Aquel lunes 11 de abril de 2011, en la calle Constituyentes del fraccionamiento Las Fuentes, al noroeste de la ciudad de Durango, policías federales y militares cercaron con dos camionetas, una tanqueta y con cinta amarilla un precario taller donde se reparaban radiadores. Adentro, el ruido de la retroexcavadora nos impedía escuchar la conversación entre unos agentes ministeriales que usaban guantes y que, encima de sus uniformes negros, traían puestas batas blancas. A esos agentes les tocaba apilar los cadáveres que, de un hoyo del tamaño de una tina de baño, extraía la pala dentada con la que muerde la máquina retroexcavadora, mejor conocida como mano de chango.
Al operador del armatoste amarillo se le notaba su falta de pericia a la hora de flexionar el brazo mecánico, pero era más evidente a la hora de sacar los cuerpos porque los despedazaba. Junto con los terrones de tierra, caían cuerpos partidos por la mitad, cuerpos que, en unos casos, todavía parecían estar frescos, cuerpos mutilados, pedazos. Ese día rescataron cuatro cadáveres pero, conforme pasaron las horas, fueron saliendo más.
“Interrogamos a unos detenidos y ahora sabemos que hay un chingo de fosas regadas por toda la ciudad”, nos dijo en aquel entonces uno de los comandantes de la Policía Federal que custodiaba la fosa y que había sido enviado a Durango, no sólo porque en ese tiempo se atravesaba por una crisis de secuestros y desapariciones, sino porque también habían arreciado los asesinatos entre narcotraficantes de un mismo cártel. Uno de esos detenidos, de los que hablaba el comandante, era Bernabé Monje Silva, el M14, un expolicía ministerial de Chihuahua que había empezado su carrera delictiva con La Línea y que en ese año, el 2011, era uno de los hombres fuertes de Joaquín el Chapo Guzmán.
Aquel comandante de PF no nos mintió respecto a las fosas:
La mañana del jueves 14 de abril, tres días después del descubrimiento de la primera fosa en el noroeste de la ciudad, una pareja de profesionistas se despertó con el ruidajo que sonaba afuera de su casa, en un fraccionamiento de interés social. Cuando se asomaron a la calle Hacienda del Coyote, una que aún ahora es poco transitada en el barrio de Provincial, observaron que unos militares intentaban entrar a la fuerza a la casa. “Necesitamos excavar”, les ordenaron sin darles mayor explicación. El matrimonio abandonó la propiedad antes de que la máquina rompiera el piso del patio. No supieron que se extrajeron 12 cadáveres, ni vieron cuando los agentes ministeriales amontonaron los cráneos y los cuerpos. Mucho menos vieron cuando otros agentes del Servicio Médico Forense echaron los cadáveres a unas camionetas.
Fue así como se supo que la temporada de fosas en la ciudad había empezado y que a los muertos los estaban sacando como si fueran cascajo.
Un experito federal, de cuyo nombre no debemos acordarnos, nos contó que en la primera fosa que encontraron, o sea, la del taller de radiadores, la retroexcavadora desmembró la mayoría de los cuerpos en los dos primeros días. Que las señas particulares de los cuerpos se perdieron por las dentelladas de las máquinas amarillas. Que el daño que sufrieron los cuerpos por la mano del chango, además, pendió del tiempo de putrefacción. Que de ninguno de los cuerpos se pudo saber, bien a bien, la causa de muerte (o quizás no se quiso saber).
Que usaron maquinaria pesada porque ninguno de los peritos sabía cómo estaban enterrados los cuerpos. Que en esa fosa, la del taller, se hallaron 89 cadáveres; tres eran de mujeres. Que el cuerpo que más tiempo había estado escondido bajo la tierra tenía, como máximo, un año de asesinado. Que también encontraron cuerpos que tenían un mes enterrados. Que, hasta donde se acuerda, el equipo interdisciplinario depositaba a los cuerpos en bolsas mortuorias y que se les identificaba por cuadrantes, cuadrantes en los que tuvo que ser dividida la fosa por la cantidad de cadáveres. Que luego se transportaban a la Fiscalía y que, en caso de contar con el tiempo y con el espacio disponible, se realizaba la necropsia.
Que, pese a todo, se tomaron muestras de ADN en cabello, encías y en sangre. Que se raspaba el hueso y eso lo mezclaban a los reactivos para el análisis e identificación. Que, en los casos donde sólo se contaba con huesos, se obtuvo información genética de la médula. Que para todas las fosas se destinaron cinco médicos legistas y el doble de peritos. Que las jornadas de trabajo eran de 36 horas por 48 de descanso. Que nada que ver con ahora, donde existe todo un grupo de especialistas.
El experito federal nos contó, además, que los exámenes de ADN para familiares de las personas desaparecidas los pagaron los gobiernos estatal y federal. Que no se hicieron muchos exámenes porque eran muy caros. Que, como el hallazgo de fosas fue masivo, la Fiscalía rentó dos contenedores de refrigeración, como los que se usan para transportar carne, y que estuvieron parados en el estacionamiento de la Fiscalía casi cuatro meses. “Los contenedores representaron tal foco de infección que hubo funcionarios y familiares de las víctimas que se enfermaron del estómago y de la garganta”.
Nos dijo que muchos de los cuerpos de Durango fueron a dar a la fosa común que abrieron en la sección sur del panteón Valle de los Sabinos. “La Fiscalía exhumó los cuerpos porque el nivel de descomposición del material genético no era confiable para la compatibilidad con personas a las que se les habían tomado muestras de ADN”. Y también nos contó que el gobierno del estado argumentó que no pudo identificar varios cuerpos porque el suelo contaminó la cadena genética. “Pero hubieran podido hacerla con la médula de un hueso”.
Al final, el experito nos resumió su experiencia en Durango en una frase: “no tuvimos ni la capacidad humana ni técnica para preservar los cuerpos”.
El antropólogo Jorge Arturo Talavera lo dijo de otra manera en julio de 2013, durante una reunión entre la entonces PGR y el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) donde anunciaron la colaboración forense:
“Una excavación es como leer un libro: si le arrancamos hojas, no sabremos cómo empezó, qué sucedió en medio y cómo terminó la historia. En el caso de (las fosas clandestinas de) San Fernando (Tamaulipas) y Durango, se destruyó el libro completo”.
Después de varios años y de varias solicitudes de información a la Fiscalía de Durango, hoy se sabe algo más de ese libro destruido: que fueron 383 los cuerpos -357 de hombres y 26 de mujeres- desenterrados entre abril de 2011 y 2012, los años de profunda violencia en el estado. Y que, hasta 2019, seguían sin ser identificados 259: 186 hombres, 15 mujeres y 61 “restos óseos” que no alcanzaron la categoría de cuerpo.
La mayoría regresó al suelo, enterrados en una fosa común.
La siguiente fosa clandestina, la cuarta —pero es probable que antes hubiera otras—, fue la que apareció en la colonia San Vicente, al sur de la ciudad, el 3 de mayo de 2011. En esa fosa, la retroexcavadora amarilla sacó y desmembró 53 cuerpos, entre ellos cuatro de mujeres. El entonces vocero del gobierno, Héctor Vela, dijo que había cuerpos de policías que habían sido asesinados por negarse a trabajar para el crimen. “A los policías se les obliga cuidar a los secuestrados”, dijo durante una rueda de prensa. Lo que no dijo, porque entonces nadie lo sabía, era que en esa fosa, la de la colonia San Vicente, entre los cuerpos extraídos se encontraba el de Armado Rodríguez Morales, mejor conocido como El Cheyenne, fundador del Partido Duranguense. Al Cheyene lo habían secuestrado mes y medio antes, el 16 de marzo de 2011, cuando se encontraba en su casa.
La quinta y sexta fosas fueron localizadas entre el 7 y el 16 de mayo, en la popular colonia Valle del Guadiana.
La del día 7 fue encontrada detrás de una refaccionaria pequeña sobre la avenida Teresa de Calcuta, esquina Jorge Rivero. De los 45 cadáveres que se extrajeron, uno de ellos —se supo casi un año después, en marzo de 2012— pertenecía al panista Alfonso Peña, quien hasta mediados de 2010, cuando fue secuestrado junto a sus escoltas, era alcalde con licencia del municipio serrano de Tepehuanes, en los linderos del famoso Triángulo Dorado del narcotráfico mexicano.
La fosa del día 16 de mayo fue hallada en un predio bardeado de la calle Valentín Trujillo, un terreno donde sólo entraba y salía gente por las noches. Algunos vecinos, molestos por el escándalo y el olor, no dormían. Otros se resignaban a ver el polvo que removía la máquina y que se alcanzaba a observar por encima de la barda. Los camarógrafos de las televisoras locales alzaban sus equipos para conseguir la mejor maniobra de las máquinas. Los federales obligaban a los ministeriales a seguir con el rescate de cadáveres y los operadores de las máquinas trabajaban sin pestañear. El barrio estaba desierto. Los automovilistas tomaban otra ruta para evitar los terrenos cerrados por militares y policías.
No todos los días, en el patio de tu casa, encuentran enterradas los cuerpos de siete mujeres y de 40 hombres.
En un mes de la temporada de fosas sumaban 246 cadáveres, la mayoría de ellos recuperados por retroexcavadoras. En ese entonces, algunos peritos de la extinta PGR hablaron con los corresponsales de medios nacionales y se quejaron de los métodos. Uno de ellos, el 20 de mayo de 2011, dijo a Excélsior que en la exhumación no se habían aplicado los procedimientos adecuados. “Sustrajeron los cuerpos con maquinaria, como si fuera cascajo. Destrozaron cadáveres sin ningún respeto y sin protocolos”, se quejaba el perito y estimaba, en ese momento, que por ese salvajismo más de 100 cuerpos no serían identificados.
Pese a que en las fosas clandestinas de Durango el número de cuerpos encontrados era todo un récord, la cobertura periodística se fue a las fosas de San Fernando, Tamaulipas, donde se rescataron 193 cadáveres durante abril de 2011. Quizá porque San Fernando quedó apestado después de los 72 migrantes asesinados por los Zetas.
El edificio de la Fiscalía General del Estado de Durango es una construcción rectangular, pero sobre todo fría. Muy fría. Al menos eso nos dijo Luz, una mujer que viajó de Torreón a Durango apenas supo del descubrimiento de las tumbas clandestinas. Su hijo, un gendarme en la Comarca Lagunera, había desaparecido un mes antes, y ella, Luz, no había dejado un solo día de buscarlo. Por eso estaba parada en una de las rampas de la fiscalía, esperando a que a un agente investigador se le ablandara el corazón y le dijera que sí, que iniciaría con el protocolo de cotejo de ADN para saber si el gendarme se encontraba en alguna de las fosas. Pero con lo que se encontraba Luz, como encontraron decenas de mujeres que buscaban a sus hijos o esposos o hermanos, era con evasivas de los agentes. “Es muy caro el proceso, señora”. “No hay lana para los exámenes”. “¿Para qué le busca?, mejor no saber”. “No tenemos el equipo”. “No tomamos fotos”. “No tenemos el archivo”.
“Puras largas nos dan, lo que quieren es que nos desesperemos y nos vayamos”, nos dijo en ese entonces Juana, una mujer de baja estatura a quien era común verla en la entrada principal de la fiscalía. A Juana le habían tomado muestras a regañadientes y le habían dicho: “váyase a su casa, aquí nos encargamos”. Pero Juana no se fue. Todos los días cruzaba media ciudad (vivía en la colonia Benjamín Mendez) y esperaba horas a ser atendida. “No hay nada todavía, nosotros le hablamos”. Los agentes parecían gozar cada negativa que le daban.
“Yo sólo quiero que me enseñen los cuerpos, sé que identificaría a mi hijo, pero no quieren, siempre se niegan”, nos dijo Juana, a quien le perdimos la pista.
Se desconoce cuántos, de los 383 cuerpos que se encontraron en dos años, fueron sacados con retroexcavadoras. Lo que sí se sabe es que el descubrimiento de fosas se dio en la medida de que confesaban el M14 y otros seis ex agentes ministeriales de Chihuahua que trabajaban para el Chapo, quien permitió o que ordenó esconder bajo la tierra a las personas desaparecidas de la ciudad de Durango. Eso nos lo dijo el mismo comandante de la Policía Federal que nos alertó de la temporada de fosas.
Y fue así como, mes a mes, se descubrieron fosas clandestinas en todo el estado:
El lunes 22 de agosto de 2011, por ejemplo, en el municipio de Cuencamé, una ruta importante para el tráfico al sureste del estado, se encontraron tres cuerpos. Uno de ellos era de una mujer.
Otros tres cuerpos, todos de varones, se hallaron en septiembre de 2011, en El Salto, municipio de Pueblo Nuevo, a menos de dos horas de camino desde la capital donde las refriegas entre traficantes eran recurrentes. De esas batallas, aún ahora quedan las osamentas de las camionetas que fueron incendiadas.
En octubre sólo se descubrieron fosas en la capital.
Pero el lunes 7 de noviembre, en el municipio lagunero de Lerdo, vecino al también violento estado de Coahuila, el ejército abrió dos nuevas fosas y recuperó nueve cuerpos. Todos varones.
Ese mismo noviembre, la madrugada del domingo 20, en el municipio de San Juan del Río, se localizó otra fosa con otros nueve cadáveres. Dos eran mujeres.
Y el lunes 19 de diciembre, en el ejido Cristóbal Colón, a orillas de la capital, fue descubierta la fosa clandestina número 12 con 79 cuerpos. En esa exhumación se encontraron a 6 mujeres.
Los agentes de investigación de la Fiscalía, acompañados de los policías federales, continuaron la exhumación de cadáveres.
Después de un par de solicitudes de información —folios 00136417 y 00136717— hoy sabemos que en julio de 2012, en el Cañón del Cerro las Noas, en Lerdo, desenterraron seis más. Y que en diciembre de 2012, en la capital de Durango, en la Colonia Morga, encontraron otros 12 en dos fosas.
En 2013, la Fiscalía sólo reconoció que habían sido 351 los cuerpos exhumados entre 2011 y 2012. Las respuestas ofrecidas en diversas solicitudes de información pública han sido contradictorias. Tanto que a la Fiscalía le falta contabilizar 31 cuerpos.
Aquella vez, la vidente Claudia López, una mujer de cara redonda que suele trabajar bajo una luz mortecina para conectar con las fuerzas ocultas, echó las cartas sobre la mesa, se concentró en los mensajes que le envió el espíritu y cuando entrelazó las manos de Georgina, madre de Carlos, un adolescente de 17 años desaparecido en octubre de 2010 de la calle Constitución, en pleno centro de la ciudad de Durango, le dijo: “El muchacho está bien”. Georgina quiso saber más. Claudia tiró las cartas de nuevo. Pero no salió nada.
Claudia se hizo famosa en Durango por la supuesta puntería para dar con el paradero de personas desconocidas. Cada viernes tomaba carretera por un interminable mosaico de tierras de cultivo, intentando toparse con el camino bien metido en la sierra por donde la vidente le dijo que estaba Carlos.
Un día que Georgina regresó a su pueblo, Santiago Papasquiaro, los amigos, que luego le ayudan, le dijeron que entre las raíces de las plantas había aparecido una camisa a cuadros, como la que llevaba Carlos cuando desapareció. Un cinturón adornado con pita, sin embargo, les confirmó que el cadáver que yacía en la tierra no era.
Sigue sin encontrarlo.
El miedo y la desconfianza son las principales causas para que en Durango no exista ninguna agrupación de búsqueda de personas desaparecidas. Lo que existe es un dato: 497 personas siguen sin ser localizadas en 2020, según el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas. Y existe María Guadalupe Delgado, la coordinadora en Durango del Grupo Vida, un colectivo de familiares de desaparecidos, asentado en Torreón, Coahuila. “Empezamos con el trabajo de acompañamiento a nueve familias de Gómez Palacio, Lerdo y Cuencamé. Ahora representamos a 58 familias”, nos dijo Delgado cuando la entrevistamos.
Delgado nos contó que, en aquel año, 2011, los familiares sí denunciaban, pero no regresaban a la Fiscalía porque los propios funcionarios eran quienes los amedrentaban. “Con el paso de los años, las familias fueron perdiendo el miedo de hablar y de denunciar, y empezamos a darle seguimiento a las carpetas de investigación”.
Pero no fue tan fácil.
“A familiares y a Grupo Vida nos llevó más de tres años de pláticas con funcionarios y hasta con la misma fiscal Ruth Medina Alemán”, nos contó Delgado y luego nos contó que fue hasta agosto de 2018 cuando la Fiscalía las autorizó para, por fin, revisar los archivos fotográficos y tener contacto con el equipo forense. “Pero las fotos eran de mala calidad (mal enfocadas, sin detalles) y no nos sirvieron”. Por eso, Grupo Vida ha estado solicitando que reabran las fosas comunes para analizar los cuerpos enterrados en los panteones y que les den acceso a la base de datos de los centros penitenciarios, pues en las cárceles ha sido encontrada gente desaparecida.
Delgado también nos dijo que con la sorpresa que se están encontrando ahora es de que las carpetas de investigación “desaparecieron”. “El argumento de la Fiscalía es que el mal procedimiento que realizaron gobiernos anteriores ocasionó que muchas carpetas ‘se perdieran’; dicen que hay que comenzar de nuevo. “Es lo más trágico que he escuchado”.
Una mañana del verano de 2012 conocimos a Sandra, mientras le peinaba las trenzas a su hija. Sandra había cruzado toda la ciudad (venía desde La Virgen, una colonia popular construida en un cerro que fue invadido) y había llegado a la Fiscalía, donde pudo subirse a dos contenedores de refrigeración. Sandra nos contó que, entre cuerpos que colgaban sujetos por arneses y cuerpos tirados en el piso, buscó y buscó los tatuajes de la Santa Muerte y de números y de grecas que Ignacio, su esposo, se había rayado, pero no los encontró. Sentada, peinándole las trenzas a su hija, Sandra esperaba su turno en la dirección estatal de Atención a Víctimas de Violencia.
En la espera nos contó que el primero en desaparecer fue su cuñado. Era albañil y no volvió después de una borrachera con los amigos donde trabajaba. Eso sucedió a mediados de febrero de 2009. Al día siguiente, dos hombres armados entraron a la casa en obra negra donde vivían ella e Ignacio, y a él se lo llevaron a empujones.
Ignacio había llegado apenas de San Dimas, la zona más agreste del estado conocida como Las Quebradas, donde aquellos años era común ver a hombres armados que se hacían pasar por militares y detenían a los conductores para robarles sus autos. Ignacio tenía instrucciones de destruir plantíos de marihuana y de amapola.
Sandra había ido esa mañana a la Comisión Atención a Víctimas de Violencia para registrar, tres años después, la presunción de muerte de Ignacio, un paso obligado para cobrar las prestaciones que el Ejército mexicano debe darle a ella y a su hija como familiares de un militar desaparecido. No supimos si Sandra lo consiguió. Pero sí sabemos, gracias a la investigadora Doria Vélez Salas, directora del Observatorio Nacional Ciudadano, los efectos de los juicios de presunción de muerte que se tramitaron ante la Comisión Estatal de Atención a Víctimas. “Si bien la figura sirvió para que algunas familias recibieran las prestaciones o el seguro de la persona desaparecida, también se prestaba a la interpretación y sirvió de escudo para que el gobierno dijera: ‘yo ya no tengo ninguna responsabilidad sobre esos desaparecidos’”.
Al hablar sobre exhumaciones mal hechas, Ana Lorena Delgadillo, la directora de la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho y representante de familiares de personas migrantes encontradas en fosas en el norte del país, nos dice que la falta de documentación y fotografías sobre cómo y dónde fueron encontrados cuerpos genera una crisis en dos dimensiones: “una, la de la familia, porque se le imposibilita acceder a la verdad sobre el destino o la muerte de su pariente; y dos, la legal, porque era una obligación de todas las autoridades imputar un homicidio y luego documentar de manera sistemática una cadena de pruebas que comenzaba desde el hallazgo de las fosas”.
Delgadillo está convencida de que durante los sexenios de Felipe Calderón y de Enrique Peña Nieto, ni las fiscalías estatales y federal tenían metodologías para hacer levantamiento de cuerpos. Experta en el caso de San Fernando en el que no hubo personal especializado durante las exhumaciones, al igual que en Durango, nos dice: “Militares y marinos no tienen la preparación ni los estándares para llevar a cabo los levantamientos (de cuerpos) y el manejo de la evidencia, y esto perjudica a las investigaciones”. (En una nota de Reforma, la Sedena reconoce haber encontrado 198 fosas, siete de ellas en Durango, del 1 de marzo de 2011 al 4 de abril de 2013).
“Cuando se está investigando un homicidio se requiere que haya un levantamiento adecuado, cadena de custodia, y una actuación de acuerdo a los estándares internacionales. Sin un trabajo sistemático y cuidadoso pones en riesgo la imputación del homicidio y el debido proceso”, dice.
Esa falta de interés por reconocer los cuerpos de las fosas no sólo era de Durango. La investigadora Vélez recuerda que en una Conferencia Nacional de Gobernadores, celebrada en 2011, se habló de aplicar un Protocolo Homologado de Tratamiento e Identificación Forense. “Pero no se pudo concretar porque se detectó que sólo seis estados contaban con esos datos forenses. Durango, por supuesto, no estaba en esa pequeña lista”.
Para Vélez, el mal manejo forense en las fosas de Durango causa vacíos en las investigaciones. “Destruyeron las pruebas con las que se pudieron conocer las causas de muerte. La forma en la que extrajeron los cuerpos impactó al acceso a la justicia”. Vélez se acuerda que la Fiscalía de Durango respondió en solicitudes de información que su equipo forense contaba con todo el material para la identificación de personas. Y dice que fueron tales las deficiencias procesales que en muchos casos ni siquiera se cuentan con los elementos para iniciar una carpeta de investigación. “Si no sabe de qué murió, muy difícil será llegar a sentencias condenatorias. Por eso mismo son pocos los enjuiciados por el delito de desaparición”.
Vélez, sin embargo, entiende a los peritos y a los agentes del Ministerio Público. “Trabajan sin el respaldo institucional, trabajan hasta 36 horas seguidas y trabajan presionados por la delincuencia organizada. En Durango, no sólo se tuvieron que atender los hallazgos de las fosas, también los homicidios que rompieron récord en 2011 (se reportaron mil 63); eso colapsó la capacidad de atención”.
Capacidad de atención que está lejos de resolverse: hoy, según el Inegi, hay mil 120 médicos forenses, 53 menos que en 2018, para un país que bate registros en mortalidad por la covid-19, en los homicidios diarios y en el descubrimiento de fosas. Al cierre de 2019 -según datos obtenidos por Quinto Elemento Lab- habían casi 2 mil 600 especialistas dedicados a la identificación de cuerpos en los Semefo del país. Pocos para el tamaño de la crisis forense.
Durante varios años expertos del INAH han alertado sobre el complejo proceso para recuperar e identificar un cuerpo.
De carecer de equipos, se camina por la zona con una varilla, la cual se va introduciendo en el suelo para ubicar hundimientos inusuales y ubicar cambios repentinos de la vegetación. “Sólo entonces, antropólogos forenses, arqueólogos, geólogos y entomólogos debemos empezar la excavación”, ha dicho el antropólogo Talavera, el mismo antropólogo que ha definido a las fosas clandestinas de Durango como un libro al que le faltan páginas. “La búsqueda se realiza con herramientas propias de una excavación arqueológica; brochas, espátulas y cucharillas, con las que puede cavar sin afectar los restos”.
En las fosas de 2011 en Durango, el trabajo se los dejaron a las retroexcavadoras.
FUENTE: PROCESO/QUINTO ELEMENTO LAB.
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