FUENTE: REVOLUCIÓN 3.0/ REVISTA Hashtag
(31 de marzo, 2014).- Como es de todos conocido la idea de democracia moderna parte de un principio fundamental: la soberanía debe radicar en el pueblo. Sin embargo, la difícil cuestión de traducir este principio en la materialidad de las decisiones gubernamentales ha sido motivo de múltiples debates. Con todo, la mayoría de las naciones occidentales ha recurrido a la noción de representatividad en su afán de trasladar la voluntad popular al ámbito de las decisiones políticas.
En buena medida el desarrollo político del siglo XX mostró las limitaciones de lo que se ha dado en llamar democracia representativa. Desde los años 60 esas limitaciones obligaron a pensar nuevos mecanismos que, de manera más tangible, pudieran traducir esa voluntad en la toma de decisiones políticas.
Sin duda, fue con este objetivo que, desde el ámbito académico, se intento echar mano del concepto de opinión pública, entendida como el resultado de discusiones informadas por parte de la ciudadanía en torno a los asuntos públicos.
La idea fundamental de quienes reivindicaban esta noción consistía en afirmar que la subsistencia del principio que hace del pueblo el legítimo detentor de la soberanía, además de los mecanismos institucionales existentes, requeriría que las sociedades promovieran una opinión pública capaz de presionar constantemente a los representantes populares a fin de que sus decisiones emanaran de las deliberaciones de aquella.
Sin embargo, sucede que en un mundo mediatizado como el nuestro la existencia de una opinión pública con las características señaladas depende inevitablemente del tipo de información que los medios masivos decidan transmitir. Con ello, nos localizamos en el nudo gordiano de las democracias contemporáneas ya que, si lo dicho es verdad, la condición de posibilidad de una democracia que haga valer la soberanía popular –una democracia auténtica- supone la existencia de una opinión pública informada, pero ésta, a su vez, depende de la decisión de medios de comunicación que, generalmente, están sustentados en un régimen de propiedad privada y se orientan por fines de lucro.
Así, una de las contradicciones consustanciales a las sociedades contemporáneas es que la condición que garantizaría la posibilidad de una democracia auténtica depende de empresas privadas con fines de lucro, las cuales, en última instancia, pueden decidir de acuerdo a sus propios criterios qué visibilizar y qué invisibilizar, qué promover y qué censurar, qué enfoques validar y cuales deslegitimar.
Ante este conflicto, la perspectiva liberal aparentemente progresista supone que la libre competencia es sinónimo de pluralidad y, con ella, de libertad de expresión. Por lo que bastaría con la elaboración de un marco jurídico capaz de garantizar la competitividad empresarial para solucionar estructuralmente el problema que representan las telecomunicaciones. Los supuestos de esta perspectiva son varios,pero quizás el que salta a la vista de forma más inmediata es el siguiente: si es verdad que la libre competencia supone mayor pluralidad, ésta última se sigue circunscribiendo al estrechísimo grupo de inversores capaces de montar una empresa mediática.
Lo cual, evidentemente, no supone una superación real de la contradicción referida líneas atrás, sino, en el mejor de los casos, un eficaz revulsivo para el desarrollo económico y, en el peor, la reorganización de un jugoso negocio para los miembros de una restringida oligarquía En cualquiera de los dos escenarios la preocupación central nada tiene que ver con la implementación de mecanismos destinados a materializar la soberanía popular y, por consiguiente, no responden a vocación democrática alguna
En esencia, la reforma en telecomunicaciones promulgada en junio de 2013 respondía a la visión liberal recién mencionada, aquella que aborda el problema de las telecomunicaciones como un asunto de corte empresarial capaz de se solventado en términos mercantiles; sin embargo, la insistencia de algunos grupos de la sociedad civil fue capaz de incorporar escasas e insuficientes pinceladas democráticas. Son esas pinceladas las que la propuesta de leyes secundarias presentada por el ejecutivo parece borrar por completo haciendo del ya de por sí limitado intento de democratizar los medios una completa simulación.
Es urgente, por tanto, abrir una extensa discusión sobre el tema en donde quepa la sociedad en su conjunto, de otra manera, la agenda en telecomunicaciones seguirá siendo, como hasta ahora, botín de algunos grupos empresariales y moneda de negociación por parte de políticos preocupados por sus ambiciones personales o de grupo.
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