viernes, 23 de octubre de 2015

La negra noche de Ajalpan

El aire de Ajalpan se rasgó en punto de las seis de la tarde. Las campanas del templo de San Juan Bautista doblaron y convocaron a los nerviosos vecinos, que desde hacía varias horas ya se agitaban. La presencia de dos extraños alentó a la turba. “Somos encuestadores”, dijo uno de los detenidos. Alguien desde el manojo humano replicó: “Son secuestradores”. Nunca un error de semántica había sido tan grave. Dos horas después, los dos detenidos, linchados, ardían en un amasijo negro frente al Palacio Municipal de esa población al poniente del estado de Puebla.

Apenas 24 horas antes, los hermanos José Abraham y Rey David Copado Molina habían salido de Coyoacán para encarar su destino: iban contratados por la empresa Marketing Research & Servicios S.A. de C.V. para hacer una encuesta sobre tortillerías y la comercialización del maíz en la zona de Ajalpan. Cariñosos como eran, se despidieron de su madre. José Abraham tuvo el tiempo de abrazar a sus dos gemelos y se despidió con un beso en la frente.

En Tehuacán, a solo unos kilómetros de su destino, todavía se reportaron por whatsapp para informar de su llegada con bien. Comenzaron a levantar sus encuestas apenas pisaron el municipio de Ajalpan, bastión del más viejo y recalcitrante priismo que aún pervive en la zona de la Sierra Negra de Puebla. Los hermanos fueron ajenos a los ojos de decenas de Halcones que vigilan las calles. Las fotos de ellos, levantando las encuestas comenzaron a circular a través de los teléfonos celulares.

El alcalde de Ajalpan, Gustavo Lara Torres, estaba a la espera de una manifestación en su contra. Grupos priistas ajenos a su gestión intentarían una toma de la alcaldía, eso fue lo que le indicaron sus informantes. La Policía municipal de Lara Torres detectó el arribo de cientos de personas de otros municipios. El edil se apoltronó en su despacho y dictó la orden: que nadie intervenga para disuadir los disturbios esperados. Ordenó a sus policías salir de las calles y replegarse en la Presidencia Municipal. Les ordenó no portar armas para no provocar a los manifestantes. Se dijo dispuesto a dejarlos hacer lo que quisieran. Que quemen el pueblo si quieren, le confió a su director de policía.

Los encuestadores recorrieron las calles. Sus pasos fueron seguidos por algunos de los que habían llegado para incendiar Ajalpan. Buscaban un pretexto para los disturbios. A los hermanos Copado Molina los miraron como enviados de la Presidencia Municipal. Una suposición malhecha los ubicó como halcones del presidente. La consigna fue clara: seguirlos y acorralarlos para evitar que informaran de la movilización que se gestaba y que tenía como objeto la toma de la Presidencia Municipal.

Los movilizados contra el alcalde Gustavo Lara Torres se fueron congregando entorno a los hermanos Copado Molina. Los siguieron de cerca. Fueron cerrando el paso a los encuestadores. Antes de las 5 de la tarde el animal decidió lanzarse contra los hermanos. A la voz de “deténganlos” decenas de manos se abalanzaron contra ellos. Los muchachos, con el miedo en sus rostros, no se opusieron.

–Somos encuestadores– dijo José Abraham, a la vez que mostraba su credencial de identificación colgada al cuello-, hablen a la oficina de la empresa.

–¡Son secuestradores!– gritó una voz anónima escondida entre la turba. La falsa aseveración fue replicada al unísono de los que los rodearon.

Con la perversidad de la manipulación, una niña, de entre la multitud, aseguró que uno de los detenidos la había jaloneado. Que intentó llevársela. Que la había perseguido por varias calles con la intención de llevársela. La niña lloró entre la gente y dijo que tenía mucho miedo. Fue el combustible que necesitaba aquel incendio para que sus llamas se extendieran. Fue un acto de psicosis colectiva la que empujó a los más cercanos a los detenidos a comenzar a golpearlos.

Los más cercanos a los detenidos se turnaban para escupirlos y golpearlos en la cara. Los amarraron de las manos. Los gemidos y gritos de clemencia de los dos hermanos no fueron escuchados por nadie. Alguien ordenó que los llevaran a la plaza principal de Ajalpan. Cuetes y campanas comenzaron a romper el aire que para esas horas ya era frío y anunciaba un desenlace dramático. Los pobladores de Ajalpan se sumaron a la turba.

Con una varilla metálica, a veces a puño limpio, los dos detenidos fueron castigados hasta dejarlos bañados en sangre. Las voces anónimas seguían cuestionando a los hermanos. Les pedían que dijeran en dónde tenían a todos los que habían secuestrado. Solo gemidos y llanto era la respuesta de los dos lacerados en el suelo. Su defensa fue siempre la misma. Se decían encuestadores. La turba sorda solo escuchaba que se reconocían como secuestradores. Las amenazas fueron subiendo de tono: o decían en donde tenían a los secuestrados o los matarían allí mismo. José Abraham, fue el primero que perdió el conocimiento.

En el aire seguían locas doblando las campanas. No era la primera vez que convocaban a la ira. En Ajalpan se mantiene una tradición de justicia por propia mano. Los dueños de las empresas maquiladoras son los principales promotores de la ira colectiva. Cada vez que es detenido un ladrón dañando el patrimonio de las empresas, las campanas de San Juan Bautista llaman a insurrección. Apenas hacía unos días en la comunidad de Altepexi, también habían convocado a un linchamiento. En esa ocasión el presunto ladrón pudo ser rescatado por la Policía estatal. No fue el mismo desenlace para los de Ajalpan.

Los gemidos de Rey David, que balbuceaba en el suelo algo parecido a la clemencia, incendiaban aún más los ánimos de la turba. A la fuerza querían arrancar una confesión inexistente. Los policías de Ajalpan ante los cientos de enardecidos optaron por mantenerse a la distancia, dentro de la comandancia de policía. Optaron por ponerse a salvo ellos mismos. Fueron saliendo de forma discreta para retirarse de la escena en donde las voces de muerte iban en aumento. Para entonces los dos detenidos, sangrando y semidesnudos, ya estaban inconscientes.


–¡Mátenlos!– gritó una voz anónima.

La turba se arremolinó sobre los cuerpos caídos. Los turnos para patearlos fueron interminables. De la nada surgieron palos, varillas, piedras. Como si el festejo de sangre no fuera suficiente para la masa, surgió el morbo. Los celulares saltaron a la escena. Los tenues flashes apenas iluminaban los cuerpos caídos. La morbosidad se desbordó cuando en las redes sociales en tiempo real comenzaron a circular fotografías del linchamiento.

Los gritos y el frenesí hicieron que algunos curiosos se retirara asustados de la plaza principal de Ajalpan. Los dos encuestadores fueron de pronto dos bultos inertes que fofamente respondían -como en un eco macabro- a los golpes recibidos. De alguna parte llegaron dos garrafas con gasolina. Los cuerpos fueron rociados y ardieron en una pira. La turba no se consoló al ver ardiendo los cuerpos. Como si respondieran a una misma intuición, grupos de hombres corrieron hacia la Presidencia Municipal para incendiarla. Otros entraron a la comandancia de policía y sustrajeron las armas municipales.

Las oficinas de correos, Prospera, biblioteca municipal, Instituto Estatal de Educación, Registro Civil y las de Servicios Municipales fueron incendiadas. Otro grupo fue a la oficina del Agente del Ministerio Público y sustrajo algunos expedientes. Al alcalde le preocupó más el incendio de una de las patrullas de Seguridad pública. Los cuerpos de los encuestadores ya estaban calcinados cuando el alcalde Gustavo Lara Torres decidió notificar a la secretaría de gobierno de Puebla sobre lo que estaba ocurriendo. Por alguna razón, los cuerpos de la Policía estatal, acuartelados a menos de un kilómetro de distancia no fueron movilizados. 


En el aire, anunciando la culminación del macabro evento, surcaron la noche tres cuetones. Con el aire inundado a olor de carne quemada poco a poco se fue quedando sola la plaza principal. Ya destellaba el alba cuando los cuerpos de Seguridad pública del estado de Puebla arribaron al municipio. Las puertas y ventanas se remacharon. El animal enfurecido de la turba arrastró la cola hasta su guarida. El festín sació su hambre. Se mantiene en reguardo hasta que otra vez se le despierte el apetito. Solo es cuestión de tiempo.

FUENTE: REPORTE INDIGO.
AUTOR: J. JESÚS LEMUS.

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