente– retando los estereotipos de la familia tradicional en México.
Todos los días un homosexual es ridiculizado en México. Todos los días una lesbiana es humillada en México. Todos los días un afeminado es maltratado en México. Todos los días una mujer “machorra” es acosada en México. Las actitudes homofóbicas continúan a pesar de que la ley avanza gradualmente para penalizarlas. Según una encuesta nacional de 2010 realizada por el Conapred, 70% de los consultados piensan que los derechos de las lesbianas-gays-bisexuales-trasgénero no deben ser respetados. El 67.3% cree que no se les debe permitir adoptar niños. Afortunadamente, conforme pasa el tiempo estos números preocupantes van a la baja.
Y el entorno va cambiando –a pesar de partidos pusilánimes y políticos acobardados– porque a lo largo del mundo la alianza lesbianas-homosexuales-bisexuales-transgénero ha logrado desarrollar una narrativa exitosa. Una narrativa que coloca su lucha en el centro de la batalla por los derechos. El derecho de pasar de un estatus subordinado a una ciudadanía plena. El derecho a que los temas de sexualidad e intimidad formen parte de la agenda de una democracia completa. El derecho a exigir una transformación cultural de la sociedad en la que viven.
Una sociedad en la que muchos siguen argumentando que el mejor interés del niño es tener un hogar con una mamá y un papá. En la que muchos siguen creyendo que niños criados por parejas del mismo sexo tienen problemas psicológicos. En la que muchos –adoctrinados por la Iglesia católica– siguen pensando que se “ataca la sacrosanta institución del matrimonio”. Todas estas posiciones, más basadas en la ideología que en la ciencia, más producto del prejuicio que del conocimiento, más resultado de lo que ha dicho un jerarca que en lo que piensa alguien por su propia cuenta.
Al final del día, en una decisión histórica, la Suprema Corte ha redefinido lo que significa ser una familia en México, y para bien. Permitiendo así lo que ocurre en el Distrito Federal y más allá.
Sin embargo, la lucha no ha terminado. En el Distrito Federal, las parejas del mismo sexo no tienen acceso a la seguridad social de la que gozan las parejas heterosexuales. El IMSS y el ISSSTE funcionan como si los matrimonios gay no tuvieran validez. Se han ganado algunas batallas, pero todavía falta un buen trecho por recorrer para que las lesbianas y los homosexuales y los bisexuales y los transgénero sean vistos como ciudadanos de cuerpo entero. Como mexicanos con derechos plenos. Como personas cuyas preferencias sexuales merecen ser respetadas y no atacadas. Como miembros de lo que Elías Canetti llamaba “la provincia humana”.
Ya existe una Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación. Ya existe el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación. Ya hay dos legisladoras abiertamente lesbianas en el Congreso federal. Ya un hombre reconocidamente homosexual ocupa un puesto público en el estado de Nuevo León. Como argumenta Genaro Lozano en su texto The Battle for Marriage Equality in Mexico, 2001-2011, el país parece estar viviendo una “revolución” en favor de la inclusividad.
Pero no ha sido fácil. Este cambio sísmico es producto de múltiples factores –sociales, económicos y políticos– que México ha experimentado en las últimas dos décadas. La transición electoral del 2000 jugó sin duda un papel en torno a los derechos de las minorías, llevándolos a lo que Lozano llama “el círculo pequeño del debate”: candidatos presidenciales, partidos políticos, los medios de comunicación masiva, formadores de opinión pública. Actores que antes no se habían involucrado en el tema comenzaron a hacerlo. En la medida en que el país se democratizó, también cuestionó, también preguntó, también se abrió.
Con la resistencia de los actores de siempre. Felipe Calderón, quien solicitó que la Suprema Corte revisara la constitucionalidad del matrimonio gay en el DF. La Iglesia católica, que aplaudió su decisión. El estado de Yucatán, que reformó su Constitución en 2009 para definir el matrimonio como la “unión entre un hombre y una mujer”. La contrarreforma existe. Está allí. Muchos la impulsan y será responsabilidad de los progresistas del país resistir sus pulsiones, sus intentos por modificar las Constituciones locales y su repudio a lo que ya está ocurriendo en el Distrito Federal. Según información proporcionada por el Registro Civil Mexicano, más de mil 371 parejas del mismo sexo se han casado legalmente desde marzo de 2010, y 900 parejas del mismo sexo han formalizado sus relaciones a través de las llamadas “sociedades de convivencia”.
Esta “revolución” ha tenido lugar en un país machista, sexista, intolerante. Un país donde el hombre debe ocupar su lugar y la mujer el suyo. Un país donde Jorge Negrete orgullosamente cantó: “Ay Jalisco, Jalisco, Jalisco, tus hombres son muy machos y son cumplidores. Valientes y ariscos y sostenedores, no admiten rivales en cosas de amores¨. Ante ese avasallamiento cultural, los matrimonios del mismo sexo han salido del clóset en un entorno que celebra la masculinidad. Que ensalza a los hombres en su papel de proveedores. Que ata a las mujeres al cuidado del hogar. Que no sabe exactamente cómo reaccionar frente al hecho de que las lesbianas y los homosexuales y los bisexuales y los transgénero están –cada vez más públicamente– retando los estereotipos de la familia tradicional en México.
Todos los días un homosexual es ridiculizado en México. Todos los días una lesbiana es humillada en México. Todos los días un afeminado es maltratado en México. Todos los días una mujer “machorra” es acosada en México. Las actitudes homofóbicas continúan a pesar de que la ley avanza gradualmente para penalizarlas. Según una encuesta nacional de 2010 realizada por el Conapred, 70% de los consultados piensan que los derechos de las lesbianas-gays-bisexuales-trasgénero no deben ser respetados. El 67.3% cree que no se les debe permitir adoptar niños. Afortunadamente, conforme pasa el tiempo estos números preocupantes van a la baja.
Y el entorno va cambiando –a pesar de partidos pusilánimes y políticos acobardados– porque a lo largo del mundo la alianza lesbianas-homosexuales-bisexuales-transgénero ha logrado desarrollar una narrativa exitosa. Una narrativa que coloca su lucha en el centro de la batalla por los derechos. El derecho de pasar de un estatus subordinado a una ciudadanía plena. El derecho a que los temas de sexualidad e intimidad formen parte de la agenda de una democracia completa. El derecho a exigir una transformación cultural de la sociedad en la que viven.
Una sociedad en la que muchos siguen argumentando que el mejor interés del niño es tener un hogar con una mamá y un papá. En la que muchos siguen creyendo que niños criados por parejas del mismo sexo tienen problemas psicológicos. En la que muchos –adoctrinados por la Iglesia católica– siguen pensando que se “ataca la sacrosanta institución del matrimonio”. Todas estas posiciones, más basadas en la ideología que en la ciencia, más producto del prejuicio que del conocimiento, más resultado de lo que ha dicho un jerarca que en lo que piensa alguien por su propia cuenta.
Al final del día, en una decisión histórica, la Suprema Corte ha redefinido lo que significa ser una familia en México, y para bien. Permitiendo así lo que ocurre en el Distrito Federal y más allá.
Sin embargo, la lucha no ha terminado. En el Distrito Federal, las parejas del mismo sexo no tienen acceso a la seguridad social de la que gozan las parejas heterosexuales. El IMSS y el ISSSTE funcionan como si los matrimonios gay no tuvieran validez. Se han ganado algunas batallas, pero todavía falta un buen trecho por recorrer para que las lesbianas y los homosexuales y los bisexuales y los transgénero sean vistos como ciudadanos de cuerpo entero. Como mexicanos con derechos plenos. Como personas cuyas preferencias sexuales merecen ser respetadas y no atacadas. Como miembros de lo que Elías Canetti llamaba “la provincia humana”.
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