Mientras los venezolanos y las venezolanas intentan desesperadamente abandonar el país y ansían enviar dinero para alimentos y medicinas a sus seres queridos, la situación se ha convertido en un caldo de cultivo para el tráfico, la esclavitud sexual, la explotación infantil, la prostitución forzada y el sexo de supervivencia de las mujeres y niñas venezolanas. La sexualización de esta tragedia está generalizada. Comenzando con la República Dominicana, donde las mujeres venezolanas han llegado a trabajar como trabajadoras sexuales. Una persona que trabaja en este sector me dijo que debido a que muchos hombres dominicanos prefieren contratar los servicios de las mujeres venezolanas debido a que son una novedad y a su apariencia, esto ha alterado la dinámica local y generado rivalidad entre las trabajadoras sexuales locales.
Uno de los recuerdos de mi infancia me sitúa en un parque infantil jugando a ser Miss Venezuela. No era poca cosa. Crecimos sintiéndonos orgullosas de nuestros orígenes, un país donde la gran variedad de razas mixtas contribuyó a nuestro “mestizaje” y “Miss Venezuela” era una noche en la que las familias se unían para apoyar a la representante de su región local que estaba en el centro de esta narrativa.
Sólo después de varios años me di cuenta, no sólo del daño autoinfligido que esto causó en nuestra psique nacional, sino que otros países también tendrían esta imagen de nosotros, como el país de los concursos de belleza. Lo que no sabíamos era que, en tiempos de crisis, se convertiría en un arma de doble filo.
Debido a una crisis política, económica y humanitaria, los venezolanos están huyendo y dejando todo atrás para alcanzar seguridad. Según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, como el número de refugiados y migrantes de Venezuela supera los 4 millones, este se ha convertido en el flujo migratorio más grande en la historia de la región americana y, después de Siria, es actualmente el segundo más grande del mundo.
Recientemente, se anunció que, por primera vez, las aplicaciones de solicitantes de asilo en la Unión Europea, en el caso de Siria, disminuyeron un 8 por ciento desde 2018 a 20 mil 392, los venezolanos también resultaron la segunda mayor nacionalidad representada, con 14 mil 257 ciudadanos. Mientras que un Gobierno acusado de cometer graves violaciones por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos está en negación, los venezolanos viven una pesadilla diaria sin ver una luz al final del túnel.
El mes pasado, la Organización de los Estados Americanos (OEA) publicó un informe según el cual los migrantes y refugiados venezolanos podrían alcanzar entre 5.3 y 5.7 millones para finales de 2019, y entre 7.5 y 8.2 millones para fines de 2020. Eso significaría que, con una población anterior de 30 millones, la expectativa es que alrededor del 30 por ciento de ellos se habrán ido para el próximo año.
Mientras los venezolanos y las venezolanas intentan desesperadamente abandonar el país y ansían enviar dinero para alimentos y medicinas a sus seres queridos, la situación se ha convertido en un caldo de cultivo para el tráfico, la esclavitud sexual, la explotación infantil, la prostitución forzada y el sexo de supervivencia de las mujeres y niñas venezolanas.
La sexualización de esta tragedia está generalizada. Comenzando con la República Dominicana, donde las mujeres venezolanas han llegado a trabajar como trabajadoras sexuales. Una persona que trabaja en este sector me dijo que debido a que muchos hombres dominicanos prefieren contratar los servicios de las mujeres venezolanas debido a que son una novedad y a su apariencia, esto ha alterado la dinámica local y generado rivalidad entre las trabajadoras sexuales locales.
En México, la aspirante a modelo Kenny Finol, que terminó trabajando como trabajadora sexual, fue brutalmente torturada y asesinada por un traficante de drogas y sicario.
El año pasado, la policía colombiana detuvo en Cartagena a un capitán de la Marina acusado de proxenetismo, prostitución y tráfico de más de 250 niñas y adolescentes, principalmente de Venezuela. Si bien el anillo estaba compuesto por extranjeros y colombianos, incluidos miembros del aparato de seguridad del Estado, el Capitán se atrevió a ordenar a las menores que se tatuaran su nombre, un rasgo indicativo de propiedad y, por lo tanto, de esclavitud sexual.
Algo similar está sucediendo en Trinidad y Tobago, donde la policía ha detenido a policías corruptos vinculados a pandillas, lavado de dinero y tráfico de personas, siendo las niñas venezolanas su blanco preferido. Además, debido a que el Gobierno venezolano decidió cerrar las fronteras, hay casos de mujeres que sufren abusos sexuales y físicos cuando intentan cruzar caminos irregulares y de trabajadoras sexuales que son devueltas por agentes de migración colombianos conscientes de que pueden ser violadas a su regreso.
Pero los tentáculos del tráfico también se extienden fuera de la región de las Américas. En España, la policía continúa descubriendo redes de tráfico que traen y obligan a mujeres venezolanas y personas transgénero a prostituirse. La lista de casos que están surgiendo parece interminable. Desde historias de mujeres obligadas a pagar sus rentas en Colombia a través del sexo, hasta una canción de rap peyorativa en Panamá, hasta ropa interior que dice “a su servicio, soy su Veneca” en Perú, nos han despojado de nuestra dignidad.
Los derechos sexuales y reproductivos de categorías diferentes y superpuestas de mujeres y niñas migrantes se han visto muy afectados. En las ciudades fronterizas ubicadas en Colombia y Brasil, debido a la gran cantidad de venezolanas, incluidas muchas mujeres que han caído en la prostitución forzada y la supervivencia sexual, la xenofobia está en su apogeo.
En Cúcuta, por ejemplo, hay denuncias de que alrededor del 80 por ciento de las trabajadoras sexuales son venezolanas. De hecho, muchas de ellas son menores de edad, que pueden cobrar tan poco como un dólar por sexo, un poco más sin el uso de condones. Como resultado de su estigmatización, en algunas de estas ciudades se les puede negar atención y asistencia médica.
Lo mismo puede suceder con algunas venezolanas embarazadas, a quienes se les ha negado atención prenatal, vacunas y medicamentos, a pesar de una decisión favorable de la Corte Suprema de Colombia y las recomendaciones del Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) con respecto a protección de las mujeres migrantes.
Entonces tenemos una situación en la que no sólo las mujeres y niñas venezolanas están contrayendo enfermedades de transmisión sexual y obteniendo embarazos no deseados, sino que el derecho a la vida de algunas mujeres embarazadas corre un gran riesgo.
Para complicar la situación, según el ACNUR, miles de bebés, que han nacido en Colombia, de madres venezolanas se encuentran en una situación de apatridia. A diferencia de Venezuela, Colombia no otorga automáticamente la ciudadanía a los niños nacidos en el país, lo que significa que un niño debe tener al menos un padre que sea colombiano para obtener la ciudadanía.
Al ser apátridas, estos bebés están en un limbo legal y se les niega su derecho a una identidad. Esto no solo afectará su acceso a la educación y a la atención médica, sino que también interferirá en sus actividades humanas, desde casarse y viajar hasta abrir una cuenta bancaria y alquilar una casa.
En un artículo recientemente escrito por una antigua presentadora de CNN titulado “Deja de dar a luz”, la autora pide al Estado colombiano que controle la tasa de natalidad de los venezolanos ¿Qué viene ahora? ¿Llevar una marca visible?
Hannah Arendt argumentaría que el problema de nuestra concepción actual de los derechos humanos es que están conectados con el Estado-nación más que con la humanidad misma. Debido a que muchas de estas mujeres nunca antes trabajaron en la industria del sexo, hay informes de que cayeron en depresión después de verse en una situación que nunca podrían haber imaginado.
Podemos pensar no sólo en el impacto físico, sino también en el daño psicológico que están experimentando. Necesitan la protección de los Estados donde se encuentran, pero también, los venezolanos deben comprender que muchas de estas mujeres y niñas están sobreviviendo y están tratando de ayudar a quienes están en casa.
Estuve en Bogotá el año pasado y conocí a tres hombres de mi ciudad natal, Maracaibo, que vendían dulces en la Plaza Bolívar. Me dijeron que, a un par de cuadras de distancia, había una calle llena de mujeres venezolanas desnudas ofreciendo sus servicios sexuales. No podían entender por qué habían caído tan bajo.
Pero como dice Virginia Woolf, si Shakespeare hubiese tenido una hermana, probablemente se habría suicidado.
La realidad es que, para las mujeres, todo es más difícil y en una situación de vulnerabilidad, estamos más expuestas a que las personas se aprovechen de nosotros.
Esto, junto con la antigua y ampliamente conocida narrativa de las bellezas locales como producto de exportación, ha alimentado el problema y ha facilitado las violaciones cometidas contra los derechos de nuestras niñas y mujeres.
Y el peligro también parece haber impregnado todas las esferas de nuestra sociedad: un defensor de los derechos humanos en Venezuela me contó cómo sus alumnas inscritas en una universidad de élite siguen recibiendo ofertas tentadoras y sospechosas para viajar y trabajar en países extranjeros.
Es sólo cuestión de tiempo antes de que se implemente un programa de justicia de transición en Venezuela. Cuando llegue ese momento, tendremos que estar preparados y preparadas para recibir a nuestras mujeres y sus hijos y centrarnos en su rehabilitación y en la protección de sus derechos económicos y sociales, en particular la salud y la educación, así como para superar cualquier posibilidad de estigmatización a través de sus historias de resistencia.
Mientras tanto, necesitamos un mayor compromiso de la comunidad internacional y que los Estados latinoamericanos actúen en concierto hacia la crisis migratoria venezolana y su feminización.
El ACNUR declaró recientemente que, si bien en ciertos casos es aplicable la Convención sobre los Refugiados de 1951, la mayoría de los venezolanos necesitan protección internacional para refugiados, según los criterios más amplios de la Declaración de Cartagena de 1984 que se aplica en América Latina.
Según este instrumento, los refugiados pueden ser aquellos que han huido de su país porque sus vidas, seguridad o libertad han sido amenazadas por circunstancias que han perturbado gravemente el orden público.
Además, las niñas y las mujeres no sólo necesitan protección urgente contra los actores no estatales involucrados en la trata, la explotación infantil y la esclavitud sexual, sino que, por motivos de género, se les debe otorgar el estatus de refugiadas debido al miedo y la persecución vinculados a estos crímenes.
Como argumenta Patricia Viseur Sellers, debemos dejar de pensar en la esclavitud sexual como si fuera algo diferente de la esclavitud. ¡Cuánto echamos en falta una Corte Penal Internacional que se ocupe del crimen transnacional!
Los controles fronterizos efectivos por parte de los actores estatales también deben ir acompañados de la aplicación del principio de no devolución, garantizado por los derechos humanos internacionales, el derecho internacional de los refugiados, el Derecho Internacional Humanitario y el Derecho consuetudinario, caracterizados por su naturaleza absoluta sin ninguna excepción.
Finalmente, se deben cumplir los derechos de las mujeres y niñas refugiadas y migrantes, particularmente aquellos de naturaleza sexual y reproductiva.
Si la polis, en lugar de las circunscripciones territoriales, es el espacio público donde las personas hablan y actúan juntas, no puede haber paz si no aceptamos que las comunidades están en constante cambio y reconocemos que los demás deben ser tratados como seres humanos iguales.
Una versión anterior de este articulo puede encontrarse aquí. Traducción: Pascual Díaz para la Comisión para los Derechos Humanos del Estado Zulia.
FUENTE: SIN EMBARGO/DEMOCRACIA ABIERTA
AUTOR: REDACCIÓN/NOEMÍ PÉREZ VÁSQUEZ.
LINK: https://www.sinembargo.mx/19-08-2019/3631385