El atentado contra el secretario de Seguridad Ciudadana de la capital de la República, Omar Hamid García Harfuch, trasciende el ámbito local por sus implicaciones en materia de inteligencia y por los señalamientos que hace la propia víctima sobreviviente.
No es inédito el ataque contra funcionarios policiales (federales y locales) e, incluso, militares asesinados en terreno capitalino. Ha habido homicidios de oficiales de la Policía Federal que tenían a su cargo investigaciones sobre líderes de cárteles de la droga y que fueron debidamente planificados y ejecutados. Pese a esta circunstancia, es importante destacar que, tanto por el perfil de la autoridad policial a quienes se dirigió el atentado, sea por sus orígenes familiares como por su formación y trayectoria profesional, el hecho marca un salto cualitativo en cuanto a la consideración del riesgo calculado y los límites que se imponen los propios grupos criminales sobre sus objetivos.
El caso sobrepasa con mucho el ámbito local de las políticas y acciones de seguridad en la Ciudad de México. No es gratuito el mal disimulado golpe de mano militar ordenado por el presidente, de desplazar a la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, inmediatamente después de que se confirmaran los hechos.
Es una mala señal para las estructuras policiales y de investigación, bajo el mando de la víctima, sobre las que hay consenso respecto de los resultados de su actuación contra la presencia del crimen organizado de la ciudad. También es una pésima noticia para los capitalinos.
¿Inteligencia o mera información?
Los trascendidos sobre los que se han cebado los comentarios iniciales del incidente se concentran en dos aspectos a partir de las escuchas ilegales que tiene el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) –algunas de ellas, sembradas en el corazón de la ciudad y no contra objetivos criminales–: 1) La inminencia de un atentado que cometería el Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) y 2) La supuesta confirmación de la especie con la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés).
La reacción –de alguna manera hay que llamarla– de las estructuras operativas del gobierno federal sólo fue especular con base en el organigrama y, quizá, el origen de la intercepción telefónica (Ciudad de México), sobre quiénes serían los objetivos probables del atentado, y se dispuso –se dice ahora que desde el “gabinete de seguridad” federal o la mañanera, habría que decirle, porque actualmente ya no se distingue entre la seguridad nacional ni la pública– “reforzar la custodia de un puñado de funcionarios, incluido el secretario de Seguridad Ciudadana”.
Sobra el comentario sobre la efectividad de la medida. Lo que sí se debe poner sobre la mesa es la deficiente actuación del llamado aparato de inteligencia que tiene el país, cuyo desmantelamiento es obra del actual gobierno.
Por un lado, el acopio de la información respecto de la actuación de la criminalidad en el país, por lo visto, depende de modelos intrusivos que están operando al margen de la ley y, por otro, de una severa dependencia de las agencias de seguridad estadunidenses.
El primer aspecto es relevante en la medida que nos hace evidente que, teniendo sólo una fuente de información –las escuchas ilegales del gobierno–, son incompletos los datos obtenidos así y es deficiente la inteligencia que de ahí se derive, como análisis y propuestas de acción institucional que debe decidir una autoridad responsable.
De la calidad de la información y del análisis dependen buenas o malas recomendaciones, y lo mismo puede decirse de las decisiones que se tomen.
El segundo aspecto no es menos importante. Aceptando la versión oficial filtrada a la prensa días antes del atentado, la “consulta” a la DEA como fuente de autenticidad denota no sólo una grave dependencia de las estructuras civiles y militares de México, sino un alto grado de ingenuidad de “corroborar” un dato bastante pobre en términos de inteligencia ante interlocutores que, en más de una ocasión, han demostrado que tienen una agenda paralela cuando se trata de su colaboración con las autoridades mexicanas.
El “factor americano” no es un elemento malo per se, menos aún si se trata de una colaboración o intercambio de información en materia de seguridad, pero los antecedentes hablan sobre el balance desfavorable que tenemos.
A finales del año pasado la Cancillería anunció como un logro la creación de una “unidad de inteligencia” estadunidense con sede en la embajada de ese país (El Universal, 23 de octubre de 2019), mal resabio de las oficinas binacionales de inteligencia que se crearon con Calderón, cuyo desempeño fue deplorable de la mano de civiles y militares mexicanos.
Inteligencia desaparecida o extinta
Con un enfoque simplificador y policial –inteligencia criminal, según se mire–, el andamiaje institucional del extinto Cisen se trasladó, sin una revisión y un trabajo serio de reingeniería constitucional y legal, a una estructura de seguridad que ha dejado al Estado mexicano sin una herramienta de inteligencia estratégica.
El resultado inmediato es la subsistencia de entes dispersos de mero espionaje, cuyos ejes en el nivel federal gravitan en torno de la visión e interés del presidente, y que ignora el valor de la información y el análisis para la toma de decisiones con visión de Estado.
La expectativa de cambio o salto evolutivo en el arduo andamiaje legal e institucional que representó la creación del Cisen, y su desarrollo como instrumento estratégico, que en los hechos se degradó en la medida que la crisis de seguridad y violencia fue envolviendo al país desde 2005, quedó atrapado en intereses burocráticos y políticos (Proceso 2178, 29 de julio de 2018).
La ignorancia, primero, y el cálculo político del actual gobierno, después, terminaron con la breve esperanza de avanzar en un sistema de inteligencia de Estado que ordenara la dispersión de intereses institucionales y de actores políticos para fortalecer, con un efecto multiplicador, los diversos mecanismos (en el gobierno federal y en los estatales) que a lo largo de tres décadas interactuaron con diversos grados de efectividad.
La creación del ahora CNI no representó un salto evolutivo, salvo de nomenclatura, se adscribió a la naciente Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana y su dirección apuntó hacia un general de división en retiro, amigo personal y paisano del presidente.
Esa doble naturaleza del perfil, castrense y cercanía presidencial, marca la definición del organismo que, tan sólo en las formas, nos devolvió al presidencialismo autoritario y represor del viejo PRI, donde el conocimiento y confianza personal estaban sobre la formación profesional y la lealtad a la ley y las instituciones.
Lo anterior hace del titular de la secretaría una autoridad de paja y papel: sin controles operativos, el órgano de “inteligencia criminal” responde a un mando castrense y al presidente, sin pasar sobre la responsabilidad del secretario.
Con el cambio de gobierno se hizo creer que se vivía una liberación equivalente a la caída de los regímenes socialistas, cuyos aparatos de inteligencia fueron objeto de revisión y escrutinio ciudadano: todo aquel que deseara ver si el Estado lo había espiado, podía exigir su expediente e, incluso, reclamar por las violaciones a su intimidad.
No hubo apertura, pero sí un cuidadoso manejo de mayor restricción sobre la información que debía ser desclasificada y puesta a la luz pública. Mientras tanto, nada ha habido sobre las investigaciones heredadas de espionaje político, las intervenciones de vigilancia electrónica (caso Pegasus) y acoso contra periodistas, activistas y políticos que fueron denunciados en 2017.
Se trata de actividades en las que participaron dependencias civiles y militares (en las que el Cisen no fue ajeno); no sólo quedaron pendientes de la investigación que heredó la vieja Procuraduría a la Fiscalía actual, sino que hay indicios de que el modelo de intervención, ese sí, funciona y ha evolucionado para quedarse en las estructuras militares desbordadas del gobierno de la 4T, según lo ha acreditado Proceso en investigaciones recientes (mayo de 2020).
Falta presidencial
El actual gobierno no se ha caracterizado por su pulcritud en el respeto del marco constitucional, ni en las formas legales del derecho público que limita el alcance de la actuación de sus instituciones.
Con la desaparición del Cisen se dejó en el camino un cuerpo zombi de normas administrativas y prácticas operativas que subsisten ya sin la instrumentación o el potencial estratégico con el que se definieron hace menos de dos décadas.
Esta desaparición y falta presidencial es evidente al constatar que no existe una hoja de ruta que nos muestre a los ciudadanos los parámetros de las definiciones específicas por las cuales transita este gobierno.
De acuerdo con la Ley de Planeación, la administración está en falta porque no ha hecho públicos los programas sectoriales y especiales en materia de seguridad, que debieron haberse publicado en enero.
Apenas se han publicado, con cinco meses de retraso, los de Defensa Nacional y de Gobernación (Diario Oficial de la Federación, 25 de junio de 2020), pero el de Seguridad Nacional sigue pendiente (y al parecer no habrá tal programa). Existe, en cambio, un documento de “Estrategia Nacional de Seguridad Pública” (Diario Oficial de la Federación, 16 de mayo de 2019), instrumento deficiente y confuso que estrictamente no está relacionado con el marco legal derivado del Plan Nacional de Desarrollo y que difícilmente puede denominarse un programa sectorial.
En las formas y en los hechos, el actual es un gobierno ciego en materia de inteligencia para la seguridad nacional, ello resulta evidente. La inteligencia eficiente, dicen los que saben, evita tragedias… y sus galardones se dan en silencio
FUENTE: PROCESO.
AUTOR: ERUBIEL TIRADO.
LINK: https://www.proceso.com.mx/636245/amlo-y-el-deficit-de-la-inteligencia