AUTOR: DENISE DRESSER.
MÉXICO, D.F: Si el carácter de un país se mide por la forma en la que trata a sus enemigos y a sus prisioneros, el carácter de México está corrompido. Corroído. Carcomido. Producto de años de autoritarismo dedicados a espiar, vigilar, perseguir, torturar. En las calles y en las cárceles y en los Ministerios Públicos y en los juzgados y en todos los sitios donde el poder debería ejercerse con prudencia pero se impone con violencia.
Para castigar y romper. Para humillar y deshumanizar. Para que nadie, nunca, hable contra las autoridades. Para convertir al torturado en un ejemplo aterrorizado que nunca más volverá a alzar la voz. Para usar el efecto demostración como una medida de intimidación. Para torturar como una manera de gobernar.
Nos hemos convertido en un país en el cual la tortura no es un hecho aislado, sino una costumbre. Un país en el cual aquellos que son detenidos o se oponen al gobierno o son clasificados como presuntos culpables acaban golpeados. O insultados. O desnudados. O aislados. Sin acceso a la protección que debería ofrecer la ley, y que no está garantizada a pesar de la celebrada transición a los juicios orales.
A pesar de la evolución a un sistema de justicia más transparente que –prometieron– iba a evitar todos los incidentes de tortura. Pero no ha sido así. Como lo revela el artículo de Roberto Hernández Juicio a los juicios orales, publicado en la revista Nexos, los datos exponen algo que debería alarmar pero que muchos insisten en minimizar.
El hecho de que aun con juicios orales en el Estado de México, la tortura continúa. El hecho de que aun con juicios orales, 71.2% de los reos encuestados reportó haber sido insultado, 68% dijo haber sido humillado, 67.2% declaró haber sido aislado; el hecho de que 64.8% denunció haber sido obligado a pararse frente a una pared; el hecho de que 62.4% afirmó haber sido golpeado con los puños; el hecho de que 60.8% aseguró haber recibido manotazos en el pecho; el hecho de que 60.0% planteó que lo habían pateado; el hecho de que 48.0% manifestó haber sido obligado a desvestirse; el hecho de que 43.3% expuso que lo habían esposado a una silla; el hecho de que 43.2% expresó que fue privado de alimento. Cifras que evidencian la barbarie. Cifras que encogen el corazón. Cifras que revelan lo que ocurre todos los días cuando alguien es apresado o interrogado o detenido.
Mientras tanto, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos menciona una disminución de la tortura en 30% entre 2012 y 2013. El año pasado sólo recibió mil 506 casos, comparados con 2 mil 113 en el 2012. El gobierno de Enrique Peña lo celebró. Fueron menos, se nos dijo en tono triunfalista. Las cifras bajaron, se nos informó con algarabía. El trabajo de prevención, capacitación y supervisión que desarrolló el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura en México funcionó, nos asegura alegremente la CNDH. Pero en realidad lo que sucede es que el número de quejas no refleja lo que ocurre a nivel nacional, ya que el organismo sólo recibe quejas que vinculan a autoridades federales, y hay múltiples casos de tortura que no son denunciados y múltiples casos que involucran a los estados y a los municipios. Las quejas presentadas no reflejan la realidad allá afuera, en los retenes y en las patrullas y en los campos vacíos, y en los montes y en los cuartos resguardados. La cantidad de denuncias ante la CNDH no sirven como instrumento de medición de la incidencia de tortura. Las cifras triunfalistas de la CNDH no coinciden con lo que advierten las organizaciones no gubernamentales –nacionales e internacionales– que demuestran un aumento en 500% de los casos de tortura en el sexenio de Felipe Calderón. Así como la continuidad y persistencia de esta práctica en el gobierno de Enrique Peña Nieto.
Y para prevenir la tortura no bastan las visitas a instalaciones de reinserción social, a las agencias del Ministerio Público, a las cárceles municipales, a los separos de seguridad pública, a los centros de detención para adolescentes, a los albergues para víctimas del delito, a las áreas de detención de hospitales, a las instituciones psiquiátricas, a las estaciones migratorias. Mientras muchas detenciones se practiquen sin orden judicial y muchas personas sean aprehendidas sin pruebas –sobre todo en comunidades pobres y marginadas– la política de violar los derechos humanos más básicos persistirá. Mientras no haya reglas y normas y leyes que regulen la acción de la policía, el maltrato continuará. Mientras las fuerzas de seguridad actúen con la más absoluta impunidad, la tortura persistirá. Mientras el Estado mexicano siga creyendo que es legítimo manufacturar culpables para demostrar su eficacia, el abuso existirá. Mientras las cárceles puedan ser llenadas por personas que confiesan bajo tortura y se autoinculpan, los empellones y los golpes y las patadas seguirán ocurriendo. Mientras los interrogatorios no sean videograbados, la agresión por parte de la policía prevalecerá.
Por ello la importancia de tomar con seriedad las recomendaciones recientes de Amnistía Internacional e instrumentarlas. Por ello la necesidad de escuchar las críticas que formula el relator de las Naciones Unidas sobre el tema de la tortura y atenderlas. Por ello el imperativo de que el propio Estado mexicano reconozca la gravedad de la situación y el papel que las agencias de seguridad juegan en producirla. Por ello la urgencia de reaccionar ante los resultados de una encuesta reciente en la cual 64% de las personas tienen miedo a ser víctimas de tortura en caso de ser detenidas. Porque los mexicanos saben lo que suele ocurrir en ese vacío que surge entre el momento de la detención y la puesta a disposición de las autoridades. Porque temen lo que suele darse ante la prevalencia de ciertas figuras que incentivan el uso de la tortura, como el arraigo y la aplicación laxa de la detención bajo flagrancia. Porque se vuelven víctimas con demasiada frecuencia de deficiencias en la aplicación del Protocolo de Estambul para la detección de señales de tortura. El Estado mexicano lastima, y lo sigue haciendo con impunidad.
Y hay algunos que celebran las fotografías de detenidos que son golpeados por la policía o agredidos por el Ejército. Argumentan que se lo merecían. Vociferan que la violencia se vale contra los criminales aunque aún no hayan sido sometidos a un juicio que constate su condición. Insisten en que es necesario proteger los derechos de las víctimas, no de los victimarios, arbitrariamente declarados como tales. Violando con esa postura el derecho de cualquier mexicano a un debido proceso. El derecho a la presunción de inocencia hasta que se demuestre lo contrario. El derecho a ser detenido sin ser golpeado. El derecho a ser interrogado sin ser pateado. El derecho a ser enjuiciado sin una confesión extraída bajo tortura. El derecho a creer que el carácter corrompido del Estado mexicano produce inquisidores, pero que el carácter democrático de sus ciudadanos los frenará.
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