140 muchachos entraron este agosto a estudiar en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, allí donde hace un año desaparecieron a 43 y mataron a otros tres. Aunque la demanda ha bajado, para muchos es la única opción que tienen de cursar una licenciatura en un estado donde casi 70% de la población es pobre.
Su madre le dijo que no, que no fuese, que ahí mataban y desaparecían a estudiantes, pero Santiago no lo dudó. Llevaba 5 años intentando entrar a la universidad. Estudió la preparatoria en el Conalep de su pueblo, Temoaya, en el Estado de México, pero ese bachillerato público, para gente de bajos promedios y bajos recursos, no te facilita el acceso a la universidad.
Intentó entrar a la Universidad del Estado de México pero no se quedó, intentó ahorrar, trabajó de peón en el campo, en una fábrica y probó en una escuela privada sencilla, pero no terminó el semestre porque no podía pagar la colegiatura. Durante una temporada se levantó a las 4.30 de la mañana para ir a trabajar al DF a las 8 desde su pueblo, a 25 kilómetros de Toluca y a 75 del Distrito federal pero que en transporte público se convierte en más de tres horas.
Después del asesinato de tres normalistas y la desaparición de otros 43 el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, varios estudiantes dejaron la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. La coordinación abrió una convocatoria especial para llenar las plazas de los desertores, y se reservaron las de los caídos y desparecidos. Una de las batallas de los normalistas de Ayotzinapa es el mantenimiento de la escuela, que el gobierno amenaza cada año con recortes de presupuesto.
Así que no podían dejar plazas vacías. Varios muchachos se presentaron y Santiago no logró entrar, pero conoció la escuela y vivió tres meses ahí, sumándose a las exigencia de justicia de los normalistas por sus compañeros muertos y desaparecidos.
“Me enamoré de la escuela”, dice ahora, pero sobretodo vio “la esperanza”. En junio, cuando abrieron la convocatoria para el curso 2015-2016, no lo dudó. Fue uno de los 168 aspirantes que presentaron el examen de ingreso. 140 lo lograron.
Atrás quedaron los años donde se presentaban centenares, como los 500 que hicieron el examen en 2011, por ejemplo, antes de la muerte el 12 de diciembre de ese año de otros dos normalistas en un bloqueo en la Autopista del Sol. Desde entonces ha venido bajando la demanda. Aún así no quedan plazas vacías.
“Los que venimos aquí no tenemos muchas opciones, venimos de lugares humildes, donde a veces falta un plato de comida en casa, la escuela es la única alternativa para muchos de los que estamos aquí”, explica Nery, uno de los que sí se quedó el año pasado en las vacantes extemporáneas y que ahora está orgulloso de estar en segundo grado.
Él es de una comunidad de San Miguel Totoloapan, uno de los municipios estratégicos de Guerrero para el crimen organizado por los sembradíos de amapola y de donde en los últimos dos años se calcula que han huido más de mil personas a causa de la violencia.
Él mismo ha sido correteado por agentes de la Marina, cuando rallaba amapola durante ocho horas por dos cientos pesos al día. Si se gradúa podrá optar a una plaza de maestro, con un mejor sueldo, seguridad y prestaciones de ley.
La escuela es gratuita. El internado les asegura la educación, la estancia y la manutención, aunque de manera precaria. Ahí los estudiantes tienen que comprometerse con las tareas de mantenimiento de la escuela. Para los de primero el silbato toca a las 6. A esa hora hay que estar listo para cortar el pasto o para ir a la milpa o al cultivo de flores de cempasúchil con los que ayudan a mantener la escuela.
Luego les sirven el desayuno y después empezarían las clases. Hace un año que no las hay de manera regular, pero sí deben entregar tareas para no perder el semestre, así que Santiago se apura a leer las teorías sobre el aprendizaje de Skinner, Piaget o Makarenko.
Dice que algunas son bien complicadas pero que están más difíciles los textos sesudos de los prohombres que ilustran las paredes –Marx, Lenin, el Che,…– y que deben también revisar para los círculos de estudio, el adoctrinamiento político entre pares.
La disciplina también es otra de las características y se muestra hasta físicamente. Santiago y todos los de primero son fáciles de identificar. Cuando fueron aceptados les raparon el cabello así que todavía lo llevan corto, tieso y sin forma.
“Aquí aprendemos a ser maestros rurales de verdad, cuando vayamos a comunidades alejadas donde tenemos que caminar dos y tres horas, a dar clase apenas bajo un tendido de cañas, necesitamos saber trabajar y entender las necesidades de la gente”, se excusa.
En la Normal de Ayotzinapa no hay lujos, los edificios están descarapelados, la alberca está abandonada, no hay camas para todos así que a muchos de primero les toca dormir con un colchón en el piso, los mismos alumnos hacen el aseo y el mantenimiento del lugar.
Cuando falta comida no dudan en confiscar un camión de alguna empresa grande que les asegure provisiones. Con las movilizaciones, ahora es todavía más común.
Esta semana, en una mañana mientras un grupo prendía la Fiscalía de Guerrero, en Chilpancingo, otro interceptó al menos tres camiones y se hicieron con el cargamento de un repartidor de Bimbo, de un camión de refrescos y de un tráiler que abastecía perecederos a Walmart. A los choferes les invitaron a comer.
“Todos somos Ayotzinapa” musitaba y sonreía el repartidor de la panadera. “Lo hacen a cada rato”, añadía resignado.
“A mucha gente les chocamos, nos dicen esos ayotzinapos revoltosos, porqué defendemos la escuela. Siempre va a haber críticas” reconoce otro alumno de primero, Giovanny. Tiene 18 años e ingresó porqué así se lo había prometido a su amigo de la infancia José Ángel Navarrete, uno de los 43 desaparecidos. Hoy (sábado) marchará en el DF por él.
José Ángel y Gio, como le llamaba su amigo, fueron a clase juntos desde niños en Tixtla, a pocos kilómetros de la Normal y juntaban dinero de donde podían para echar unas partidas en los videojuegos los fines de semana. Ambos querían ser maestros, y estudiaron juntos la preparatoria, pero Gio se retrasó un año. Si hubiera terminado a tiempo podría haber sido él, el desaparecido.
“Claro que tengo miedo, pero tenemos que ser fuertes, en mi caso mi madre es dejada, mi hermana tiene diez años, por decirlo así yo soy el hombre de la casa y pues mis primos estudiaron aquí, desde chico conocí la escuela y aquí estoy”, dice con un dejo de orgullo.
La Normal Rural de Ayotzinapa tiene una gran tradición familiar. Muchos alumnos son hijos o sobrinos de maestros, que incluso estudiaron allí. La madre de Nery se graduó ahí mismo de maestra cuando era una escuela mixta, hace más de 30 años. Los primos y amigos de Gio también. Pero además no tenían muchas opciones más. Guerrero es el segundo estado más pobre del país, donde 69.7% de la población no puede vivir dignamente, según los datos del Coneval.
Frente a esto, Ayotzinapa es tradición y es memoria. En la entrada hay un mural con tres jóvenes muertos, una madre que llora, unos perros que acechan la escuela, el fuego que devora los libros. Podría ser parte de la escena de la noche entre el 26 y 27 de septiembre del año pasado, cuando la policía municipal de Iguala desapareció a 43 estudiantes y asesinó a otros tres en plena calle.
Sin embargo es un mural de la represión de 1988, cuando Gio todavía ni existía en los planes de su madre. Cuando Santiago, con 25 años y ya de los grandes de su generación, tampoco era siquiera un cigoto. En la cancha desde hace un año no se puede jugar. Allí están las sillas de los 43 desaparecidos y tres muertos, junto a un altar, la mayoría eran de primer año, como ahora Gio o Santiago.
FUENTE: ANIMAL POLÍTICO.
AUTOR: MAJO SISCAR.
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