Esta es una historia que quizás pueda parecer trivial o poco pertinente, dado que ha pasado un mes desde que sucedió. De hecho, me ha tomado días decidir si vale la pena contarla, o si en realidad “aquí no pasó nada”, como a veces me siento tentada a creer.
Peor aún, me ocurrió a mí y cabe pensar dos veces si uno le cede sus columnas de opinión a la propia vida, primero hay que preguntarse si la anécdota personal aborda asuntos de interés público.
Por demás, el caso es pedestre y hasta insignificante en el marco de los abusos de las autoridades mexicanas y las violencias que vivimos a diario las mujeres. Pero voy a escribirlo y a darle vueltas, porque, aunque sea una historia más, entre tantas, de los desmadres autoritarios y machistas, y aunque sea una nimiedad, tiene que ver con cómo aguantamos la corrupción y el abuso en la vida cotidiana. Yo ya lo he aguantado por más de 30 días. Al menos hay que pensar en eso.
Eran las 10 de la noche en la estación de metro Observatorio, domingo 21 de diciembre de 2014. Cuando fui a ingresar el boleto en la máquina, se me cayó al piso y me agaché a recogerlo. Entonces, el policía R. Hernández L., con placas 46761, sacó su celular y empezó a tomarme fotos. No a mí, a mi culo. Esto lo notó mi pareja que enseguida se lo reclamó al policía. Después yo me uní al reclamo, llegó un segundo policía, ninguno quiso darnos información sobre dónde poner una queja y estaban muchísimo menos dispuestos a pedir una disculpa. Así que fuimos subiendo la voz. Yo le decía al policía “¿Por qué le toma fotos a mi culo?”, y él me contestaba “señorita, no sea grosera”.
Entonces llegaron más policías y nos acorralaron. Empezaron a tomarnos fotos y nosotros empezamos a grabarlos (aquí el video). Una policía, mujer, me cogió del brazo y me zarandeó agresivamente. Empezaron a amenazarnos con llevarnos en una patrulla. Nos metieron en la pequeña oficina de la que parecía ser una administradora del Metro (que tampoco quiso oír nuestros reclamos). Los policías, que ahora eran al menos seis, se agolparon en la puerta sin dejarnos salir y ahí estuvimos peleando otro buen rato. No, no había donde poner una queja, no, no había pasado nada, no, nadie iba a ayudarnos.
Finalmente nos dejaron salir de la oficina y yo logré grabar el nombre y número de placa del policía que me tomó fotos. Ninguno había querido identificarse y cuando los grabábamos, todos ponían la mano para taparse la placa. Finalmente, con mucha rabia y bastante susto, nos fuimos en el metro a la casa.
Por supuesto ha podido ser mucho peor. Esta historia ni siquiera parece relevante ante las violencias y abusos que viven todos los días las mujeres en México y en el mundo. Varias veces he dicho, “no fue nada”, “no pasó nada”, pero, ¿acaso que un policía le tome fotos a mi culo, sin mi permiso, desde su posición de autoridad, es nada? ¿Cómo es que deviene en nada, que ante una cosa así no haya con quien quejarse, sino el mismo policía que abusivamente lo morbosea a uno? ¿Me debe parecer casual que ante cualquier reclamo a un policía este se rodee de secuaces de uniforme para matonear a quien se queja? ¿Me debe parecer normal que una ida al metro incluya que un policía le tome fotos a mi culo sin mi permiso y que su colega me zarandee?
Según el artículo 19 de la Ley general de acceso de las mujeres a una vida libre de violencia, se define la “violencia institucional” como los “actos u omisiones de las y los servidores públicos de cualquier orden de gobierno que discriminen o tengan como fin dilatar, obstaculizar o impedir el goce y ejercicio de los derechos humanos de las mujeres así como su acceso al disfrute de políticas públicas destinadas a prevenir, atender, investigar, sancionar y erradicar los diferentes tipos de violencia.” Me inclino a creer que lo que hizo el policía se enmarca dentro de este artículo, pero, la ley no me aclara qué puedo hacer ante esto o qué pasa si la “violencia institucional” viene de parte de la misma persona que tendría que tomar mi queja. La verdad es que parece que los policías pueden tomarle fotos a los culos de las mujeres sin su permiso y eso no corresponde a ninguna infracción concreta.
También podría presentar una queja ante el consejo para prevenir la discriminación del D.F., que según su artículo 6, considera conductas discriminatorias: “XIII. Aplicar o permitir usos o costumbres que atenten contra el derecho fundamental a la no discriminación, la dignidad e integridad humana;”. Quizás podría dirigirme a la PGR, pues, según el artículo 179 del Código Penal del D.F.: “A quien solicite favores sexuales para sí o para una tercera persona o realice una conducta de naturaleza sexual indeseable para quien la recibe, que le cause un daño o sufrimiento psicoemocional que lesione su dignidad, se le impondrá de uno a tres años de prisión. Cuando además exista relación jerárquica derivada de relaciones laborales, docentes, domésticas o de cualquier clase que implique subordinación entre la persona agresora y la víctima, la pena se incrementará en una tercera parte de la señalada en el párrafo anterior. Si la persona agresora fuese servidor público y utilizará los medios o circunstancias que el encargo le proporcione, además de la pena prevista en el párrafo anterior se le destituirá y se le inhabilitará para ocupar cargo, empleo o comisión en el sector público por un lapso igual al de la pena de prisión impuesta.”
¿Podríamos decir que los actos del policía caben dentro de lo que aquí llaman “una conducta de naturaleza sexual indeseable para quien la recibe”? ¿Puedo decir que me causó daño, o sufrimiento psicoemocional? ¿La rabia y la indignación y la zarandeada cuentan como daños psicoemocionales? Al menos es claro que en el incidente hay una relación jerárquica, pero mi interés no es que metan a la cárcel o dejen sin trabajo al policía, yo lo único que hubiese querido es una disculpa y claro, que el comportamiento del tipo no fuese avalado por sus colegas, por sus colegas mujeres además, policías machistas que en vez de protegernos se unieron para matonearnos.
El año pasado el Instituto de las Mujeres del Distrito Federal (IniMujeres DF) y la Secretaría de Seguridad Pública firmaron un Convenio para capacitar a servidores públicos en igualdad de género. En la misma página de IniMujeres, uno encuentra el documento “Viajemos Seguras” sobre el acoso en el el transporte público, escrito en una amigable fuente comic sans. Según el documento “la violencia sexual puede darse mediante: tocamientos en zonas sexuales, miradas, palabras o expresiones corporales ofensivas…”, dice que hay 100 Unidades Atenea de la Red de Transportes de Pasajeros (RTP) -ninguna de las cuales fue mencionada por los policías o funcionarios del metro- y se ufana de la “separación permanente”, que junta a las mujeres como ganado pero las deja igual de vulnerables, pues asume que los hombres son unos animales incapaces de convivir con nosotras alrededor sin irrespetarnos. El documento recomienda “solicitar apoyo de algún elemento de seguridad” (jajaja), y habla de una persona que, seguido el conducto regular, llegaría a darme asesoría jurídica.
Creo que a estas alturas muchos de los lectores se imaginarán que a pesar de haberme clavado a investigar las posibilidades de denuncia del incidente, no he presentado una denuncia formal al respecto. La razón es más bien un sentimiento que oscila entre el miedo y la impotencia, la pereza de ser sometida a un proceso tortuoso y confuso, en el que claramente llevo las de perder, cuando lo único que yo quiero en respuesta es un cambio de trato y una disculpa. Es claro que aquí no hubo “daños irreparables” y yo no estoy dispuesta a asumirme “víctima” pues me parece doblemente violento contra mi identidad o exagerado e irrespetuoso frente a las crueles agresiones que sufren mujeres que han sido objeto de otras violencias de género. Yo, en cambio, puedo escribir esta columna y por eso debo contar mis privilegios.
Así, el incidente sirve para ilustrar cómo las pequeñas violencias surten su efecto de autocensura: hacen que le tengamos miedo al espacio público y prevención a la autoridad y de esa manera nos anestesian de entrada ante escenarios más graves de impunidad. El episodio también deja claras tres cosas: la primera es que los miembros de la policía adscrita al Metro en el D.F. no están educados en perspectiva de género y no son capaces de ver el machismo en sus acciones ni en las de sus colegas. Tampoco están capacitados para darse cuenta de que morbosear mujeres en la calle es agresivo, tomarles fotos sin su consentimiento es peor, o para entender que desde su lugar de autoridad, con ese uniforme que representa la fuerza del Estado, cualquier comportamiento agresivo que tengan se ve exacerbado. Por otro lado es claro que como equipo están más interesados en protegerse entre ellos que en cumplir su trabajo, que es servir a los ciudadanos, tomar sus quejas, y conciliar las diferencias. Finalmente, aunque hay montones de leyes y protocolos a seguir, ninguno se aplica, no es claro dónde se puede poner una denuncia, qué es exactamente lo que constituye un delito, y no hay ningún mecanismo claro y efectivo para lidiar con las pequeñas violencias que vivimos a diario todas las mujeres, y cualquiera que sea visto como más débil o vulnerable en el contexto del sistema.
AUTOR: CATALINA RUIZ-NAVARRO.
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