Desde hace varias décadas, la denuncia y el combate a la violencia contra las mujeres se ha convertido en la gran batalla de la mayoría de las feministas, las mexicanas incluidas. La existencia de una violencia especial, dirigida a las mujeres, ha monopolizado la reflexión y el activismo feministas. Un triunfo que hay que reconocerle al feminismo es el de haber hecho visible la naturalización social que había en relación a esa violencia contra las mujeres. A medida que las feministas empezaron a denunciar los casos de mujeres violadas, mujeres golpeadas, mujeres asesinadas, y esos casos se empezaron a contabilizar, surgió ante los ojos de la sociedad la magnitud de un problema que se padecía de manera individual. Celia Amorós nombra a este proceso “pasar de la anécdota a la categoría”, y deriva de ahí la idea de que “conceptualizar es politizar” (2009:3). Esta filósofa explica que la conceptualización se produce cuando se activa un mecanismo crítico, como el que, al registrar los casos, visualizó la magnitud de dicha violencia.
Por todo ello, como bien señala Elisabeth Badinter, hay que “rendir homenaje al feminismo actual que le dio a la violación su verdadero significado, que se movilizó ampliamente para sacar a las víctimas de su soledad y de su silencio” (2003a:30). También hay que alabar a las feministas que investigan asesinatos de mujeres, se arriesgan a denunciarlos –y a “contarlos” como señaló Amorós– y así logran que se reconozca el feminicidio como una trágica y espeluznante realidad social. Y finalmente hay que estar profundamente agradecidas con los grupos de activistas que, de manera comprometida y valiente, se dedican a acompañar a las mujeres víctimas de violencia en la búsqueda de justicia, protección y reparación del daño. Pero simultáneamente a todos estos reconocimientos es preciso llevar a cabo una crítica sobre las consecuencias negativas que han producido las creencias mujeristas y victimistas en el abordaje al problema de la violencia.
Recordemos que después de esa necesaria visibilización varios grupos feministas exigieron una mayor atención a la violencia dirigida específicamente contra las mujeres, y se sumaron a la corriente radical que elimina la distinción entre la “victimización derivada de un delito” y la “victimización social”. Las feministas radicales denuncian que existen multitud de conductas socialmente admitidas y jurídicamente no prohibidas que presuponen la desigualdad entre hombres y mujeres, tal como lo fue el acoso laboral, y califica de “victimización social” la adjudicación de lugares, tareas y comportamientos “femeninos” que supuestamente conllevan la subordinación social de las mujeres. Esta victimización social está respaldada por toda una gama de rituales, costumbres y símbolos, que postulan la superioridad social de los varones y que reproducen el sexismo (Meloy y Miller 2011). Las feministas denuncian la existencia de esa victimización social fundamentada en el abuso y la prepotencia social patriarcal inscrita en leyes acordes con este código normativo social. Al principio esto generó rechazo, pues desde un punto de vista jurídico no se puede hablar de “víctimas” cuando la conducta que crea la victimización no es un delito. En muchos usos y costumbres que “victimizan” a las mujeres, los “victimizadores” actúan cumpliendo las normas del mandato cultural que les corresponde, sin violar ley alguna (Meloy y Miller 2011). Por eso, muchas situaciones de injusticia social son consecuencia de la permisividad misma de la sociedad ante determinadas conductas tradicionales (usos y costumbres), que atentan contra derechos humanos básicos. Sin embargo, desde tal perspectiva las feministas no suelen visualizar el conjunto de ventajas, gratificaciones y privilegios que se derivan de la misma posición femenina, y tampoco consideran si los varones padecen algún tipo de victimización social derivada del mismo código social. Esta ceguera genera una perspectiva para la cual todas las mujeres tienen categóricamente la condición de “víctimas” potenciales y todos los hombres de perpetradores o victimarios.
A lo largo del tiempo el término víctima ha venido a cobrar significados adicionales al original, que es el de una persona (o animal) que se sacrifica a los dioses, y en la actualidad se ha pasado a nombrar como víctima a la persona que resulta perjudicada por cualquier acción o suceso. En 1987 la Asamblea General de la ONU en su Declaración sobre los principios básicos de justicia para víctimas del crimen y el abuso de poder, definió a las víctimas como: “personas que, individual o colectivamente, han sufrido daño, incluyendo daño físico o mental, sufrimiento emocional, pérdida económica o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales, a través de actos u omisiones que violan la ley, incluidas aquellas que prescriben el abuso de poder”. Hoy en día el concepto víctima se usa de manera indiscriminada para nombrar a cualquier persona que sufra un daño, una pérdida o una dificultad derivada de una multitud de causas: un delito, un accidente, una enfermedad, una violación a sus derechos humanos, un desastre natural, etc. Así tenemos que hay víctimas del cáncer, víctimas del racismo, víctimas de un huracán, víctimas de un secuestro o víctimas de las circunstancias. La “victimología” surge como una respuesta de política pública para garantizar los derechos de las víctimas, que incluyen su defensa, la reparación del daño, la protección de la identidad y el tratamiento terapéutico especializado (Elias 1986). Con la victimología, la persona víctima (o el grupo al que pertenece esa persona) adquiere visibilidad de que está siendo objeto de persecución, violencia o discriminación. En el discurso feminista hegemónico, el de las dominance feminists, se concibe la condición de víctima como parte integral de la condición femenina. Y al haberse “feminizado” simbólicamente el concepto de víctima, a los hombres les cuesta mucho trabajo asumirse como víctimas, incluso siendo agredidos o maltratados.
Hoy existe una perspectiva muy crítica respecto del abuso de la posición de víctima. “Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo?” (Giglioli 2017:11). Ya Elisabeth Badinter había planteado la existencia de la creencia de que, por su condición de víctima, una persona dice forzosamente la verdad (2003a:51). Sin duda hay muchas mujeres que son víctimas, y sin duda hay riesgos que mayoritariamente afrontan las mujeres. Pero también es cierto que, aunque su número es mucho menor, hay mujeres victimarias, y hombres víctimas. Por lo tanto, es necesario reconocer que el discurso social sobre la victimización femenina dificulta visualizar el panorama completo.
FUENTE: PROCESO
AUTOR: MARTA LAMAS