FUENTE: LOS ANGELES PRESS.
AUTOR: Francisco Bedolla Cancino.
Si se hiciera un meticuloso intento de detección de las fortalezas distintivas de las 15 personas que ocuparon el cargo de consejero(a) dentro del consejo electoral del Instituto Federal Electoral en el periodo posterior a la reforma electoral de 2007, salvo alguna honrosa excepción, seguramente la integridad brillaría por su ausencia.
Lamentablemente, la moralidad de las decisiones y los actos de estos funcionarios públicos distan mucho de estar a la altura de los grados académicos y las trayectorias profesionales que éstos y quienes les promovieron pomposamente ostentaron.
Por desgracia para estos quince consejeros, pero especialmente para los consejeros designados de acuerdo al método escalonado de relevo (Leonardo Valdés, Marco Antonio Baños, Benito Nacif, Macarita Elizondo, Francisco Guerrero, Alfredo Figueroa, María Marván, Lorenzo Córdoba y Sergio García), el ejercicio de las facultades para administrar el nuevo modelo arbitral de comunicación, competencia política y sanción exigía de dos ingredientes básicos: uno, apego irrestricto de su actuación a principios ético-morales (el Código de Ética o de Conducta que no se atrevieron a forjar), que posibilitaría la despersonalización de las decisiones y la reducción de las presiones de los partidos políticos; y dos, un esquema de liderazgo consensual que ofreciera certeza a los consejeros electorales, todos, de que no habría sesgos en los acuerdos y resoluciones del Consejo General a favor ni en contra del partido político al que le debían su actual encargo.
Particularmente, el desafío de forjar un liderazgo transpartidista dentro del Consejo General, tanto por su investidura de presidente del Consejo como por la amplitud de sus facultades y recursos institucionales disponibles, correspondía a Leonardo Valdés. Por desgracia para el IFE, sus reconocidas dotes de gourmet y catador sobrepasaron con mucho a sus dudosas capacidades gerenciales y de conducción política.
Así, cual burócrata de quinta, se dedicó a ejercer palaciegamente sus facultades y a designar funcionarios útiles a su fascinación por el culto a su persona y no al cumplimiento de sus responsabilidades institucionales. He aquí la clave del bajo perfil y los magros resultados del desempeño de los actuales directores ejecutivos y de los coordinadores de las unidades técnicas de apoyo.
Y en lo concerniente al fracaso de impulsar una forma y hasta un estilo íntegro de decisión, mucho tienen que ver los dos consejeros que acompañaron a Valdés en la terna inicial de relevo escalonado: Marco Antonio Baños y Benito Nacif. De hecho, la triste historia de la reforma electoral de 2007 les tiene reservado un lugar especial, y no propiamente como héroes o paladines de la democracia, porque respectivamente les tocó impulsar los acuerdos sintomáticos del inicio de la nueva era del arbitraje electoral y del fin del Instituto Federal Electoral.
En el balance histórico, Baños será recordado por el episodio del banderazo inicial de la sujeción del árbitro electoral a los designios de la las televisoras, mediante su inopinada decisión de promover el sobreseimiento (la inacción) del IFE frente a la ostensible y declarada estrategia de rebelión coordinada de aquellas de ajustarse a las pautas de difusión de los mensajes de los partidos políticos y, contrario a ello, haber interrumpido un sábado en la tarde la transmisión de sendos partidos de fútbol, mediante la argucia de que estaban acatando la instrucción del IFE y con la abierta intencionalidad de provocar la irritación social en contra de la autoridad electoral. Luego de eso, la historia de la relación entre el árbitro y las televisoras es conocida: éstas indican y aquél obedece.
Y en el mismo balance, Nacif será recordado por el episodio de su singularidad proactividad para impulsar el desechamiento, por infundado, de las quejas por la compra-venta de votos, a través de las tarjetas de Soriana, bajo el leguleyo e imaginativo argumento analógico de que si bien tiene la autoridad electoral “tiene la pistola”, no se cuenta con “el cuerpo del delito”.
Ambos episodios resumen a la perfección el perfil de actuación del árbitro electoral legado por la reforma electoral de 2007 y ofrecen las pistas explicativas de su fracaso.
El común denominador de ambos episodios es la búsqueda afanosa de ángulos de interpretación jurídica para escamotear la verdad material del secuestro del interés púbico democrático y violentar el espíritu de la reforma de 2007. Baños y Nacif, así, se negaron a observar; pero aún, menospreciaron olímpicamente los severos indicios de lo que para el público era punto menos que evidente: la vulneración sistemática de la autoridad del árbitro electoral y de la equidad en las condiciones de la competencia electoral.
Entre utilizar el derecho como plataforma para erigirse como abogados del interés público democrático o utilizarlo como escudo para no actuar, optaron por lo segundo. De este modo, contribuyeron a materializar el escenario hoy prevaleciente de un estado de derecho opuesto a la democracia.
El desempeño de los 15 consejeros en el lapso posterior a la penúltima reforma queda a la espera del juicio de la historia. Menos incierto que ello resulta el hecho de que el IFE, como los consejeros mismos, especialmente los últimos cuatro, saldrán inexorablemente del régimen por la puerta de atrás. Ese será su legado. Interesante y saludable para todos resultaría que Baños y Nacif, especialmente, nos regalaran en los meses por venir las razones de su cuestionable andar por el Consejo General en los poco más de seis años de actuación.
Mi hipótesis, como la de muchos amantes de la democracia, es que sus respectivas versiones serían el mejor elemento de prueba de que la carencia de integridad ético-moral sería su signo distintivo.
En tanto eso sucede (o no), cobra pertinencia la integración de lo que será el máximo órgano de dirección del Instituto Nacional de Elecciones.
Más allá del novedoso procedimiento de reclutamiento y selección, que involucra a la Comisión de Derechos Humanos, al IFAI y a la CONEVAL, la cuestión es si alguna relevancia tendrá buscar en los perfiles de los aspirantes indicadores de su integridad y fortaleza de principios o si, por el contrario, se reiterará la probada y fracasada receta de auscultar sólo los grados académicos y las trayectorias profesionales.
Los imperativos del naciente INE ya están aquí y recuerdan mucho más a los de la desconfianza generalizada de los años iniciales del IFE que a los de su prestigio cosechado tras sus primeras tres elecciones. Cual junior descontrolado, las últimas camadas de consejeros malgastaron la menguada confianza institucional que había. Y, como ya se sabe, un árbitro electoral que no goza de confianza, es un árbitro inútil.
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