En unos cuantos días, el Secretario de la Defensa Nacional ha secuestrado la agenda política nacional. Lejos se ve la recomendación que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitió tras su visita a México en 2015: “Desarrollar un plan concreto para el retiro gradual de las Fuerzas Armadas de tareas de seguridad pública y para la recuperación de éstas por parte de las policías civiles”.
En unos cuantos días, el Secretario de la Defensa Nacional ha secuestrado la agenda política nacional. Lejos se ve la recomendación que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitió tras su visita a México en 2015: “Desarrollar un plan concreto para el retiro gradual de las Fuerzas Armadas de tareas de seguridad pública y para la recuperación de éstas por parte de las policías civiles”.
El súbito fortalecimiento del debate sobre el papel del ejército en las calles, se da en el ocaso de uno de los años más violentos de la recién cumplida década de guerra contra el crimen organizado, pero de ninguna forma empezó por la exigencia del General Cienfuegos, ni con las iniciativas presentadas por Roberto Gil Zuarth en el Senado y César Camacho en la Cámara de Diputados. Las organizaciones de la sociedad civil y las víctimas de la violencia han recorrido un camino muy largo en los últimos años en la búsqueda de controles y contrapesos democráticos al uso arbitrario de la fuerza, pero ni lo documentado en casos tan emblemáticos como Tlatlaya y Ayotzinapa, han logrado la atención del Congreso como el golpe en la mesa del General.
Nunca respondió Enrique Peña Nieto con tanta celeridad y compromiso con el tema como el pasado lunes al otorgarle la razón al General que lo acusó a él y a los tres poderes de la unión como lo hizo. Cienfuegos acusó al Poder Judicial de no saber implementar la reforma penal para mantener en la cárcel a los delincuentes, al Legislativo por mantener un marco legal indebido para el papel de las fuerzas armadas y al Ejecutivo, por mantenerlos inconstitucionalmente en las calles, pues los diez años de la guerra contra la delincuencia organizada vienen de una orden ineludible del comandante supremo de las fuerzas armadas y no de una estrategia integral, como se ha evidenciado desde hace años.
La inmediatez y torpeza del presidente en su respuesta, concediendo la razón al General “a pesar del contexto”, Dibujan con claridad su tamaño frente a la institución que comanda. A la mente vienen todos los episodios en los que Peña no ha demostrado ser el Comandante Supremo ante situaciones tan delicadas como, por ejemplo, cuando el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) nombrado por la CIDH para coadyuvar en las investigaciones del caso Ayotzinapa, solicitó entrevistar al batallón 27 de Iguala y la resistencia, hasta mediática, del General para colaborar con una obligación adquirida por el Estado Mexicano.
Como si viera que la institución presidencial tambalea hasta en el Congreso mismo, el General actúa motu proprio, primero preparando el terreno en ambas cámaras (pues sería iluso pensar que las iniciativas presentadas por Gil y Camacho en las cámaras no tienen la pluma castrense en cada exceso propuesto) y luego, cuando llegaron las resistencias, al protagonizar la defensa de una ley que, ha de pensar, el presidente no puede liderar. Así, el General no apela a un debate nacional donde puedan participar todos los sectores que deberían hacerlo, mientras dos poderes de la unión se encogen de brazos y acatan la orden.
Nadie puede negar que es necesario actualizar el marco legal con el que actúa el ejército, pero hacerlo sin poner el centro del debate la necesidad de contar con controles democráticos y contrapesos, concediéndole facultades que ha tomado por la fuerza y de las cuales derivan violaciones graves a los derechos humanos, aleja a la propia institución de un fin legítimo por uno tan mezquino como lograr impunidad y lavar una imagen contaminada por evidencias tan espeluznantes como el hecho de ser considerado el ejército más letal del mundo al matar a ocho personas por cada una que hiere.
También se debe reconocer que al interior de la propia institución castrense, existen víctimas de la decisión de mantenerlos en labores de seguridad pública. Por años, miembros del ejército han visto la creación de grupos de élite, como la Gendarmería, dotados de presupuesto y prerrogativas que, en muchas ocasiones, ni los militares poseen.
Tampoco pueden hacerse de lado episodios como la emboscada del pasado 30 de septiembre en Culiacán, que ejemplifica la colusión de las fuerza policiacas locales con el crimen organizado; pero si permitimos que la solución sea legalizar lo normalizado, lejos estaremos del fortalecimiento que necesitan las policías y las fiscalías, para que sean éstas quienes puedan garantizar la seguridad ciudadana.
La Ley Cienfuegos está en el horno y el debate que llegará tan pronto como el 2017, no puede empezar con absolutos: Ni el ejército debe permanecer en las calles con una ley que legitime su excesos, ni el retorno a los cuarteles debe darse en una sola orden. Por eso, el Congreso debe hacer lo que no fue capaz de atender con responsabilidad cuando la CIDH y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas recomendaron a México, y pensar en el retorno paulatino de las Fuerzas Armadas, de tareas ajenas a su naturaleza. Van 200 mil muertos tarde.
FUENTE: ARISTEGUI NOTICIAS.
AUTOR: ALFREDO LECONA.
LINK: http://aristeguinoticias.com/1412/mexico/la-ley-cienfuegos/