MÉXICO, DF: La decisión de extraditar o no a Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, es totalmente política, pues el párrafo 1 del artículo 9 del Tratado de Extradición entre México y Estados Unidos deja al Poder Ejecutivo de la parte requerida (en este caso el Ejecutivo mexicano) una facultad “a su entera discreción” de entregar a sus nacionales a la parte requirente (en este caso el gobierno estadunidense) o turnar el expediente a sus propias autoridades competentes para el ejercicio de la acción penal.
A su vez, el artículo 11 de la Ley de Extradición Internacional, que aplica únicamente para el caso de los países con los que México no tiene tratado de extradición, señala que “cuando el individuo reclamado tuviese una causa pendiente o hubiere sido condenado en la República por delito distinto del que motive la petición formal de extradición, su entrega al Estado solicitante, si procediere, se diferirá hasta que haya sido decretada su libertad por resolución definitiva”.
A estas dos disposiciones, la primera enteramente aplicable al caso de Guzmán Loera y la segunda simplemente como referencia, se deben la tajante negativa del exprocurador Jesús Murillo Karam de extraditarlo cuando el vecino país lo solicitó en enero de 2015, y la incoherente política de extradición de narcos que sigue el gobierno mexicano, el cual lo mismo concede que niega extradiciones.
Se pueden explicar tales variables en función de los relevos en la Presidencia de la República, de tal suerte que Felipe Calderón concedió las extradiciones de Sandra Ávila Beltrán, después de haber purgado una sentencia en México por otro delito; de Benjamín Arellano Félix, quien cumplía una condena de 22 años (de los que le quedaban pendientes 18); Vicente Zambada, hijo de Ismael El Mayo Zambada, sin que siquiera se le iniciara proceso en México; Osiel Cárdenas Guillén, en las mismas condiciones; Héctor Luis El Güero Palma, quien llevaba 12 años en las cárceles mexicanas sujeto a proceso, entre los más relevantes.
Pero el gobierno que encabeza Enrique Peña Nieto extraditó a Édgar Valdez Villarreal, La Barbie, en septiembre del año pasado (lo cual eventualmente podría explicarse porque él nació en Laredo, Texas y, por lo mismo, no es mexicano y no aplicaba el artículo 9 ya referido), pero junto con él extraditaron a otros 12 narcotraficantes mexicanos, entre los que se encontraba Jorge Eduardo Costilla Sánchez, El Coss, quien fue el máximo líder del Cártel del Golfo y se encontraba preso desde 2012.
En este caso la única argumentación consistió en que fue el cambio de procurador lo que modificó la política de extradición del presente gobierno. La actual procuradora Arely Gómez, cuando se produjo la fuga del Chapo hace seis meses, sostenía que la solicitud de extradición acababa de llegar y que no les dio tiempo de procesarla. Y en diversas entrevistas que ha concedido tras la recaptura, al informar que una vez detenido se inició el trámite de la solicitud estadunidense, aunque no se pronuncia con claridad respecto a su posición, deja entrever que ella es favorable a la extradición.
Así, es evidente que la normatividad vigente permite lo mismo conceder que negar la extradición, y la decisión depende del presidente Enrique Peña Nieto. Sin embargo, concederla significaría un reconocimiento tácito de la debilidad del sistema carcelario mexicano y, por lo tanto, un tajante desmentido a su afirmación durante el mensaje a los medios de comunicación, el pasado viernes 8 de enero: “Hoy, nuestras instituciones han demostrado una vez más que los ciudadanos pueden confiar en ellas, que nuestras instituciones están a la altura, que tienen la fortaleza y determinación para cumplir cualquier misión que les sea encomendada”.
Pero habría otras consecuencias directas de la extradición: la pérdida de la información estratégica que El Chapo posee, y de una buena parte de su inmensa riqueza, que seguramente sería incautada por el vecino país del norte, como ya ha sucedido en el pasado con los bienes de otros delincuentes mexicanos que han sido capturados allá.
De esta manera, al menos habría cuatro consecuencias negativas en caso de conceder la extradición: una, la pérdida de soberanía (como argumentaba Murillo Karam); dos, el impacto en la opinión pública nacional e internacional por el reconocimiento tácito de la debilidad de las instituciones mexicanas, que pueden “cumplir con cualquier misión”, menos con retener al Chapo en las cárceles de alta seguridad; tres, la disminución de la capacidad de investigación en torno a la delincuencia organizada, pues aunque el exprocurador señalaba, en enero del año pasado, que ya les había aportado “toda la capacidad de investigación”, la realidad es que todavía hay muchas preguntas sin respuestas, y él debe tener muchas de ellas; y, cuatro, la pérdida de una incalculable riqueza, cuyo proceso de extinción de dominio obviamente iniciará la autoridad que pruebe su culpabilidad, logre una sentencia condenatoria y obtenga información precisa de los bienes adquiridos con dinero proveniente de sus actividades delictivas.
Ciertamente, por el lado positivo se ahorrarían varias decenas de millones de pesos que seguramente tendrán que destinarse a las medidas especiales de vigilancia que se implementaron desde el momento mismo de su recaptura; se evitaría el riesgo de que se les fugue nuevamente, con todo el descrédito que ello generaría para el gobierno y el país; seguramente habría un impacto positivo en las relaciones con el gobierno estadunidense, que agradecería el gesto mexicano, y se produciría el beneplácito de 35% de los mexicanos (según un encuesta telefónica del diario Reforma) que piensan que El Chapo debe ser juzgado en Estados Unidos.
El gobierno de México jamás ha aceptado abiertamente su debilidad institucional para combatir a la delincuencia organizada, como sí lo hizo el colombiano cuando decidió extraditar a sus principales narcotraficantes; pero en este caso en particular, por el antecedente de las dos fugas de prisiones de alta seguridad y la libertad con la que se movía por el territorio nacional en el momento más intenso de su persecución (como lo demuestra la operación que se realizó en Tijuana), la extradición de El Chapo sería el reconocimiento tácito de la incapacidad del gobierno mexicano para combatir al crimen organizado.
FUENTE: PROCESO.
AUTOR: JESÚS CANTÚ (ANÁLISIS)
LINK: http://www.proceso.com.mx/?p=427045
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