María no es de aquí ni de allá. Aquí, en Culiacán, no tiene contacto con vecinos y nadie ha ofrecido ayudarla, salvo un par de personas que le dieron algunos víveres y abanicos para mitigar el calor. Y allá arriba, en la sierra, está prácticamente desterrada, con una casa abandonada y una comunidad que, de tantas ausencias, la desconoce.
Se talla los ojos y observa la pequeña casa en el norte de la ciudad, con espacios pequeños donde convivieron 22 personas; la mayoría venían huyendo de La Tuna y otros poblados cercanos, donde la violencia llegó y ahora es una vecina inevitable.
Unos ocho niños y adultos, la mayoría mujeres, convivieron cerca de 15 días en la vivienda, que parece caja de cartón: una sala-comedor que ha funcionado de dormitorio, una cocina sin alimentos y una mesa vacía.
Un niño se mece en cuatro sillas con las que alguien improvisó una cama. En la casa hay dos cuartos oscuros, cuatro ventiladores de pedestal y un aparato de aire acondicionado que nadie enciende por temor al cobro de energía eléctrica.
María cuenta que el 11 de junio pasado los hombres armados pasaron de casa en casa para ordenarles:Tienen que irse porque habrá muertos. En dos horas juntaron algo de ropa, dinero y huyeron.
Unas 300 familias de La Tuna, La Palma, Arroyo Seco y Huixiopa se marcharon a la cabecera municipal de Badiraguato, Culiacán y otras localidades cercanas para salvar sus vidas.
En los enfrentamientos los pistoleros saquearon la casa de Consuelo Loera, madre de Joaquín Guzmán, El Chapo, líder del cártel de Sinaloa. Pobladores dijeron que hubo al menos siete muertos en esos cuatro o cinco días de ataques.
Originaria de La Tuna, María prefiere no hablar de eso; recibió en la casa de su hija, quien lleva años en Culiacán, a otra hija, parientes y conocidos. De ese entonces a la fecha sólo quedan cinco y apenas caben en esas dos recámaras de tres por tres metros, donde el calor rebasa 40 grados centígrados.
No hay convivencia en este fraccionamiento; no hay vecinos, sólo postes, algunos árboles y medidores de agua y electricidad.
No tengo nada aquí ni allá, comenta María, quien todo se lo encarga a Dios y a él atribuye las pocas cosas buenas que le quedan: una hija desempleada y muchas bocas que alimentar. A veces frijoles, a veces tortillas. Si se quedó solo su pueblo, ¿a qué se quedaban ella y los suyos?Nosotros no tenemos problemas con nadie, pero uno tiene que quitarse de donde hay peligro, expresa.
Allá hacían pan, tamales y empanadas para vender. Aquí no puede hacer nada. No hay dinero, insumos ni horno. Ha decidido no preguntar por qué la gente huyó, aunque lo sabe.
Sabe también por qué se fueron a otras casas, en otros poblados, los que estaban con ella. Y sabe que a La Tuna no volverán.
Hace dos meses pagaron 400 pesos de electricidad; el nuevo recibo es por 700. A eso hay que agregar el pago de renta, de mil 300 pesos; pero Dios provee. El gobierno del estado sigue sin aparecer y hace apenas una semana el ayuntamiento de Badiraguato les mandó una despensa.
Recuerda que dormían hacinados y no sabe cómo hicieron para salir adelante, luego de huir del infierno de balas y casas incendiadas. Sólo Dios sabe. En ocasiones no me explico cómo le hicimos para que alcanzaran el frijol y las tortillas para todos, manifestó.
Su boca se llena de aire y suelta: “Al gobierno no le importamos los desplazados. Sólo se interesa por obtener beneficios; por eso no nos han tendido la mano.
Yo oraba y oraba. Ahora con más razón, porque todo el mundo está perdido. Nosotros no tenemos nada qué ver con eso que pasó allá. Ya no confío en nadie, sólo en Dios. El ser humano se equivoca, Dios no. Si Dios no va conmigo, no voy.
–¿Ni a La Tuna?
–Ni a La Tuna ni a ningún otro rancho.
Fuente: La Jornada
Autor: Javier Váldez Cárdenas
http://www.jornada.unam.mx/2016/07/11/estados/026n1est