Aún falta mucho para que salga el sol, pero el día ya va avanzado para Rosa Seseña, quien despegó los ojos a las 4:00 de la mañana, como lo hace de lunes a sábado desde hace 40 años, cuando se mudó– a los 14– de Veracruz a Chimalhuacán, Estado de México, para trabajar como limpiadora y ganar el salario mínimo: 88.36 pesos al día.
Seseña suspira con resignación poco antes de subirse al autobús que parte de su municipio, ubicado en la zona conurbada de la capital del país, se sienta en el primer asiento que encuentra desocupado y se recarga en la ventanilla para intentar dormir un poco, pero no puede. Mira el reloj en el celular. Son las 5:20 de la mañana.
“¡Ya se los cargó la chingada, hijos de su pinche madre!”, grita un muchacho, con pistola en mano, desde la parte delantera del autobús, mientras otro lo secunda en la retaguardia. Ninguno pasa de los 20 años.
Rosa no se alarma. Es la cuarta vez que le ocurre, ya sabe lo que va a pasar. Por eso ya no viaja con joyas (el único anillo de oro que tenía ya se lo habían robado), el celular que usa no es inteligente (no puede ver su cuenta en Facebook en el camino, y es muy barato).
Sólo le duele perder su cartera, donde lleva 200 pesos que pensaba usar para transportarse toda la semana, y su credencial para votar, pero a última hora los ladrones deciden regresarlas. “A ver, cuál es su nombre’’, van preguntando, asiento por asiento, mientras hurgan en las bolsas.
Los bandidos se bajan, el chofer sigue su ruta, y Rosa se queda sin nada en las manos y un dolor de cabeza que le recuerda cuando su marido, “que en paz descanse’’, la violaba. Después vino el segundo hijo. Para protegerse, Rosa fue a poner un dispositivo a escondidas que de todos modos falló cuando el hombre la obligó a tener relaciones sexuales y así le hizo dos niños más.
Poco después de que nació el cuarto, el marido murió por cirrosis y diabetes. Así se quedó ella con el paquete de mantenerlos. “Era increíble que desde entonces los dejaba solos desde la madrugada hasta las 11:00 de la noche, porque son tres horas de camino desde casa hasta la Ciudad de México’’ .
La mayor, quien al quedar huérfana tenía cinco años y era la que mejor entendía, les daba las papillas y biberones y cuando crecieron los guiaba a la escuela “Morelos’’, caminando. De milagro no les paso nada, aunque eran otros tiempos, ahora sería imposible: Chimalhuacán es uno de los lugares más peligrosos del país.
Ahí venden droga, roban niños y de todo un poco: matan mujeres, hay violencia doméstica y concentra un alto porcentaje de la pobreza urbana. Según el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (Inegi), el Estado de México tiene el 12 por ciento de los asalariados con el mínimo, de los cuales, 53 por ciento son mujeres.
“Por favor déjeme entrar al Metro, me robaron todo”, dice Rosa al policía de vigilancia, quien la mira de arriba a abajo, le responde que ese no es su problema, pero luego se conmueve y la deja pasar.
Rosa tiene hambre y no tiene con qué comprarse un atole y un tamal, su desayuno diario. Ahora al dolor de cabeza se le suma un chillar de tripas que se oyen por todo el vagón que temprano va medio en silencio. El sonido le recuerda los años en que no comía para dejar más alimento a sus hijos.
En su casa rentada se tomaba leche Conasupo (subsidiada por el Gobierno) y se la revolvía con agua de masa de maíz para que alcanzara a todos, se compraba sopas de pasta y frijoles y sólo los domingos se comía carne de puerco o huevo con chile verde o rojo.
“Nuestro lujo eran las mollejitas y patitas de pollo’’, recuerda cuando llega al Metro Chilpancingo, donde están las oficinas que limpia. El dueño es un hombre grosero que se la pasa gritando a su personal de publicidad. “Muévanse, muévanse‘‘. A veces lo culpa de robar el whisky que olvida por ahí.
Pero “Rosita”, como la llama el patrón cuando está de buenas, sigue trabajando con él desde hace 18 años porque es un dinero seguro, porque el horario últimamente es matutino y eso le permite a ella trabajar en una casa productora por la tarde para ganar así dos salarios mínimos, que le permiten ir algunos sábados con una amiga al salón de baile “El Refugio”.
“Rosita” se pone un delantal y empieza a tallar el primero de los cuatro baños, la cocina, los cubillos y vuelve a su memoria los años más difíciles de su vida, cuando sus hijos, que estaban solos en casa, comenzaron a crecer, y en la adolescencia dejaron la escuela, luego formaron su familia. Sólo una de ellas es hoy profesionista, maestra de matemáticas en una secundaria.
“Ah, algunos de mis sacrificios sí valieron la pena’’, piensa la mujer mientras friega los trastes. “A ver si alguien me presta 50 pesos para regresarme a mi casa’’.
FUENTE: SIN EMBARGO/LA OPINIÓN.
AUTOR: REDACCIÓN/GARDENIA MENDOZA.
LINK: http://www.sinembargo.mx/29-11-2017/3357237