MÉXICO, D.F. (apro).- Las dictaduras militares latinoamericanas y el régimen autoritario del PRI del siglo pasado se valieron de los escuadrones de la muerte para acabar con sus opositores políticos.
Se trataba de grupos auspiciados y entrenados por agentes del Estado, civiles y militares, cuya tarea era exterminar a quienes consideraban como enemigos en su cruzada anticomunista, durante la era de la Guerra Fría.
En México, el Ejército y los civiles en el poder no fueron ajenos a esa persecución y se valieron también de la guerra sucia para acabar contra quienes habían optado por la oposición armada, aunque no sólo contra ellos. Los Halcones y La Brigada Blanca fueron dos de los grupos paramilitares creados para la defensa del régimen del PRI.
Fue una guerra sucia porque para combatirlos violaron cuanto pudieron, tanto las leyes nacionales como los principios internacionales de los conflictos. Sus métodos eran la tortura, la violación, las detenciones sin orden judicial y las ejecuciones de forma sumaria. Se cuentan por miles los detenidos desaparecidos.
Ninguno de los responsables de esos crímenes entre la década de lo sesenta y entrados los años ochenta fue castigado en nuestro país, dejando un mensaje de impunidad como impronta. Ni los jefes de esos grupos ni los militares fueron castigados. Muchos menos su jefatura política. Eran los políticos los que mandaban, los que usaban y controlaban esos aparatos.
Con el fin de la Guerra Fría, despojados de ideología, los políticos se volvieron pragmáticos. El poder político dejó de ser una disputa ideológica y el Estado se convirtió en un mero regulador del mercado. Los países se convirtieron en mercados, los pueblos en consumidores y los políticos en piezas de la oferta y la demanda.
En el mercado ilegal de las drogas, los políticos también han ido definiendo su rol. Primero empezaron a controlar a las bandas que disputaban el trasiego, participando en las ganancias. Jefes militares no han sido ajenos a esos arreglos.
Luego, también a cambio de dinero, los jefes políticos cedieron el control de la policía. Después abrieron las puertas de los ayuntamientos y en el caso de no pocos presidentes municipales acabaron siendo impuestos por la delincuencia organizada.
Fue un proceso similar al ocurrido en la relación de los narcotraficantes mexicanos con los colombianos. De meros transportistas de cocaína, los mexicanos acabaron controlando los cargamentos que salen de Colombia hacia Estados Unidos.
Del control policial y municipal por parte de la delincuencia, ya sólo hay un paso para llegar al Congreso local.
Ejemplos sobran. De ahí a las gubernaturas y al Congreso de la Unión, otro paso más. Los ejecutivos estatales y el federal tampoco han sido ajenos a esa degradación institucional que está dando lugar a un Estado mafioso.
Sólo la hipocresía explica las confrontaciones verbales de la clase política por la matanza de estudiantes normalistas de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero, a manos de una nueva clase de escuadrones de la muerte, que lo mismo actúa para el control territorial y distribución de drogas, que para acabar con los opositores de sus integrantes –ya no sólo protectores– políticos.
No hay partido político en México que desde hace lustros no haya servido a la delincuencia organizada. Gobernadores del PRI, diputados del PAN, presidentes municipales del PRD, algunos representantes del Verde, del PT y otros lo demuestran. Las siglas y cargos se pueden intercambiar y el resultado es el mismo.
Pocos han sido los políticos procesados penalmente, algunos son investigados en Estados Unidos, alguno ha muerto en enfrentamientos con el Ejército, unos más están prófugos y un número creciente ha sido asesinado o sufrido atentados, como reflejo de la inestabilidad del mercado al que han decidido entrar.
Guerrero fue el centro de la guerra sucia en México en los años sesenta y hasta entrados los años ochenta. Ahora lo es de ese nuevo tipo de escuadrones de la muerte en el que los políticos han creado una zona gris con la delincuencia organizada, en la que los poderes formales se han fundido con el poder ilegal.
Eso explica que policías municipales de Iguala hayan subido a sus patrullas a los jóvenes normalistas de Ayotzinapa y los hayan entregado al grupo delictivo de Los Guerreros Unidos, según la versión oficial, a petición de la administración del presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, a quien la autoridad identifica como miembro de esa organización delictiva.
Son los nuevos escuadrones de la muerte que actúan a la par y junto a los políticos. La ecuación se ha invertido: los parapolíticos al servicio de la violencia.
La matanza de estudiantes en Tlatelolco a manos de militares radicalizó la oposición al régimen al PRI. La masacre de 22 civiles en Tlatlaya en una acción del Ejército y la desaparición de 43 normalistas en Iguala también pueden ser el preludio de una nueva etapa de violencia.
FUENTE: PROCESO.
AUTOR: JORGE CARRASCO ARAIZAGA.
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