México declinó firmar una declaración conjunta con 59 países democráticos en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, que condena la represión y la violación de los derechos humanos en Nicaragua, y pide la inmediata liberación de los presos políticos de Daniel Ortega. Pretextó el principio de no intervención.
México también se abstuvo de aprobar una resolución previa de condena contra el dictador de izquierda nicaragüense en el consejo permanente de la Organización de Estados Americanos, aprobada por la basta mayoría de los países de las Américas. Volvió a pretextar el mismo principio.
Bajo la presión de las críticas, la Secretaría de Relaciones Exteriores llamó a su embajador en Managua para realizar “consultas” sobre las “preocupantes acciones políticas-legales realizadas por el gobierno nicaragüense”. En conjunto con Argentina, se comprometió retóricamente a “seguir promoviendo inequívocamente el pleno respeto y promoción de los derechos humanos, las libertades civiles, políticas y de expresión…” (Comunicado conjunto SRE 21/06/2021).
Palabras huecas.
La doble moral de la política exterior mexicana, delegada a Marcelo Ebrard por un presidente a quien le importa poco lo que pasa fuera de México, otra vez puesta en evidencia ante la comunidad internacional.
Tal parece que, para México, censurar la violación de los derechos humanos en foros multilaterales contradice su ortodoxia doctrinal. Una falacia. La declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, adoptada en 1948 por 48 países entre los que está México, establece que los derechos humanos fundamentales deben protegerse en el mundo entero. Su defensa, por lo tanto, no es intervencionista porque es un principio que no tiene fronteras.
Promulgada en 1930, la Doctrina Estrada, que colocó la libre autodeterminación y la no injerencia como ejes de la política exterior mexicana, fue la norma de oro bajo los gobiernos del PRI. A casi 100 años de su promulgación, vuelve al centro de la diplomacia mexicana.
De no haber marcha atrás, quizá sea hora de que México reconsidere su membresía en la ONU y la OEA. Es innegable que, desde una rígida interpretación jurídica de no intervención, son organismos injerencistas ya que someten al escrutinio, denuncia y votos reprobatorios las acciones de gobiernos autócratas. Su misión es vigilar el cumplimiento de los principios y valores universales de los derechos humanos y las libertades que, vale recordar, están consagrados en la Constitución mexicana.
La no intervención surgió inicialmente como una táctica defensiva en respuesta a la injerencia en asuntos internos mexicanos de los gobiernos de Estados Unidos en diferentes etapas de la historia.
Hoy por hoy, se ha vuelto una herramienta útil para rechazar las críticas y censuras externas. La semana pasada, indignando por la declaración condenatoria del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, que México no respaldó, el canciller de Nicaragua esgrimió el principio de no intervención y culpó a Estados Unidos de estar detrás del clamor universal contra la dictadura de Ortega.
A México el mantra de la no intervención también le sirve para buscar tratamiento recíproco de otros países. No me meto contigo, pero tú tampoco te metes conmigo. Acuerdo espejo.
El récord mexicano sobre el cumplimiento de la Doctrina Estrada está plagado de claroscuros, en el mejor de los casos, y de oportunismo, en el peor. Algunos ejemplos emblemáticos: México promovió el derrocamiento del dictador Somoza en Nicaragua y ayudó a los Sandinistas a tomar el poder; condenó el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile y a la dictadura de Franco durante la Guerra Civil en España.
Más recientemente, el Gobierno acogió sin reparos la teoría del golpe de Estado en Bolivia, en contradicción abierta a su política de no intervención. Ebrard abrió los brazos (literalmente) para recibir a Evo Morales en México.
Pero quizá uno de los peores actos de violación del dogma de la intervención, que poco se conoce, sea el papel de espías gringos que jugaron los obsequiosos diplomáticos mexicanos en torno a la crisis de los misiles de Cuba.
Durante el conflicto donde más cerca se estuvo de una conflagración nuclear, Washington no sólo dependió de valiosos informantes soviéticos en los altos mandos del Kremlin, sino de reportes secretos de los diplomáticos mexicanos en La Habana. Por ser el único país del continente que no rompió relaciones diplomáticas con Fidel Castro, México aceptó ser los ojos y oídos in situ del Tío Sam. Los deseos de congraciarse con Washington pudieron más que sus principios.
El espionaje continúo después de la desactivación. El embajador mexicano en Cuba Fernando Pámanes Escobedo, militar que peleó en la Guerra Cristera, viajó a la ciudad de México para informar a la embajada de EU sobre la situación interna en Cuba donde, dijo, “el descontento popular es más fuerte que nunca”.
El diplomático vuelto espía describió la presencia de buques soviéticos “sospechosos” en las costas de Cuba, que vio descargar “pequeñas cajas” que, asumió, contenían proyectiles tierra-aire de corto y mediano alcance, y habló de los efectos de las carencias económicas, la situación militar, el estado de las relaciones con la Unión Soviética y los disidentes abarrotados en la embajada de México. El informe de Pámanes llegó al escritorio de la Oficina Oval (Memorando secreto sobre conversación entre un funcionario de la Embajada y el embajador mexicano en Cuba, aerograma desclasificado, 10/06/1967).
¿No intervención? ¿Autodeterminación de los pueblos?
No es conveniente moral y políticamente para los intereses nacionales mantener una neutralidad farisaica ante las acciones represivas de gobiernos catalogados de dictadores so pretexto de la no intervención. Legitima al opresor. Desprestigia al neutralista. Esta vez, México está en el lado equivocado de la historia. En algún momento, quizá bajo otro gobierno, tendrá que valorar la ventaja de seguir aferrado a posiciones doctrinales disonantes en el concierto de naciones democráticos.
FUENTE: SIN EMBARGO.
AUTOR: DOLIA ESTÉVEZ.
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