MÉXICO, D.F. (apro).- Tras el caso delirante y fuera de toda proporción de la desaparición y asesinato de al menos 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotizapa, Guerrero, el hallazgo de 28 cuerpos humanos en narcofosas y la confirmación de que en Iguala se construyó un narco-municipio, con un narco-alcalde fugado (José Luis Abarca), narcopolicías-sicarios y una compleja red de protección e infiltración del cártel de los Guerreros Unidos que llega hasta la administración de Angel Aguirre, y quizá hasta nivel federal, en la clase política de todos los niveles y partidos ha surgido la única certeza: Iguala se trata de una crisis de Estado.
Ahora es Iguala, pero antes fue la crisis de Michoacán, mucho antes Tamaulipas con episodios como los asesinatos masivos de migrantes en San Fernando o la ejecución del candidato priista a gobernador Rodolfo Torre Cantú y, desde el 30 de junio de este año, la ejecución sumaria de al menos 22 jóvenes en el municipio de Tlatlaya, Estado de México. A esta serie de episodios o casos sin expediente cerrado se suman muchos otros que hablan del ascenso irrefrenable hacia un narco-Estado.
No hay partido que se salve. No hay dirigente político que pueda señalar estar libre de vínculos extraños con personajes acreditados como personeros del crimen organizado. No hay nivel de gobierno que pueda lavarse las manos frente a las advertencias constantes. Sólo hay una impunidad reiterada que ha minado la credibilidad misma de la estrategia de combate a la inseguridad y a los cárteles de la droga.
En la prensa internacional el caso Iguala ha despertado las peores alertas. The New York Times, El País, Le Monde, Daily Mail, entre otros, han destacado el clima de violencia que se vive en Guerrero y la deliberada y constante evasión y omisión de las autoridades locales encabezadas por Angel Aguirre y de las federales para evitar un freno al ascenso de los Guerreros Unidos.
Algunos medios no dudan en llamarle a este episodio “la peor masacre reciente” en “un país acostumbrado a los asesinatos en masa” (The New York Times), mientras otros indican que ni siquiera el inasible discurso del primer mandatario Enrique Peña Nieto, diez días después de los sucesos, ha evitado la espiral de vergüenza.
La clase política mexicana está cimbrada, pero no atina a tomar decisiones claras y contundentes. Diez días después, el gobierno federal mandó a elementos de la Gendarmería cuando ya el alcalde y sus narcopolicías habían huído y hecho de las suyas.
El procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, tomó en sus manos el caso, cuando desde el principio hubo indicios de que se trataba de una ejecución del crimen organizado.
El dirigente perredista René Bejarano, de IDN, ahora hace pública la información que compartió desde 2013 con la Secretaría de Gobernación que encabeza Miguel Ángel Osorio Chong y con el propio mandatario estatal sobre la responsabilidad del alcalde José Luis Abarca con el homicidio del líder social Arturo Hernández Cardona.
Y Aguirre Rivero, repitiendo el episodio desastroso de la matanza de Aguas Blancas que lo llevó a ser gobernador interino en 1996, ahora repite el mismo guión de quien se lava las manos frente a su clara responsabilidad en el desgobierno: chantajea, presiona y afirma que “Aguirre no se raja”, como si él fuera la víctima y no decenas de normalistas, campesinos e indígenas que han sido sistemáticamente asesinados en su entidad durante los últimos cuatro años de su administración.
La nueva dirigencia nacional del PRD se estrena con el lamentable papel de enredar el caso para evadir que tanto el gobernador Aguirre como el alcalde Abarca fueron avalados por la corriente hegemónica conocida como Los Chuchos que domina este partido y palomea candidaturas de tránsfugas que ofrecen dinero, votos y cuotas de poder.
Guerrero está reproduciendo los pasos de la espiral de decadencia que llevaron al desgobierno en Michoacán. Hasta el cártel de los Guerreros Unidos imita las tácticas de Servando Gómez, La Tuta, y amenaza con difundir videos donde se observa a políticos “de todos los partidos” recibir sus favores.
Es, sin duda, una crisis de Estado. Y el Plan de Iguala puede ser el hundimiento o la contraofensiva de una situación que tiene a varios responsables en primera fila.
FUENTE: PROCESO.
AUTOR: JENARO VILLAMIL (ANÁLISIS)
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