Ninguneados por las autoridades, relegados siempre, los parientes de los desaparecidos también eran invisibles. Nadie los escuchaba, nadie los atendía. La brutalidad y la proyección del ataque contra los estudiantes de Ayotzinapa, empero, removió su dolor y provocó que se organizaran. Así, con sus propios medios y asumiendo el inmenso riesgo que implica, comenzaron a buscar a sus familiares por la sierra, a través de territorio narco, centímetro a centímetro. Desde que comenzaron a trabajar se han encontrado más de 60 fosas en Guerrero.
IGUALA, GRO: Incontenibles, se lanzaron al cerro así nomás, a corazón abierto, sin comida ni agua pero con uñas, manos, picos, palas, barretas, varillas, machetes, mazos, lo que tuvieron a mano, para excavar hasta dar con sus familiares desaparecidos.
Llevaban lentes oscuros, paliacates o gorras por el miedo a ser identificados, pues sabían bien que habían traspasado un territorio de sicarios. Eran unos 50 desenterradores.
“Aquí hay una fosa”, gritó el que topó con los primeros huesos. Todos se acercaron al entierro clandestino. Algunos derramaron lágrimas silenciosas; varias mujeres se abrazaron y rezaron. Ese primer día encontraron ocho cuerpos. Desde entonces no ha parado el grito de “encontré una fosa”, “otra por acá”.
Desde ese domingo 16 de noviembre, ya bajo la supervisión de la PGR, que llegó a la semana siguiente cuando vio el incontenible destapadero de fosas, en Iguala han sido recuperados 39 cuerpos de entierros clandestinos y 75 –suma de cadáveres y restos– de la fosa común del panteón municipal.
En total 63 fosas han sido inspeccionadas: sólo 16 tenían restos; las otras, basura de los campamentos de los sicarios o ropas que podrían ser de las víctimas.
Pareciera que todo se conjugó para lograr esa estampida que no cesa: la búsqueda de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala condujo al hallazgo de seis fosas con 30 cuerpos calcinados; la angustiante noticia movió a familias con hijos desaparecidos en Iguala y sus alrededores a acudir a una reunión en la iglesia de San Gerardo; ahí encontraron que eran cientos de familias con el mismo dolor, la oferta de protección de la policía comunitaria (bajo las siglas de Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, la UPOEG) para subir a buscar y el apoyo de un grupo forense (Ciencia Forense Ciudadana) que ofrecía tomar muestras de ADN.
Con ese equipo para qué necesitarían a la autoridad que nunca los había escuchado.
Hasta este momento las familias siguen peinando los cerros aledaños a esta ciudad, pese a las restricciones de la PGR, que ya no les permite excavar. Intactas las ganas de recuperar a su familiar, cada vez que ven tierra removida entierran unas varillas caseras fabricadas por herreros de Huitzuco y las golpean con un marro del que se burlan los antropólogos expertos. Al sacar el fierro le huelen la punta cual sabuesos entrenados para detectar el hedor a difunto. Luego lo vuelven a enterrar, así, centímetro a centímetro.
Esa participación conjunta que a las familias les hizo darse cuenta de que su dolor formaba parte de una estadística nacional (más de 22 mil desaparecidos), los empujó a fundarse como organización (se llaman Comité de Familias Víctimas de Desaparición Forzada) y a darse cuenta del desdén de las autoridades hacia la desaparición de personas. Un problema convertido en epidemia desde el sexenio de Felipe Calderón, que se ha intensificado con Enrique Peña Nieto y por el cual México comparecerá en febrero ante el Comité Especial de las Naciones Unidas contra la Desaparición Forzada. Sólo este grupo suma 318 casos.
Aunque el gobierno federal instaló carpas en el terreno de la iglesia de San Gerardo, el territorio de reunión de las familias, y ofrece atención psicológica, médica, legal y toma muestras genéticas, recibe denuncias penales y tiene a un equipo de ministerios públicos y peritos asignados a las búsquedas, para las familias no es suficiente.
“Si ésa es la capacidad de respuesta que tiene la máxima autoridad es triste. Siempre nos dicen que entendamos, que no somos los únicos con este problema, que son 22 mil desaparecidos, que los antropólogos son insuficientes, pero si seguimos su ritmo vamos a tardar años en ir a los otros puntos donde sabemos que puede haber fosas”, dice Xitlali Miranda, secretaria de la agrupación.
Mario Vergara, a cargo del equipo de búsqueda, criticó que la Gendarmería dejó de brindarles protección con el argumento de que los designaron a todos a buscar a los 42 estudiantes que permanecen desaparecidos. Además, se les retiró una semana el apoyo de la Marina y se les dijo que las búsquedas se suspendían una semana; por su presión se mantuvieron.
El martes 20, Eliana García, encargada de despacho de la Subprocuraduría de Derechos Humanos de la PGR, entregó al comité un plan de trabajo para los próximos meses, en el cual se establecen cuestiones como que las búsquedas serán de lunes a viernes de nueve de la mañana a cinco de la tarde (aunque los viernes preparan los restos que enviarán al forense en el Distrito Federal), y que de marzo en adelante sólo se harán tres días por semana hasta terminar en junio.
La propuesta contiene algo nuevo: un plan de búsqueda en vida, en el que se incluye solicitud de información a compañías telefónicas, análisis de redes sociales e informáticas, rastreo de vehículos, tarjetas bancarias y búsqueda en cárceles, hospitales, albergues, asilos y anexos. A simple vista parece muy enfocado a citadinos de buen nivel socioeconómico y no a los campesinos que integran el comité.
“Dicen que los esperemos, que no tienen suficiente personal para desenterrar e identificar cuerpos. Son los mismos los que hacen todo, que ya tienen el refri lleno de huesos y nosotros tenemos prisa, queremos avanzar”, explica Vergara.
La principal queja de quienes han subido a excavar, además de la lentitud de los protocolos, la inexperiencia e insuficiencia de personal, es por la antropóloga enviada por la PGR, a quien describen como burócrata, perezosa, inexperta, soberbia, de malos modos hacia las familias al sentirse desafiada.
“En la PGR han descartado lugares que dicen que ya terminaron (de peinar), y nosotros seguimos encontrando fosas. Por eso tienen que volver. Nosotros somos de campo, sabemos dónde hay algo, dónde cavar. También nos damos cuenta quién no sabe usar una pala, ellos a lo mejor tienen experiencia de tanto leer, de sus clases, pero descartan zonas donde hay raíces, la antropóloga no distingue el olor de agua estancada de donde el olor es diferente”, dice Juan Jesús Canaán, quien busca a un sobrino desaparecido en 2008.
Él y Vergara coinciden en que varios peritos de la PGR pareciera que no hacen nada durante las búsquedas y las exhumaciones.
Búsqueda tardía
La anciana Luisa, madre de Carlos Escovar Bastián, desaparecido en enero de 2014, dice indignada: “Llevamos semanas ya subiendo al cerro todos los días sin alimento, sin beber agua, pero la lucha de nosotros es por hallar a nuestros familiares. Si usted nos acompañara y viera el dolor. Tapados con ramas, con piedras, hacen corralitos de piedra y basura y así están, como animales. Eso no es enterrar. No escarbamos mucho y ahí están. Encontramos chores, playeras, zapatitos de niño o niña, ropita, una credencial de elector de un muchacho de Teloloapan, los zapatos de una jovencita. Fueron a aventarlos ahí, donde se arma la zopilotera”.
Casi todos los cuerpos desenterrados ya son esqueletos. Muchos tienen la mordaza en la boca, la venda en los ojos, manos y piernas vendadas.
La PGR ha recibido 235 denuncias por desaparición en la zona; 25 son mujeres. Sin embargo, mucha gente aún no denuncia por desconfianza. El Comité tiene 100 denuncias más.
Según el análisis de Julia Alonso, la representante de Ciencia Forense Ciudadana, 30% de los desaparecidos son taxistas jornaleros y 60%, jornaleros o albañiles. La abrumadora mayoría son jóvenes, varones, delgados.
En cuanto a los perpetradores, 75% fueron policías municipales y seis casos se vinculan al 27 Batallón de Infantería del Ejército.
Durante el periodo de José Luis Abarca –el narcoalcalde apadrinado por políticos y militares, a quien se adjudica la orden de atacar a los 43 estudiantes de Ayotzinapa– aumentaron las desapariciones, de acuerdo con el conteo realizado por la PGR: de los 235 casos reportados en la región, 110 ocurrieron en Iguala.
Este dato coincide con el reporte de la Secretaría de Gobernación publicado por el diario La Jornada, de que alrededor de 100 narcos trabajaban como policías municipales durante el tiempo de Abarca.
Si en 2011 hubo seis desapariciones, en 2012 la cifra escaló a 32; para 2013 brincó a 79 y de 2014 se tienen 42 registrados. El resto no tiene fecha.
De Cocula se denunciaron 13 desapariciones; de Taxco, 12; de Teloloapan, ocho.
Desenterradores ciudadanos
La iglesia de San Gerardo es la sede elegida por las familias y el lugar donde perdieron por primera vez el miedo a denunciar sus tragedias. El gobierno federal pronto instaló unas carpas en las que se veía en un principio a los empleados de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas sin saber qué servicios ofrecer. Hoy ahí se otorga asesoría legal. Bajo la explanada se toman registros y muestras. El área de psicología está llena de dibujos de niños que se duelen de alguna ausencia.
Las familias usan el salón de reuniones de la iglesia y un viejo galerón desocupado, al que convirtieron en comedor y sitio de reunión. Ahí se cuentan las penas, intercambian sus historias, planean las búsquedas y comen gratis. Han tomado dos veces las casetas por unas horas para financiar sus gastos.
“Cuando usted está sano no ve nada, pero cuando está vendado se da cuenta de que hay otros vendados, quién está lastimado. Así estábamos, y dispersos, no había manera de unirse y preguntar por qué estás vendado”, explica Canaán, al mostrar el comedor lleno siempre de personas, algunas en crisis nerviosa, otras con hambre.
Un dato llama la atención: muchos llevan una misma camiseta negra con el lema “Hijo mientras no te entierre te seguiré buscando”. A diferencia de grupos de víctimas de otras partes del país que nunca quieren pensar que su familiar pudiera estar muerto, aquí buscan muertos, ellos y ellas se dedican a desenterrar.
El hallazgo de tanta fosa influyó.
“La mayoría de la gente nos dice que están muertos, y con tantas fosas en los cerros… por eso empezamos a buscar en fosas, aunque nos guardamos un espacio para nosotros de que está vivo”, dice Vergara.
A dos meses de que iniciaron las búsquedas la situación ha cambiado paulatinamente.
Miguel Ángel Jiménez, el representante de la policía comunitaria, no ha regresado por un problema familiar, pero la UPOEG mantiene el contacto.
En tanto, los forenses ciudadanos cuyo acompañamiento dio impulso a la búsqueda ciudadana no habían aparecido por estos lugares hasta el jueves 22, cuando acudieron a renovar la promesa de las 500 muestras genéticas gratuitas.
El nuevo compromiso es empezar a tomar las muestras de ADN a fines de febrero. Según los representantes de la organización aún están en busca de un permiso para enviar las muestras a laboratorios extranjeros y otro para contrastar con los restos exhumados.
Pero su idea de quitarle a la PGR el monopolio de los procesos de identificación continúa.
Según un conteo de Animal Político hasta el año pasado se registraban 23 mil 600 desapariciones, y 2014 fue el año con más casos en el país: 5 mil 98 personas. La semana pasada La Jornada consignó que en México desaparecen 14 personas cada día.
“Vivimos en un cementerio”, dice Canaán mientras desayuna frijol con chile.
La experiencia vivida en Iguala llamó la atención a nivel nacional. A pesar de los esfuerzos oficiales por dar por terminado el caso Ayotzinapa y de establecer la versión oficial como la única, estas familias de sabuesos desenterradores siguen exhibiendo a escala internacional este país de fosas.
“Han venido de otras partes y les contamos nuestra experiencia y les decimos: No esperen a que la autoridad venga a buscar, organícense, empiecen sus búsquedas. Ojalá sirvamos de ejemplo porque la autoridad ni quiere hacerlo ni tiene capacidad”, dice Miranda.
FUENTE: PROCESO.
AUTOR: MARCELA TURATI (REPORTAJE ESPECIAL)
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