domingo, 30 de septiembre de 2018

Anarquismo: Filosofía que se resiste a morir

Con 150 años de historia política en hombros el anarquismo se resiste a morir. La corriente ácrata germinó en la periferia agraria europea (Rusia, Italia, España, Grecia), lo que no le impidió conseguir una presencia marginal en los países industrializados. De la Fraternidad Internacional —fundada por Mijaíl Bakunin en 1865 en Nápoles— a la Guerra Civil española corrió el ciclo de esplendor del anarquismo, pero todavía hoy escuchamos de sus organizaciones y advertimos sus huellas en las bardas, la protesta pública y en esporádicas expresiones violentas. No es ocioso, por tanto, interrogarnos acerca de las causas de su persistencia histórica y de los resortes sociales activados por esta ideología política.
Además de ideología, el anarquismo es una cultura, un tipo de acción política y una conducta. La supresión del Estado, la abolición del salario y con ello de la explotación del trabajo, la eliminación de la propiedad privada de las fuentes de riqueza, y la autonomía del individuo y la comunidad son las condiciones indispensables para que la sociedad autorregulada, libre, federativa y fraterna del anarquismo tenga lugar. La razón ilustrada y la moral secular vertebran una comunidad reconciliada y armónica mediante un consenso basado en la ayuda mutua, sin recurrir a la coerción estatal. Obviamente esto requiere de una cultura política fundamentalmente práctica: la transmisión de ideas, valores y la construcción de sociabilidades a partir de la lectura, la prensa, el intercambio de ideas y el trabajo grupal. El anarquismo es un tipo particular de acción política no sólo por sus métodos radicales a veces conspirativos, sino porque adopta formas clandestinas, se mueve en redes subterráneas y tiene liderazgos poco visibles, esto es, transita por carriles distintos de la política formal siempre disponibles aquéllos para quien elija los márgenes o sienta la pulsión libertaria.
Historias de anarquistas (INAH/ UNAM, 2017), edición y coordinación de Miguel Orduña Carson y Alejandro de la Torre Hernández, sigue el itinerario vital y político de estos militantes en distintos espacios geográficos, para internarse después en los imaginarios y la leyenda negra de la acracia. En acuerdo estricto con la justicia distributiva. asigna a cada parte cinco capítulos. La elección metodológica pondera la biografía de los anarquistas de a pie por encima del gran relato y las figuras icónicas. Respecto de la primera parte del libro, el arco temporal se extiende del último tercio del siglo XIX hasta la Revolución Cubana, y toca tierra en Lyon, Verviers, Barcelona, Valencia, Madrid, Ginebra, Londres, Marsella, París, Nueva York, Chiclayo, La Habana, Matanzas y Ciudad de México. Algunos de los hilos que anudan entre sí a estas historias individuales son el internacionalismo, el cosmopolitismo, la edición de impresos, la educación en sentido amplio, la persecución política, la condición subalterna de la intelligentsia ácrata y la referencia o contacto directo con México.
El impresor Octave Jahn y el panadero Paul Bernard desde muy jóvenes iniciaron el periplo anarquista en Cherburgo y Lyon, respectivamente. Eso los llevará a distintas ciudades europeas, múltiples organizaciones, varios emprendimientos editoriales y a la infaltable prisión que comparten en Lyon, ciudad donde se conocieron en 1890, predicaron el antipatriotismo, expusieron los principios del amor libre y la escuela racionalista y convocaron a desertar del Ejército, a la revolución y la anarquía. No obstante las experiencias comunes, sus perspectivas ideológicas no eran idénticas: Jahn tenía mayor simpatía hacia el anarcocomunismo y Bernard prefería el anarquismo colectivista. En México, Jahn colaborará con el Ejército Libertador del Sur y sobre todo dentro de la Casa del Obrero Mundial. El anarquista de Cherburgo falleció en nuestro país en 1917.
Mientras estos anarquistas franceses estuvieron invariablemente en el teatro de los acontecimientos, y ejercieron simultáneamente los roles de intelectuales y activistas en una militancia internacionalista, otros no tuvieron esa oportunidad abierta todo el tiempo y hubieron de contemplar la revolución a la distancia organizándose fuera de sus países de origen. Ese fue el caso de la comunidad anarquista hispanohablante de Nueva York, nutrida por los exilios cubano y español de trabajadores tabacaleros que buscaron acomodo en las empresas estadounidenses del sector.
Minoritario en relación con las comunidades ácratas de otros códigos idiomáticos, el anarquismo hispanohablante tuvo la necesidad de construir una identidad propia y, al mismo tiempo, formar parte de la constelación libertaria más amplia y diversa de todo el planeta en un cosmopolitismo obligado que se expresaba en inglés, ruso, polaco, bohemio, italiano, yiddish, francés, portugués y castellano. Los anarquistas hispanoparlantes fundaron el Grupo Parsons en 1890, al año siguiente el periódico El Despertar, editado hasta 1902, con mayor presencia fuera de Estados Unidos y lectura obligada de los miembros del Partido Liberal Mexicano residentes en la frontera. También en Nueva York ocurrió el momento wobblie de la biografía de Frank Tannenbaum —criminólogo e historiador austriaco de la Universidad de Columbia, autor de varios clásicos de la Revolución Mexicana—, quien se incorporó a la Industrial Workers of the World (IWW) en 1912, cuando trabajaba como lavaplatos en un restaurante de Wall Street.
El vínculo del anarquismo cubano con el español se fincó en la isla, dada la condición colonial de la mayor de las Antillas. El impresor gaditano Abelardo Saavedra Toro inicia la carrera ácrata en el campo andaluz, pero la represión contra los anarquistas por el atentado contra Alfonso XIII y su consorte Victoria Eugenia de Battenberg en 1906 le cuesta la prisión. Excarcelado, el impresor gaditano acepta la invitación de los libertarios cubanos para apoyarlos en sus trabajos editoriales y partidarios. En La Habana, Saavedra Toro edita Rebelión y colabora en ¡Tierra!, que denuncia la opresión porfirista, promueve la Liga de Agitación y Protesta por las Víctimas de la Tiranía Mexicana, y es muy bien acogida en Yucatán. Más tarde, el polaco Agustín Souchy, formado en las filas del anarquismo alemán y el anarcosindicalismo español, pasó por México al terminar la Segunda Guerra Mundial —dedicándose al periodismo y a asesorar sindicatos y cooperativas— para años después partir a Cuba a invitación del Sindicato Gastronómico de La Habana y desempeñar un importante papel en la conformación del cooperativismo, cuando la Revolución cubana realizaba sus primeras definiciones políticas.
Más acotado nacionalmente, el anarquismo peruano enraizó en los enclaves azucareros norteños. En Chiclayo, Manuel Uchofen Patazca, un carpintero autodidacta e impresor, fundó y dirigió La Protesta Libre (1906-1909) y La Abeja(1909-1922), además de centros de estudio, escuelas y librerías ácratas en pueblos y haciendas. Uchofen Patazca impulsó el anarcosindicalismo en las plantaciones azucareras a fin de unificar a los trabajadores de la región para enfrentar a los terratenientes, es decir, “los parásitos que gobernaban la colmena peruana”. Para alcanzar ese objetivo era importante aprender de las experiencias de los movimientos revolucionarios de otros países, por lo que La Abeja no dudó en apuntar que “el problema planteado por nuestros compañeros de Méjico es nuestro”.
Aparte de las obras de teatro de Ricardo Flores Magón, el anarquismo mexicano tuvo expresiones Literarias como Máximo. Luchas civilistas, de Ernesto E. Guerra, quien utilizó el seudónimo de Genaro E. Terrues en la edición de 1918 de Publicaciones de la Escuela Moderna de Barcelona. Es una trama sencilla: la represión porfirista obliga a Máximo Escobar, protagonista de la novela, a exiliarse en Barcelona, donde intima con Francisco Ferrer Guardia. Escobar marcha a Londres para alentar una campaña por la excarcelación del artífice de la escuela racionalista. En la capital británica, Máximo se entera del fusilamiento de Ferrer Guardia en la Semana Trágica de 1909. En cuanto corriente política, la acracia sobrevivió al magonismo, participó en el sindicalismo posrevolucionario y en la posguerra la congregó la Federación Anarquista Mexicana, la cual publicó la nueva época de Regeneración adoptándolo como órgano oficial de la organización a partir de 1952. Sus páginas fustigaron la democracia burguesa, “el comunismo demagógico” y el nacionalismo oficial; denunciaron los crímenes franquistas y advirtieron el curso autoritario de la Revolución cubana.
La leyenda negra del anarquismo es coetánea a su historia, aunque el vocablo sirvió desde mucho tiempo atrás para dar otro nombre al caos o denunciar la tentativa, considerada espuria, de la multitud de autogobernarse. Los girondinos franceses tildaron de anarquistas a sus adversarios radicales porque les atribuían una vocación destructiva. Sinfín de pronunciamientos militares decimonónicos buscaron legitimarse combatiendo la anarquía. A finales del siglo XIX, el novelista tapatío José López Portillo y Rojas ratificó en El Nacional la ponderación negativa de aquélla, presumiendo que los libertarios querían aniquilar lo más valioso que poseemos, luchar contra todo lo que somos para “entregarse a horribles ideales de exterminio”.
Si eran benévolos, los detractores consideraban a los anarquistas “idealistas”, “ilusos” y “utopistas”, sin detenerse en sus argumentos, los fundamentos de la doctrina ácrata o los problemas de la civilización moderna que pretendían resolver. El prejuicio nubla ambas perspectivas, pues ni los ácratas mexicanos recurrieron al terror como instrumento de lucha (en México no se registró algún magnicidio como aconteció en Rusia y España) y, en cambio, fueron quienes primero y mejor diagnosticaron las grietas del régimen porifiriano. En lo que no había duda, como bien advirtió López Portillo y Rojas, era que a los anarquistas “lo único que les preocupa es acabar con el orden establecido”.

FUENTE: EL FINANCIERO
AUTOR: CARLOS ILLADES