Miriam y Pedro Alejandro platicaron el pasado 16 de marzo. Ese día ella realizaría, por primera vez, sus actividades laborales desde casa –home office–, para atender trámites relacionados con fondos de inversión, como parte de su trabajo en un banco. Pero él debía asistir al call center donde trabajaba porque necesitaba el dinero. Un mes después, el 16 de abril, Pedro Alejandro estaba muerto.
Justo al siguiente lunes de aquella plática de pareja, el 23 de marzo, Pedro Alejandro Hernández Rodríguez, de 40 años, empezó a sentirse mal. En los meses previos había padecido algunos problemas respiratorios, auditivos y una parálisis facial por estrés –hasta donde sabían–, pero en esa última fecha empezó a tener cierto escurrimiento nasal, tos y decaimiento.
Miriam insistía en que exigiera a sus jefes suspender sus actividades. Su trabajo no era una “de esas actividades de primera necesidad”, pero a Pedro Alejandro lo único que le dijo su supervisor fue que, si faltaba, se le descontaría el día y que con tres faltas sería despedido. Pedro trabajaba en Staff E&I, un call center dedicado a la cobranza de adeudos de las empresas de Grupo Salinas.
“Yo le decía que no era si quieren o gustan, que era una orden del gobierno, pero él me decía: ‘Voy a ir porque necesitamos el dinero y si no, ¿cómo le hacemos?’.”
Tenía los primeros síntomas y el gobierno de Andrés Manuel López Obrador había declarado ya la emergencia, pero Pedro Alejandro siguió asistiendo a la calle de Rascarrabias número 911, donde se encuentra el call center.
La empresa y su dirección se han vuelto conocidas porque siguieron operando aún tras la muerte de Rodolfo Huby Cruz Juárez, un hombre de 30 años que falleció el 28 de abril por complicaciones derivadas de covid-19. Hasta ahora se desconocía que en ese mismo centro de trabajo había al menos tres casos más y que el 16 de abril Pedro Alejandro había fallecido; era otro de los trabajadores con antigüedad de tres años.
Pedro estaba convencido de que sólo necesitaba paracetamol, porque cuando habló a la Línea Covid-19, el publicitado 800 00 44 800, desestimaron su caso. Le decían que seguro era una gripa, que no era necesario acudir al hospital.
“Nosotros tampoco sabíamos qué estaba pasando. Si en la línea nos decían que no, aunque él se sentía mal, nos daba miedo ir al hospital porque qué tal si no tenía nada y ahí lo íbamos a agarrar (el coronavirus)”, recuerda Miriam Cabrera.
Los días pasaban y Pedro Alejandro seguía trabajando.
“Nos dijeron que estaba bien”
El 6 de abril Pedro Alejandro ya no pudo ir a trabajar. Llamó por quinta vez a la Línea Covid-19, sólo para que lo volvieran a desestimar. Pero la dificultad respiratoria era grave, tenía ya picos de temperatura elevada y persistentes los accesos de tos. Decidió ir a la clínica familiar, acompañado de Miriam.
En la clínica 92 del IMSS, en Azcapotzalco, Miriam no pudo pasar. Las medidas sanitarias para evitar aglomeraciones obligaron a Pedro a entrar solo, a paso lento. Tras una larga espera regresó con su esposa con papeles en mano.
El diagnóstico era vago. Le contó a su esposa que lo atendió una doctora que, después de auscultarlo, le dijo que no había nada de qué preocuparse. Le recetó ibuprofeno y paracetamol y le extendió una incapacidad para un día. Pero momentos después entró un segundo médico al consultorio, lo revisó y, al terminar, aunque insistió en que no debía preocuparse, instruyó a la doctora para que emitiera la incapacidad por una semana.
Regresaron a su casa y durante dos días intentó sobrellevar las dolencias. Pero el 9 de abril Pedro Alejandro se encerró. No quería contagiar a nadie; una llamada más a la Línea Covid-19 le volvió a recomendar no salir de casa, pero rechazando que tuviera el letal virus.
Las últimas palabras
En el domicilio familiar vivía su madre, su hijo de 14 años y Miriam. No quiso verlos hasta que el 12 de abril por la noche ya no pudo respirar, ya no pudo ni mantenerse en pie.
“Me dijo que había llamado otra vez a la Línea Covid-19, pero le dijeron lo mismo. Me dijo que eso no le importaba y que lo llevara ya al hospital.”
En familia lo arroparon cuanto pudieron. La fiebre era intensa y temían que empeorara al estar a la intemperie.
Aquella noche el matrimonio fue al Hospital 48 San Pedro Xalpa, del IMSS. Sólo él pudo entrar, Miriam debió quedarse en la reja. Una hora después Pedro Alejandro llamó para avisar que sus pertenencias se quedarían afuera y que tendría que recogerlas. En eso colgó, anunciando que ya lo iban a ingresar.
Fueron las últimas palabras que Miriam cruzó con el hombre con el que vivió 16 años, el padre de su hijo.
La tarde del 13 de abril la familia acudió al hospital para pedir informes sobre Pedro Alejandro. Sólo les dijeron que estaba grave, pero estable, que no se expusieran y que, teniendo noticias, les llamarían al celular. Pero no podían sentarse a esperar y volvieron el martes y el miércoles. Lo mismo. Nada.
Ese jueves 16 de abril, a las cuatro de la madrugada, sonó el teléfono… La llamada fue para avisarles que intentaban reanimarlo, que se fueran de inmediato al hospital. Ahí, en “Informes”, les comunicaron que no resistió y que a las cinco de la mañana había fallecido.
Precariedad laboral
Meses antes de la tragedia, Miriam y Pedro Alejandro platicaban:
–¿Cómo es posible que no te den recibos de nómina?
–Pues no me dan…
–¿Y qué voy a hacer si se necesita un trámite? ¿Qué vas a hacer tú?
–Oye, pero…
La memoria regresa porque al día siguiente del fallecimiento el supervisor de Staff E&I, su jefe directo, la llamó. Pedro Alejandro tenía como prestación un seguro de gastos funerarios. Aprovechó para pedirle un recibo de nómina porque debía cerrar trámites con el IMSS.
“Y me costó mucho trabajo que me dieran el recibo de nómina, estaba contratado por una empresa outsourcing”, dice Miriam, insomne a tres semanas del deceso.
La precariedad laboral es la constante: “Una quincena, dos… Tiro por viaje no les pagaban o les pagaban a medias o no metían horas extra, que porque un ‘error en la base de datos’ y así. No les pagaban lo que ya habían trabajado”.
Con la pandemia declarada y las medidas sanitarias ni siquiera les proporcionaban cubrebocas, guantes, lentes, algo que los protegiera. Pedro Alejandro le decía a Miriam: “Todo les vale madres, no les importan los guantes, los cubrebocas. Pedirlos es peor”.
Miriam está convencida de que ahí trabajan por amenaza, porque si faltan, pueden perder el empleo.
El 30 de abril Miriam vio la noticia sobre la muerte de Huby Cruz. Le pareció que era demasiada coincidencia que trabajara en un call center como aquel en el que laboraba su marido. Buscó en diferentes notas periodísticas y, finalmente, dio con la dirección. Era la misma: Rascarrabias 911.
Esta es la plática de la pareja en los días de fiebre incierta:
–¿Y dónde agarrarías la gripa?
–Pues ahí, en la empresa hay como otros tres igual que yo –le dijo Pedro Alejandro a Miriam.
Ese mismo día 30 habló con el supervisor de Staff E&I. Le dijo que tenían que hacer algo. El jefe respondió que verían lo que se podía hacer.
Pero no se hizo nada.
El lunes 4 el gobierno de la Ciudad de México clausuró el acceso a Rascarrabias 911. De poco sirvió. Un día después, el martes 5, los trabajadores fueron obligados a ingresar por Rascarrabias 913. Un nuevo operativo de las autoridades desalojó el inmueble después de las 13:00 horas.
Ese martes 5 Miriam alcanzó a hablar con trabajadores del call center que fueron compañeros de Pedro Alejandro. Seguían ahí, en efecto, preocupados.
Este texto se publicó el 10 de mayo en el número 2271 del semanario Proceso, en circulación
FUENTE: PROCESO.
AUTOR: ARTURO RODRÍGUEZ GARCÍA.
LINK: https://www.proceso.com.mx/630181/la-primera-victima-de-rascarrabias-911-call-center-al-servicio-de-grupo-salinas