FUENTE: PROCESO.
AUTOR: JOSÉ GIL OLMOS.
MÉXICO, D.F. (apro).- En Michoacán hay 10 mil integrantes de los grupos de autodefensa ciudadana, otros 10 mil de los Caballeros Templarios, unos 10 mil más de la Policía Federal y el Ejército y todos conviven peligrosamente en el mismo territorio minado por la violencia.
La paz en Michoacán bien podría decirse es una paz armada en la que todos los días, desde hace años, hay civiles muertos, heridos y desaparecidos, resultado de una estrategia oficial de guerra fallida contra el crimen organizado.
En esta entidad –clave para el crimen organizado por su salida al Pacífico a través del puerto de Lázaro Cárdenas y su producción de mariguana, goma de opio y drogas sintéticas— es evidente la ingobernabilidad y la crisis de Estado que ha fallado por una estrategia errónea implantada desde el año 2006 por el gobierno panista de Felipe Calderón y que ahora sigue el priista Enrique Peña Nieto.
Al recorrer los caminos de la entidad, sobre todo hacia Tierra Caliente, el escenario es desolador: camiones y autos quemados, retenes y barricadas construidas con costales de arena en las entradas de algunas ciudades; pelotones de soldados fuertemente armados a bordo de camiones transitando por las carreteras; grupos de policías federales con el rostro tapado para que los sicarios no los reconozcan; niños y jóvenes con los ojos alquilados al crimen organizado por dos mil pesos; negocios, casas y hospitales cacarizos de las balas que les soltaron como si fueran el enemigo; ciudadanos con armas en las manos defendiendo su seguridad y la de su familia; ataúdes de hombres que no debieron morir.
También se ve a un gobernador viejo, cansado, enfermo que no puede salir a caminar en su estado porque teme por su vida y se hace acompañar de decenas de hombres armados con rifles de asalto; presidentes municipales y policías estatales coludidos con el crimen organizado.
El paisaje michoacano ya no es el de aquellos campos algodoneros, de árboles frutales, de limones verdes y aguacates de exportación, de lagunas extensas y volcanes nevados, ahora es de batallas cotidianas entre aquellos que quieren seguir imponiendo su ley de terror y los que se rebelaron a este imperio de sangre y fuego tomando las armas en sus manos.
En la colonia Allende de la ciudad de Antúnez, municipio de Parácuaro, una casa hecha de madera maltrecha, piso de tierra y techo de láminas de cartón, es visitada por los vecinos que miran el ataúd de Rodrigo Benítez Pérez de 25 años quien murió por los disparos de los soldados que pretendían quitarle las armas a los grupos de autodefensa ciudadana que llegaron ahí hace apenas dos días para liberarlos del yugo criminal.
Su muerte quiso ser ninguneada por el gobierno federal que insistió en rechazar su existencia. La madre del joven recolector de limones no deja de llorar pidiendo justicia para su hijo que quiso ahuyentar al militar a gritos recibiendo a cambio una bala que el gobierno quiere declarar inexistente.
Los ataúdes de Rodrigo y de Mario Pérez forman parte de este paisaje de guerra que los michoacanos siguen mirando todos los días, donde muere uno de ellos a diario por la ola de violencia que el ultimo año se llevo a casi mil civiles.
La crisis de Estado es una realidad en Michoacán. Aquí no importan las reformas que el gobierno de Enrique Peña Nieto blandea como el estandarte de modernidad de México. A pesar de los miles de policías y soldados, el crimen organizado mantiene intactas sus redes de poder, tan es así que ninguno de sus líderes ha sido detenido y se pasean libremente por los pueblos que controlan con su propia ley de terror y muerte.
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