Quiero decirlo, ya no solo pensarlo y repensarlo día y noche.
El movimiento #MeToo me perturbó. Primero me cautivó, me emocionó. Pensé en todas esas chavitas que me causan admiración, las nuevas mujeres, las que hacen lo que se les da la gana, con imaginación desbordada y esa audacia de ir y venir en bici o en moto a todos lados. Mujeres fuertes, con sólidos lazos de fraternidad entre ellas, con sus simbólicos pañuelos verdes al cuello y el puño en alto por la diversidad, la igualdad, la justicia, contra la impunidad. Por nuestra libertad.
¿Cómo son ellas frente al espejo de la liberación femenina, cómo enfrentan el machismo y el acoso, ya lejos de la mojigatería y la timidez de nuestra generación? Me dispuse a seguir los hilos de la plataforma en Twitter. Leí con muchos sobresaltos denuncias de todo tipo contra el acoso y el abuso de escritores, periodistas –mis colegas, mis amigos--, músicos, gente de cine, de la academia, del activismo social.
Encontré entre las narrativas dolorosas y los rasgos de vidas lastimadas por el abuso líneas valientes, reacciones de solidaridad, relatos indignantes y expresiones liberadoras. Y también muchos textos incongruentes, palabras que no tenían el timbre de la sinceridad, relatos que confundían maltrato laboral con abuso sexual.
Me pareció que muchas veces se confundían torpes e indeseados intentos de seducción con acoso, relaciones de pareja tóxicas con violaciones. Hubo denuncias con sabor a mentira, a exageración, a morbo, a revancha. A ratos #MeToo parecía un tribunal sumario, histérico, acrítico. Sé que a mí también me mandará a la hoguera ese coro de voces que bajo la fórmula de la solidaridad repite sin mucha reflexión: #Yotecreo.
Después de un día de leer los tuits sonaron mis alarmas. Me dolió que a las hijas de las curtidas feministas de antes les aquejara la misma parálisis que a nosotras; que a las chavitas de hoy les fallaran, como a nosotras décadas atrás, los mecanismos de defensa; que su respuesta “No es NO” tuviera tan poca fuerza como en el pasado. Sentí que algo había fallado. En la historia de la lucha por las mujeres, pero también en la herramienta #MeToo.
¿Cómo se filtraron y verificaron los mensajes para evitar que los testimonios de buena fe se contaminaran con los linchamientos y los falsos relatos? ¿Qué mecanismos de contención se dispusieron para dar cauce a las revelaciones y evitar dañar a inocentes? ¿Se midieron los riesgos de soltar en las benditas (o malditas) redes sociales todos estos demonios bajo el supuesto de “tirar” el machismo y el abuso contra las mujeres?
Los latigazos de verdad, y los falsos, hirieron a los acusados, convertidos en villanos y violadores a nivel trending topic. Hubo consecuencias: despidos, heridas incurables, desprestigio, carreras truncadas, familias enteras lastimadas. Solo hubo una rectificación de #MeToo: días después de lastimar el buen nombre de un defensor de derechos humanos, el mecanismo reconoció que la acusación era falsa.
Ya para entonces veía claras señales de que el ejercicio, que debía traer fuerza, salud y valor a la indispensable causa de asegurar a las mujeres una vida libre de violencia, se salía de cauce.
Y llegó la sangre al río. El rockero Armando Vega Gil fue objeto de una acusación demoledora. Una niña de 13 años. Un episodio de hace seis, siete años. Un hecho narrado de manera confusa. Él dijo que no era cierto. Pero se sintió acorralado. “Sé que en las redes no tengo manera de abogar por mí, cualquier cosa que diga será usada en mi contra”. Y segó su vida.
Era el momento de callar. Era el momento de detenernos, todos y todas. Y repasar lo andado. Que nadie acuse a nadie, víctimas hay en todos los bandos. Alto.
Pero #MeToo no supo reconocer el valor del silencio. Sobre el duelo y las lágrimas de la familia y los amigos del botellito de jerez hablaron las juezas ciegas: “Jugar con eso para salvarte de una demanda por pederastia e intentar limpiar tu imagen no solo es cobarde, es ruin”. Para mí, el #MeToo mexicano se hundió con esas palabras.
Por eso quiero hablar ahora. Porqué en esas líneas miserables vi las manos torpes e insensibles de unas feministas sin inteligencia, que no supieron conducir un movimiento liberador de denuncia y verdad.
Retomo las palabras de un hombre, no de una mujer: “Es correcto que las mujeres alcen la voz para hacer que nuestro mundo podrido cambie. Es un derecho inalienable el de la denuncia, sobretodo el de las mujeres”. Son palabras de Armando, en su carta póstuma. Si él supo escucharnos ¿sabremos nosotras escucharlo a él?
El #MeToo de twitter se ha terminado para mí.
Me siento a la orilla del camino esperando que pase otro movimiento feminista; que sea limpio, crítico y autocrítico, inteligente, no revanchista. Que recoja todos los gritos de quienes queremos que todas las mujeres tengan una vida libre del abuso, la violencia, las ofensas, los agravios y cadenas del machismo, el patriarcado y la misoginia; una vida llena de amigos, novios, compañeros y amantes para vivir la vida. Y en ese desfile quiero ver también a muchos hombres, a mis amigos, mis compañeros, luchando junto con nosotras.
Estoy segura que de otra manera no se va a poder.
AUTOR: BLANCHE PETRICH.