FUENTE: LA JORNADA.
AUTOR: ANTONIO HERAS.
Bandas de menores proliferan en las inmediaciones de escuelas públicas de Mexicali. Asaltan a los estudiantes, les venden estupefacientes o los presionan para que se unan a ellos. Llamar a la policía es inútil; sólo acude para advertir que necesita denuncia formal: maestro.
Con la mano izquierda lanzó un dado de plástico, como si quisiera zafarse de una espiral que giraba con su propia suerte y con el deseo que los minutos pasaran rápidos, silentes en medio de jaculatorias que repetía en su mente, para evitar el dolor en su cuerpo, núbil hasta ese día. Cuatro, ése fue el número de su suerte.
Tragó saliva y miró la hilera de adolescentes formados en espera de su turno, del momento para obtener el premio y marcarla como integrante de la clica (pandilla). Esa fue su génesis de mujer, de hembra de su barrio en el fraccionamiento Ángeles de Puebla.
Lupita habita en este fraccionamiento, identificado por los gobiernos de Mexicali y de Baja California como una de las zonas de más alta incidencia delictiva, situada en los suburbios al sur de la mancha urbana, limítrofe con el Valle de Mexicali y construida durante la explosión de los desarrollos habitacionales en el país, a principios de este siglo.
Fuera de las escuelas estatales, los pandilleros se pasean a sus anchas, en la impunidad que les brinda la indiferencia de las autoridades o, en su caso, el temor.
Morena y delgada, Lupita aceptó la invitación –acoso y amenazas de por medio– de pertenecer a una pandilla que tiene presencia desde su escuela hasta la calle donde ella vive con su madre. Primero fue el miedo y después la urgencia de formar parte del grupo que se apropió de un área de la ciudad y al que nada parece intimidarlo.
Un profesor de la escuela a la que acudía Lupita –cuya identidad se mantiene bajo reserva, al igual que el verdadero nombre de la menor– señaló que los profesores llaman a la policía cuando se comete algún delito, pero los agentes nunca llegan o lo hacen cuando los pandilleros ya huyeron.
Policías ministeriales acuden sólo para informar a las autoridades educativas que requieren presentar una denuncia formal para asignarle un número único de caso (NUC), como dispone el nuevo sistema de justicia penal. Los NUC sustituyeron a las averiguaciones previas y requieren flagrancia o, en su caso, una denuncia con testigos.
Amenazan a los alumnos, les venden drogas, los golpean y los integran a sus pandillas, sin que podamos hacer nada, aseguró el profesor, quien recordó varias historias, entre ellas la de una niña que abandonó la escuela porque dos de sus compañeros amenazaron con secuestrarla y violarla. Denuncias y no pasa nada, comentó. La familia de la niña se mudó a otra colonia.
Uniforme con máculas
Ese día Lupita no fue a clases. En compañía de su enganchador, se dirigió a una casa abandonada para el ritual de iniciación.
Primero, la bienvenida: entre risas y frases para reforzar la importancia de pertenecer al barrio, la niña recibió en su mano derecha un dado blanco con puntos negros.
Le advirtieron que para su iniciación debía tener relaciones sexuales con el número de muchachos que el dado indicara. De uno a seis para que estés con nosotros, le dijo el líder cuando señaló de izquierda a derecha a quienes debía satisfacer después que él comenzara el rito.
Ella frotó el dado con fuerza, lo estrujó, cerró los ojos antes de tirarlo hacia el piso polvoso y sólo los abrió al escuchar el júbilo de sus acompañantes, que la agarraron de la mano para conducirla a un cuarto mugroso donde estaba un sillón desvencijado, en el cual se recostó y apenas musitó una oración.
La suerte estaba echada. Sintió el primer aguijonazo, el segundo, el tercero…
Cuando se acomodó el uniforme manchado, una lágrima le escurrió por la mejilla izquierda. La enjugó para perderse en la celebración de ser parte de una pandilla a la que perteneció durante tres años como la pareja de su líder y la de los secuaces de éste cuando el crystal les exigía desahogar sus instintos.
Su edad va con el siglo y ya es madre soltera.
Es una de las menores que tuvieron hijos en el Hospital Materno-Infantil de Mexicali, inaugurado en agosto de 2011 con una inversión de 215 millones de pesos, donde médicos y enfermeras han atendido a decenas de adolescentes de 12 años de edad que se convirtieron en madres.
Colonias tatuadas por la violencia
De mirada retadora y con la violencia tatuada en cada músculo, la mayoría de los pandilleros son menores que han adoptado ritos de iniciación: los varones están obligados a robar, a probar drogas sintéticas, a soportar golpizas, a participar en violaciones tumultuarias o en homicidios. En el caso de las mujeres, es convertirse en objetos sexuales.
En varias colonias de Mexicali, el tiempo camina lento; las pandillas son dueñas de la noche y de las calles, concesionarias de las explanadas exteriores de las escuelas, donde esperan la salida de los alumnos. Allí está el mercado cautivo, sus víctimas o los próximos miembros de su clica.
En las inmediaciones del Centro de Integración Educativa del Valle de Puebla, donde hay planteles de prescolar, primaria y secundaria, maestros y alumnos saben de la presencia de las pandillas Kirvins, Mixta y Lokos, y de su división infantil, Lokitos, integrada por adolescentes de entre 12 y 15 años de edad.
Ellos son parte de una subcultura del noroeste mexicano donde campea la impunidad al lado de la complacencia, la violencia, la complicidad, la indiferencia. Víctimas y victimarios, estos menores son pilar de una realidad que se desarrolla a 20 kilómetros del Centro Cívico de Mexicali.
La amenaza de convivir con pandillas al salir de clases se ha vuelto parte de la realidad cotidiana de los estudiantes.
Lupita entregó su cuerpo y sus sueños, pero ahora pretende alejar a su bebé de ese mundo en el cual su iniciación sexual estará determinada por un dado de plástico que gira hasta la ignominia.
No hay comentarios: