CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Nací en París en 1938 de las angustias de dos austriacos –Von Mises y Hayek– que veían en cualquier Estado social la posibilidad de que el nazismo y el estalinismo se propagaran. Los millonarios fundaron en 1947 la Pelerin Society para apoyarme pues querían evitar regulaciones y pagar impuestos.
Lo primero que hicieron fue ocultar que yo era una ideología: “natural”, como las fuerzas del mercado, me definieron. No era yo la división entre Estado y mercado de los viejos liberales, sino la subordinación de la autoridad a los deseos empresariales. El Estado no debe beneficiar a los que no han tenido oportunidades en la vida, sino a quienes las tuvieron todas. ¿Por qué? Porque el éxito es natural: hasta entre los animales y plantas sobreviven los más aptos. Entre nosotros se llaman “ganadores” y “perdedores”.
¿Por qué? Porque las personas son entes competitivos concentrados sólo en su propio beneficio. La competencia beneficia a las sociedades porque todos tratan de hacer lo mejor para sobrevivir.
Como resultado, todos tenemos mejores y más baratos productos dentro del mercado libre, intocado por el Estado que sólo lo obstaculiza y no deja que se desarrolle naturalmente. Esto es éticamente aceptable porque es una competencia en donde el éxito o el fracaso es responsabilidad sólo de los que compiten. Margaret Thatcher, una de mis madrinas, lo dijo muy sencillo: “No hay tal cosa como una sociedad. Son individuos viendo por su bienestar y, luego, quizás, por el de sus vecinos”.
Nuestro mito fundador es el Ciudadano Kane: un chico abandonado que llega a ser un magnate de periódicos o, más recientemente, un niño solitario que hace computadoras en Silicon Valley. El sueño americano: dejada en libertad, una persona talentosa puede ascender hasta el infinito. De acuerdo con su esfuerzo y talento, todos tienen lo que merecen. Eso no se puede medir más que en dinero. Lo “intelectual”, perdón, si no deja billetes, no es realmente tan inteligente. Por eso no somos una ideología, sino sólo un método en el que sólo sobreviven los mejores. Es el mercado el que decide. Nadie más.
Como en el Chile de Pinochet, cuando mis teorías fueron probadas. En estas páginas alguien preguntó en aquella época: “¿Se necesitará una dictadura para desarrollar a un mercado libre?”. Se lo preguntó en serio, en el auge del salinismo.
Y es que, ya en confianza, les confieso que cuando digo que sólo alentamos lo mejor, a los ganadores, es porque nosotros decidimos de antemano qué es ser exitoso. Por supuesto los hombres, antes que las mujeres. Y los blancos sobre los demás. La puerta es así de estrecha y, como no se abre más porque eso sería atentar contra la libertad del esfuerzo, pues mucha suerte al enorme resto que se queda fuera. No somos cavernícolas. Medimos el éxito y el fracaso. Son números. Ésa es la nueva “calidad”: lo estandarizado. Por eso no nos importa si los servicios privatizados son ahora de mala calidad y caros. O explotan. Lo único que puede medirse es la ganancia.
Un buen libro será el bestseller. Un mejor candidato, el que las encuestas muestran al alza. La tele y el rating. Lamentablemente esto no funciona en la educación o en la salud públicas. Es dar dinero a un barril sin fondo lleno de los que naturalmente ya han fracasado: los perdedores, los enfermos, los viejos. Los que no pueden pagar de su bolsa su propia supervivencia. No son aptos.
No pueden entrar por la rendija de la puerta que, la verdad, está siempre cerrada. Los que no se esfuerzan y esperan todo del gobierno no reconocen que son malos, estúpidos, defectuosos o, quizás, no quieren hacer el esfuerzo de triunfar. Los miro con desdén como lo haría una lady o un mirrey. Creo que lo estandarizado es bueno en sí mismo: cuántos egresados salen de una universidad, cuántos medicamentos administra un hospital, en cuánto tiempo se puede filmar una telenovela. Al menor costo. Al máximo beneficio. El contexto no me importa porque no puedo estandarizarlo: en qué región está la universidad, qué tipo de pacientes llegan a ese hospital, quién hizo la historia de la telenovela y quién la interpreta. Con eso no puedo. Esa gente no triunfa y, después, sin poder alguno, se automutila o, peor, va e incendia camiones, avienta piedras.
Se vuelven criminales porque no pueden con su propio fracaso. Para ellos, jamás un programa de ayuda y, sobre todo, más policía.
Además de en la competencia libre –no me importa que la mayoría de los ricos vengan ya de familias millonarias, es decir, que sean herederos o influyentes– creo en que la identidad viene de uno mismo y la ética siempre nos la imponen de afuera. No creo que ninguna identidad se deba a factores externos ni que la ética sea intrínseca en todos los hombres. Ésas son tonterías: hay un hombre libre luchando por salir de las regulaciones, los pagos de impuestos, las ideologías. Si eso les causa depresión, anorexia, automutilación, fobias sociales, terror al cara a cara, no es menos mi culpa que el deterioro ambiental o las crisis de desempleo masivo. Verán, todo eso es su culpa. No hacen nada, no se informan, se mantienen cool, paralizados, en shock.
Y es que cuando una ideología ya ha triunfado es cuando no requiere justificaciones. Tómense una pastilla para su frustración. Si es que pueden pagarla. Ése soy yo.
Fuente: Proceso
Autor: Fabrizio Mejía Madrid
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