Aun cuando la presencia de negros en México se remonta a la época de la Colonia, el Estado los ha excluido de la historia nacional y les ha escamoteado sus aportes a la cultura. Apenas en 2015 una encuesta del INEGI reconoció oficialmente su existencia: 1.2% de la población es afro, pero ello no derivó en políticas públicas que le permita acceder, como grupo diferenciado, a programas sociales. La renuencia a aceptarlos como parte de la nación los ha hecho objeto de exclusión y hostigamiento. Proceso y Periodismo CIDE –con apoyo de la Fundación W. K. Kellogg– elaboraron el siguiente reporte especial sobre la “discriminación invisible” que –de manera cotidiana, desde el Estado y la sociedad– sufren los afromexicanos.
Tanya Duarte nació en Mazatlán y creció en la Ciudad de México y en Tepoztlán, Morelos. Una noche de 1999, cuando ella tenía 29 años, en ruta de Cancún a San Cristóbal de las Casas, el autobús de la línea ADO en el que viajaba llegó a una construcción improvisada en medio de la nada, que obstruía la carretera. Agentes de la Policía Judicial Federal subieron al vehículo a revisar a los pasajeros, despertando a los que dormían y encandilándolos con la luz de sus lámparas.
Tanya –una joven de piel oscura y cabello crespo– recibió la orden de bajar. Los agentes le pidieron que se identificara. Primero mostró la credencial para votar con fotografía. No fue suficiente. Ella traía también el pasaporte. Lo examinaron. Pero no les bastó. Tanya sacó entonces el acta de nacimiento; con copia, por si hacía falta.
De cualquier forma se la llevaron. “Tenían unas casitas que habían hecho de lámina de metal. Me encerraron ahí”, recuerda. “Y tenían todos mis documentos”.
No le ofrecieron la oportunidad de hacer una llamada telefónica.
Sin embargo, no todo estaba en su contra: cuando el chofer del autobús se dio cuenta de que la iban a retener, “se vino detrás de mí, rogándoles, así como diciéndoles: ‘No le vayan a hacer nada a mi pasaje, no le vayan a hacer nada a mi pasaje’”.
En el cuarto de detención, no obstante, la dejaron sola. Ella se preguntaba si la tratarían como a una migrante indocumentada, si la trasladarían a una estación migratoria para deportarla de su propio país hacia uno extraño; o si, con suerte, la liberarían en la madrugada, para que pudiera adentrarse en la oscuridad de la selva chiapaneca.
“Yo estaba paniqueada porque no sabía si ya se había ido el señor, pero el chofer me esperó y pues no pasó nada.”
A diferencia de muchos mexicanos, que pueden salir de una situación así mostrando la licencia de conducir, la credencial de elector, la de estudiante o, incluso, la del club deportivo, Tanya es sometida regularmente a mayores exigencias y peores tratos debido a su apariencia africana. Si viaja con un póquer de documentos, no es porque no sepa qué más le van a pedir cuando realice algún trámite, sino porque si falla en presentarlos corre el riesgo de ser expulsada a Guatemala, Honduras, Haití u otra nación, donde, ahí sí, sería indocumentada.
Como se ve, portar esos documentos no siempre es suficiente. Tanya debe explicar con claridad quién es, qué hace y a dónde va; o saber lo que, según los funcionarios del Instituto Nacional de Migración (INM), todo mexicano conoce de memoria, como el Himno Nacional y los nombres de gobernadores y secretarios de Estado.
“El problema –resume Cristina Díaz, una afromexicana nacida en Tuxtla Gutiérrez– es que me tratan como extranjera en mi propio país.”
La negación
“Los afros tienen una sonrisa linda. Y, pues, cuando ya es de noche, se les reconoce por sus dientes.”
Oliverio Francés juega con uno de los estereotipos más comunes, pero, en su caso, es estrictamente cierto: sonríe e ilumina las penumbras de su casa de dos plantas, ubicada en lo que hace 20 años era un terreno en las afueras de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, que hoy ya ha sido devorado por la ciudad.
Como es Día de Muertos, ha levantado un altar en memoria de su padre: colocó en el centro una foto en la que el finado aparece al lado del cómico Tin Tán –ambos vestidos de pachucos–, así como las portadas de viejos discos de 45 revoluciones. Se trata de “Leopoldo Francés, Zamorita, el artista afromexicano más reconocido en México y en el mundo”, precisa.
Oliverio muestra un video en el que se observa cómo un guapo negro baila sensualmente con Brigitte Bardot –entonces de 21 años–, frente a las miradas de hombres blancos visiblemente alterados. La película es Y Dios creó a la mujer, de Roger Vadim, estrenada en 1956. Hace 61 años, Leopoldo Francés provocaba esa combinación de temor, incomodidad y condescendencia que en pleno siglo XXI sigue alimentando el racismo hacia los afromexicanos.
“En la primera película que vi, Los diablillos de arrabal, de 1938, (mi papá) tenía como 14 años”, recuerda Oliverio. “Pero su vida artística empezó mucho antes, a los nueve años, cantando en las calles de la Ciudad de México, en los peseros. Hasta que alguien lo encontró bastante atractivo para hacer algo en el cine”.
Fue el primer afromexicano que halló un espacio en la entonces floreciente industria fílmica nacional. Aunque nació en la capital de la República, “tenía que decir: ‘No, yo soy cubano’… Sólo así lo reconocían como músico y actor porque dizque aquí no hay afromexicanos”.
Tanya Duarte señala: “En México te bajan del autobús no solamente los agentes de (el Instituto Nacional de) Migración, sino también de la Policía Judicial (ahora Ministerial Federal) y los militares”.
Y en los frecuentes encuentros de los afromexicanos con estas autoridades es común que les expliquen que el trato diferenciado y el hostigamiento se basa en que “en México no hay negros”. Si ellos aseguran que son ciudadanos mexicanos y presentan documentos que los avalen, deben estar cometiendo un delito.
No es extraño que ocurra esto cuando el propio Estado mexicano ha tardado tanto en reconocer su existencia. “En 2015 se contabiliza por primera vez a la población afrodescendiente”, explica Ricardo Bucio Mújica, expresidente del Consejo Nacional para la Prevención de la Discriminación (Conapred), “cuatro siglos después de que están viviendo en nuestro país”.
En ese año, la Encuesta Intercensal –un ejercicio estadístico nacional que se realiza entre los censos decenales– incluyó una opción inédita en la parte sobre la identidad de los entrevistados: la de considerarse “negra(o)”, es decir, “afromexicana(o) o afrodescendiente” de acuerdo “con su cultura, historia y tradiciones”.
Así se hizo el “descubrimiento”: 1 millón 400 mil mexicanos se declaran de ascendencia africana. Pero éstos son sólo los que han sido capaces de reconocerla y, además, asumirla. Para muchos mexicanos resulta difícil entender por qué tienen rasgos físicos o tradiciones que no parecen encajar en el marco de lo indígena o del mestizaje indígena-europeo, ya que la presencia africana en México ha sido excluida de la historia nacional a pesar de que el número de negros en varios momentos de la Colonia española fue superior al de blancos peninsulares. A finales del periodo novohispano, las cifras todavía se mantenían muy próximas: en el censo de 1793 fueron contados 6 mil 100 africanos y 7 mil 904 europeos.
“¿Por qué se hizo en este país, y en muchos otros, un blanqueamiento de la historia? ¿Por qué sólo héroes blancos? ¿Por qué todo el Paseo de la Reforma tiene héroes barbados nada más? ¿Por qué de Morelos nunca se dijo su ascendencia, o de Vicente Guerrero?”, cuestiona Bucio, quien, durante su gestión en el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred, 2009-2015) encabezó los esfuerzos para promover la toma de conciencia respecto de la población afrodescendiente.
Bucio, que ahora funge como secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes, explica que “existen cuatro faltas de reconocimiento que históricamente han tenido los afrodescendientes en México”:
Una es la del reconocimiento histórico: “No está en los libros de texto el hecho de que han estado en México desde hace siglos. No se fueron, no desaparecieron”.
La segunda es el desconocimiento “de su aporte al patrimonio cultural, a todo lo que México ha ido desarrollando a lo largo de los años a través de sus culturas”.
En tercer sitio está “la falta de reconocimiento constitucional”, pues el artículo segundo de la Carta Magna sólo menciona a los pueblos indígenas y a los europeos, “pero no a este importante grupo, que además era más numeroso que el de los europeos”.
Y en cuarta posición se encuentra la única, de todas estas faltas, que fue subsanada a partir de la Encuesta Intercensal de 2015: el reconocimiento demográfico. Que sean considerados en los censos y, a partir de eso, “que estén también en todas las estadísticas, información, registros administrativos nacionales, con información desagregada que permita tomar decisiones de política pública”.
Estas faltas tienen consecuencias directas en los afrodescendientes, tanto en lo colectivo como a escala individual, pues el “no conocer de tu pasado, no saber por qué tienes un determinado color de piel, por qué tienes ciertas tradiciones y costumbres, es un problema, incluso en la constitución de ti como ser humano, pero también de tu familia, de tu sociedad”, explica la doctora María Elisa Velázquez, coordinadora nacional de Antropología del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y presidenta del Comité Científico del proyecto internacional La ruta del esclavo: resistencia, libertad y patrimonio, auspiciado por la UNESCO.
“Digamos que el primer problema que enfrentan las comunidades afrodescendientes en México tiene que ver con no conocer su pasado”, expone Velázquez. “En la época colonial, los mexicanos se constituyeron por muchas poblaciones indígenas: otomíes, mayas, nahuas, etcétera; y por muchos grupos africanos: bantúes, wólofs, mandingas. Eso constituyó a los mexicanos. La palabra mestizo, incluso, el mestizaje, es un concepto que se desarrolló para querer reunir a todas las poblaciones que conformaron México, pero fundamentalmente españoles e indígenas. Todos los otros grupos quedaron fuera.
“Ha habido una historia, desde por lo menos el siglo XIX, de invisibilización, de menosprecio, de negación de la importancia de las sociedades africanas en la formación de la sociedad mexicana. Y, entonces, la historia de estas personas no está en los libros de texto, no está en los museos, no está en la memoria social”, afirma.
Sin referentes
Para una persona que desconoce su ascendencia africana es difícil comprenderla, apropiársela.
Cristina Díaz, de profesión administradora y también activista de los derechos de las mujeres, nació en Tuxtla Gutiérrez. Es hija de un cubano y de una chiapaneca de etnia zoque.
“Yo sabía que era una persona negra, una mujer negra, porque mi papá es negro, así de puntual”. Sin embargo, “no había una cultura que me explicara a mí”, comenta.
Señala que los libros de texto en los que estudió consignan la llegada de personas que formaron este país antes de que se llamara México, pero “no había ningún libro donde yo pudiera ver a una persona negra, una persona afro”.
“Cuando yo le explico a una persona sobre su origen… obviamente nadie quiere ser afro, nadie quiere ser negro”, explica Tanya Duarte, psicóloga especializada en atención a mujeres que han sufrido violencia sexual y doméstica. “Los mexicanos hemos crecido con las telenovelas y con las películas de la época del cine de oro, donde los papeles para los afrodescendientes son de esclavos, sirvientes, borrachos, prostitutas, ladrones. Durante toda mi infancia me decían Memín Pingüín, Rarotonga, Caníbal (personajes de cómics). En cada cumpleaños mis primos se afanaban en regalarme un hueso de pollo para que me lo pusiera en mi pelo”.
Hija de una española vasca y de un haitiano que se conocieron en la UNAM, Tanya fue alejada de su padre porque él no fue aceptado por la familia materna y la joven se casó con un antiguo novio. Así fue que creció “en una familia con una mamá rubia, un papá güero y una hermana y un hermano pelirrojos”. Fue “la única negra del kínder, de la primaria y de la secundaria. Fue hasta la prepa que vino otro niño afro. Y en el kínder y primero de primaria era muy locochón que los niños y las niñas me lamieran y me mordieran para saber si era de chocolate, o me tallaban para ver si me despintaba”.
Los niños de varias generaciones fueron educados con canciones del compositor Cri-Crí, de las que, dice Tanya, “siento que eran sumamente violentas, racistas y sexistas: durante todo el kínder y la primaria me obligaron a bailar la Negrita cucurumbé, que era una negrita que quería blanquear su carita con las olas del mar; también bailé la Muñeca fea, a la que nadie la quería porque tenía la cara llena de hollín; el Negrito sandía que dice muchas picardías y groserías y demás. Y los niños que obligaban a bailar conmigo, pues me odiaban porque los pintaban de negro para que fueran mi pareja de baile”.
Cristina pudo ser acompañada, en cambio, por padres conscientes del reto de educar a su hija en un ambiente adverso, falto de figuras que la representaran. “Hábilmente nos compraban (cómics de) los Hombres X, los X-Men, y ahí viene una mujer afrodescendiente, una negra poderosa, llamada Storm, Tormenta. Con mis hermanitos siempre jugábamos y yo decía ‘Soy Ororo’, (una personaje) que era poderosa porque podía dominar los elementos. Y siento que las mujeres y los hombres afros estamos, al igual que los pueblos indígenas, conectados con la madre naturaleza, con la tierra, con el aire, con el fuego. Y esta mujer Ororo podía controlar el viento, podía hacer que lloviera”.
Sostiene que desde el Estado se ha propiciado la ausencia de referentes afros que sean dignos. Afirma que esta omisión ha dejado a hombres y mujeres afros en una situación vulnerable. “No tenemos referentes sanos. Estamos cargados de estereotipos”, apunta.
Subraya que esta exclusión también se realiza desde los medios informativos. En la televisión “nos inculcan a traer el pelo lacio” y no aparecen mujeres con el pelo crespo y mucho menos con estilo afro. Así, “vas aprendiendo a negar tu origen, tu raíz”.
Acoso cotidiano
En el papel, el Estado mexicano dice reconocer la multiculturalidad, pero no en los hechos, asegura Cristina. Si hubiera tal reconocimiento, desde los primeros años de la educación se explicaría que “en este país estamos compuestos culturalmente por indígenas, por personas negras o de ascendencia africana, por asiáticos, que son las corrientes demográficas que fueron haciendo a esta nación rica”. Sostiene que esto no existe y por ello la mayor parte de la población desconoce “que existimos afrodescendientes en México”. Señala en particular al personal del Instituto Nacional de Migración. Dice que le piden identificarse cada que viaja y que invariablemente le tocan las revisiones que supuestamente son al azar. “Yo, a manera de broma, de burla, les digo: ‘Qué casualidad que me tocó el sorteo, que me toca el azar; me voy a comprar un cachito de lotería porque es una suerte que me toque que me revisen’”.
Los funcionarios “asumen que no hay negros en México –explica la doctora Velázquez–, que si alguien es más oscuro y tienes estas características, el pelo rizado, en fin, no eres del país”.
Oliverio Francés nació y vivió en París hasta los 18 años. Era hijo de una francesa de origen ruso-alemán y, por el lado paterno, su abuelo era veracruzano y su abuela zapoteca. Vino a México a reencontrar el legado cultural de Zamorita, a aprender español y descubrir la pasión por los caballos y el vuelo en ultraligero. Se convirtió en guía turístico. En 1988 adquirió la casa y el terreno que entonces estaban en una zona rural y ahora son parte de la ciudad.
Su carácter y buen humor le han ayudado a superar las numerosas situaciones difíciles en que lo han colocado agentes de distintas corporaciones, como el que revisaba su pasaporte, insistiendo en que no tenía sellos de entrada a México, hasta que Oliverio le indicó entre sonrisas que el documento que examinaba era verde, tenía el escudo del águila con la serpiente y decía “Estados Unidos Mexicanos”.
No siempre le fue bien, sin embargo. “Una vez en Villahermosa yo estaba entregando en el aeropuerto a un grupo de turistas y vino un güey y me dijo: ‘No, tú ven pa’cá, ¿eres de Honduras o algo así, no?’. En ese tiempo sólo tenía una copia de mi acta de nacionalidad, y no me lo quiso creer y pues me llevó a la cárcel. Y aparte me metió un toque (cigarrillo de mariguana) en mi chamarra; o sea, me quería joder. Le dije: ‘Bueno, si crees que soy hondureño, llévame con Migración o con la PGR o lo que sea’. Tuve que quedarme 24 horas en la cárcel, hasta que vino el jefe y le enseñé eso. Y me dijo: ‘No, pues disculpe’. O sea, yo vivo aquí y no me daban ni chance de hablarle a alguien”.
Para Tanya Duarte nada justifica que le den un trato distinto al de cualquier otro compatriota, ni que la fuercen a realizar acciones que legalmente no está obligada a hacer. Sólo en el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez ha tenido siete incidentes. En 2011, después de haberse documentado en el mostrador, fue detenida por un militar, un agente de Migración y un policía. Cuando el primero revisaba su pasaporte, dijo: “Ha de ser de Colombia, porque aquí dice que nació en Mazatlán, Sinaloa, seguro tiene algo que ver con el Cártel”. En ese momento, recuerda Tanya, “la señorita ya me había quitado mi bolsa, literalmente la había vaciado, y los tres se abocaron a abrir mi cartera y mi portamonedas, a sacar todo el dinero y a revisar las monedas y los billetes, para ver si tenía residuos de droga”.
El incidente más reciente ocurrió en julio de 2016, cuando conoció en la sala de abordaje a “un muchacho negro, enorme, alto, muy guapo. Su padre era mixe de Oaxaca, y su mamá, garífuna de Honduras. Estábamos conversando y, de lejos, los agentes de Migración literalmente nos señalan. Eran un hombre alto y dos mujeres, una de ellas con la camisa verde, que tiene un rango más alto”. Después entraron cuatro jóvenes indígenas, a quienes llamaron también.
“El agente se llevó los pasaportes de todos nosotros, que éramos seis mexicanos, y las dos mujeres se quedaron 40 minutos, con unas lupas, observando nuestras credenciales para votar. Nos dejaron a todos en una esquina y yo hice un gran escándalo porque me parecía totalmente racista y discriminatorio que solamente nos hubieran llamado la atención a nosotros, por ser indígenas, por ser afros. A ninguna persona blanca de la sala le pidieron un documento. Volvió este hombre, nos regresaron los pasaportes y lo único que dijo la mujer fue: ‘Chiapas es un estado fronterizo y hacemos nuestro trabajo’.”
Experiencias como ésta son cotidianas para Tanya. “Soy la única que llega tarde al vuelo cuando fui la primera en llegar. Y la gente que viaja conmigo en un autobús me odia, porque por mí nos retrasamos todos”.
El fantasma de la deportación
Desde policías municipales hasta el Ejército Mexicano representan un riesgo para los afrodescendientes. Clemente Jesús López, quien fue secretario de Asuntos Indígenas del gobierno de Oaxaca, después de ser director de Participación de los Pueblos Indígenas y Afromexicanos en la misma institución, atendió casos de personas que fueron sometidas a malos tratos, como el de los hermanos Leonardo y José González Silverio, originarios de un municipio de la costa oaxaqueña llamado Santo Domingo Armenta. Los agentes de Migración que los interceptaron en Tijuana asumieron que, si en las credenciales para votar que mostraron, emitidas por el Instituto Federal Electoral de México, aparecían como procedentes de Santo Domingo Armenta, esto indicaba que venían de la capital de República Dominicana. Los mantuvieron detenidos durante 15 días. Los padres de los jóvenes se trasladaron a Tijuana y realizaron gestiones para evitar que lanzaran a sus hijos a la nación caribeña.
En su recomendación 58/2015, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos asienta 15 casos de ciudadanos mexicanos sometidos a abusos por personal del INM que no reconocía su nacionalidad.
En abril de 2016, la web haitiana de noticias Hougansydney.com lanzó una campaña para pedir a su gobierno que enfrentara con políticas específicas el “problema sistemático” de la deportación de mexicanos a Haití, y a los ciudadanos que escribieran a la embajada de México para exigirle explicaciones de “por qué negros de México son deportados a Haití sobre la base de que ‘parecen haitianos’. El embajador de México debe aclarar si ‘parecer haitiano’ es un crimen” en su nación.
Pero… ¿dónde están los deportados?
A raíz de los testimonios recogidos por el reportero, parece que las grietas del sistema no son tan grandes como para que se materialice la amenaza de expulsar a un afromexicano del país. Clemente Jesús aporta la historia de Lucía Domínguez, del municipio oaxaqueño de Huazolotitlán, quien fue detenida en la Ciudad de México y, “sin averiguación de ningún tipo y en menos de 24 horas”, deportada a Cuba, donde permaneció detenida por un par de meses, hasta que una denuncia en la radio local motivó la intervención del consulado mexicano.
Estos hechos se remontan, sin embargo, a la década de los ochenta. Una búsqueda realizada por este reportero en instituciones como el Conapred y la CNDH, en organizaciones internacionales, nacionales y estatales, entre académicos y líderes sociales, permitió constatar que los casos de deportación ilegal de afromexicanos se conocen de oídas, sin nombres ni detalles. Es como el vampiro al que todos temen pero nadie vio.
Clemente Jesús reconoce que hay una falta de registro y la explica como “un fenómeno multifactorial”. El primer elemento, dice, “es la propia condición de la población que prefiere, en temas de justicia, resolver sus asuntos a su manera. Si las personas no recurren a la autoridad cuando alguien priva de la vida a otro, no van al Ministerio Público a poner su denuncia contra el fulano, a pesar de que saben que sigue viviendo en el pueblo, mucho menos lo hacen en un caso que para ellos es vergonzoso: el hecho de que los intimiden o no los identifiquen como ciudadanos de este país”. Prevalece “el temor de que ‘pa’qué denuncio si me puede ir peor’, y en general no hay confianza en la autoridad para tratar los casos”.
Otro factor tiene que ver con un sistema de gobierno en el que “no hay registro de que un policía llevó a ciudadanos afros a la delegación, y ahí los torturó, los golpeó, los maltrató. Porque, ¿cómo un país que ha suscrito las convenciones de derechos humanos, las cartas de Ginebra y todas esas cosas, va a permitir que haya discriminación?”.
El exfuncionario del gobierno oaxaqueño, que mantiene la cercanía con los pueblos negros de su estado, también encuentra causas en las organizaciones de derechos humanos, que “no han particularizado el fenómeno”. Es por ello, concluye, que “hay una condición de invisibilidad de esta discriminación”.
Orgullo afro
El acoso migratorio y las dificultades para entender la propia identidad no son los únicos problemas derivados de la falta de reconocimiento institucional. Los afromexicanos también ven negados sus derechos de acceso a servicios públicos, como los de salud, y de manera colectiva, en los otros del ámbito de la política social, esto “implica que no hay acciones diferenciadas, acciones específicas que tomen en cuenta sus condiciones”, explica Ricardo Bucio. “En muchas comunidades, por ejemplo, hay mayor pobreza y segregación que (las que sufren algunos) pueblos indígenas, pues estos últimos disfrutan de acciones, digamos, afirmativas, presupuestos dirigidos a ellos. Las comunidades afrodescendientes, que pueden estar en una situación peor, no tienen acceso a los programas porque no están reconocidas como tales, no está diferenciado, por ejemplo, el nivel de pobreza que viven”.
Desde los años noventa “los pueblos indígenas están reconocidos en la Constitución y tienen políticas públicas que los benefician”, señala María Elisa Velázquez, pero “las comunidades afromexicanas no. Entonces, cuando ellas iban a solicitar algún apoyo que tenían las comunidades indígenas, les decían: ‘No, pero si ustedes no son indígenas’… ‘Somos de Corralero (municipio de Pinotepa Nacional, Oaxaca), estamos ahí junto con los amuzgos, los mixtecos’. Les respondían: ‘Sí, pero no, ustedes no son indígenas”.
En 1975 México firmó la Convención Internacional para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial, pero durante más de 20 años aseguró que en el país no había racismo, sino “pobreza, desigualdad y otras formas de distinción de las personas”, continúa Bucio. “Fue hasta la década pasada que se reconoció que existe discriminación, a partir de que se modificó el artículo primero constitucional, en el que se inscribe una cláusula antidiscriminatoria”.
Otro factor inhibió que las instituciones admitieran la existencia de los afromexicanos: la percepción de que instaurar políticas en favor de éstos terminaría por afectar las que apoyan a las comunidades indígenas. Bucio señala que era una percepción equivocada pues las políticas para unos y otros “no compiten”.
“Hay gente que dice: ‘Bueno, es que si van a reconocer a los afrodescendientes, entonces también a los árabes, y al rato a los chinos’”, apunta la doctora Velázquez. Estas personas “no entienden que los afrodescendientes llegaron desde el periodo colonial. Pueden considerarse como poblaciones originarias, que tienen que ver con la formación de nuestro país y que, además, han sido desconocidas, menospreciadas”.
Sólo en Guerrero y Oaxaca, con 6.5% y 5% de población afro, respectivamente, ésta ha alcanzado una presencia al lado de los grupos indígenas en las cartas magnas locales. Pero existen otros puntos de concentración afrodescendiente, como Veracruz, Estado de México, Ciudad de México e incluso Coahuila, donde no se ha procedido de manera similar.
“Simbólicamente –añade Bucio– sería muy importante que hubiera un reconocimiento en la Constitución General de la República”, pero las siete iniciativas que han sido presentadas ante el Legislativo se hielan en la congeladora.
A partir de ello podrían crearse instancias especializadas de atención a los afromexicanos, devolverlos a la historia nacional e incluirlos en los libros de texto. Más aún, se puede reconocer que, si las mujeres o los grupos indígenas merecen que se les garantice una presencia mínima en el Congreso, el mismo derecho les corresponde a los negros. Si constituyen 1.2% de la población nacional, deberían tener al menos seis diputados. Pero en esta legislatura no hay ninguno que se asuma como representante de los afrodescendientes.
“Si no entendemos y no reconocemos la aportación africana en la conformación de México, tampoco nos estamos entendiendo; es decir, no es un problema que atañe sólo a esas poblaciones, sino a todos los mexicanos”, concluye María Elisa Velázquez.
“Les digo la receta del mole, del pipián, de los tamales, de las tortitas de colorines, etcétera”. Así disipa Tanya Duarte las sospechas de los agentes de la policía o de Migración. “Mi acento mexicano, mi cultura me defienden y, ¡claro!, el abanico de papeles que me acompaña, por eso no me han podido deportar”.
A través de la página de Facebook Afrodescendencia México, y de unas jornadas anuales de Afromexicanidad, Duarte promueve el debate académico y el intercambio cultural. Pero señala que ésta y otras iniciativas no podrán lograr mucho si el Estado mexicano no impulsa “una campaña permanente” para que los afromexicanos entiendan “su ancestralidad, pues no vamos a tener ninguna herramienta que nos permita identificarnos y restaurar una identidad perdida, robada, invisibilizada. Siento que los afromexicanos, afromexicanas, tenemos que aprender a cómo ser negros”.
Cristina Díaz se ve a sí misma como “una persona con una riqueza cultural inmensa, al igual que el mosaico que es este país, compuesto de africanos, de indígenas, de españoles”.
A la gente que le pregunta de dónde es, Oliverio les responde: “Soy de París, Chiapas”. Algunos no le creen, pero “les cuento cosas de aquí”, hasta que al final le dicen: “‘No, ¡si eres más mexicano que el chile!’ Hay una forma de ser mexicano que es propia mía. Me enorgullece ser un afromexicano en México”.
Fuente: Proceso
Autor: Temoris Grecko
http://www.proceso.com.mx/480201/afromexicanos-la-discriminacion-visible