En vísperas de que se dé a conocer el informe final del peritaje de la empresa noruega DNV sobre la caída de una trabe metálica del tramo elevado de la Línea 12 del Metro –está programado para este lunes 23–, sobrevivientes de la tragedia relatan cómo era su vida antes de las 22:22 horas del 3 de mayo, el terror que experimentaron y los problemas que enfrentan desde hace casi cuatro meses para atender su salud física y mental ante la burocracia del gobierno de Claudia Sheinbaum.
Pocos confían en que las autoridades de la Ciudad de México harán justicia y castigarán a los verdaderos responsables. Mientras escuchan promesas falsas, nadie está seguro de que su calidad de vida y salud algún día sea la misma que antes de pagar cinco pesos para usar la Línea Dorada.
La noche del 3 de mayo, Benito y José Eucario Alvarado Nieva, originarios de la Sierra Negra de Puebla, viajaban en la Línea 12 (L12) para entregar mercancía a un cliente en Tláhuac. Desde hacía 30 años se ganaban la vida como comerciantes de frutas y legumbres en un tianguis de Iztapalapa. Siempre andaban juntos, desde pequeños.
“Desde Atlalilco el tren se iba pare y pare, avanzaba poco. Antes de llegar a Olivos, el último vagón del tren se levanta. Mi hermano y yo éramos las primeras personas y la gente que iba sentada, se va hacia nosotros… No sé cómo, pero me agarro de un tubo, luego otro. Todos se van hasta abajo.”
Sentado en la cama, de donde aún no se puede parar por las múltiples fracturas en piernas y tobillos, cadera y brazo que sufrió, el poblano de 52 años prosigue: “Me colgué de los tubos. Es tanta tu lucha… luchas contra la muerte. Pero hubo personas débiles que no lograron detenerse. Gritábamos: ‘¡No se suelten, deténganse!’”
Aferrado a un tubo, Benito vio caer a José Eucario. “Se va hasta abajo. Escuché su grito de dolor, y yo sin poder hacer nada, desesperado”. Se arrastró y llegó hasta “arriba” del vagón, donde ya había una escalera muy alta y personas que ayudaban a los heridos. Un bombero lo auxilió: “Le pedí rescatar a mi hermano, pero me dice: ‘No, es que usted está muy mal’. Me suben a la ambulancia rumbo al Hospital Magdalena de las Salinas”.
Consciente aún, llamó por teléfono a una conocida que a su vez le avisó a su hermana Columba. No sabe qué pasó durante los siguientes 14 días que permaneció intubado, sedado y con complicaciones cardiacas. En su inconciencia, Benito recuerda: “Me salí de mi cuerpo y fui a mi pueblo. Estaban celebrando una misa para mí. Vi a mis tíos, a mucha gente. Estaba descalzo”. Su hermana añade que hablaba incoherencias. Por eso aclara: “Mi familia pensaba: ¿se va a quedar loco o qué? Pero no, aquí sigo”.
Cuando le dieron el alta médica no movía más que la cabeza, pero con la rehabilitación ya levanta el torso y las manos. Tras ocho operaciones, con clavos y el injerto metálico en la cadera, duda de los doctores: “Me dicen ‘vas a quedar bien, vas a caminar’, pero nada es seguro, ya no es igual. Ahora, con fierros, soy un transhumano”.
José Eucario, de 50 años, también fue rescatado con vida e internado en el ISSSTE de Tláhuac. Tenía un brazo destruido y severos golpes en el estómago. Perdió 30 centímetros de intestino y parte del hígado. Peor aún, le dio neumonía y una infección. Le dieron el alta médica el martes 3, tres meses después del accidente.
Benito y José Eucario aún no se han visto después del siniestro, pero fueron intubados dos veces y casi agonizaron el mismo día. Volvieron. Tras esa segunda oportunidad de vida, Benito trata de ser diferente. “Cambiar el carácter, cosas prepotentes, gandallas que tenía…”. A quienes perdieron a un familiar les pide “tratar de salir adelante, la vida ya no se regresa”.
Y a las autoridades: “Deben buscar al culpable, que piensen y vean lo que nos pasó, que se pongan en nuestro lugar… que sean más humanos y que acepten su culpabilidad. ¿Usted cree que a Slim se le encarcelará? No”.
Solicitó al gobierno capitalino que le den seguridad social o una pensión vitalicia, por si necesita más operaciones al final de este sexenio. Le respondieron que no “porque no era trabajador del Metro”, pero le ofrecen tratamiento médico “hasta que esté bien”. En tanto, dice optimista: “¡Hay que ser guerreros! Yo soy un guerrero y hay que salir adelante”.
“La Parca me soltó”
Rumbo a su casa en Valle de Chalco, Sergio René Alvarado Hernández, de 48 años, se vería con su esposa, Patricia, en la estación Tláhuac para planear la fiesta sorpresa de 15 años de su hija. Fue un día normal de trabajo como instalador de cámaras de seguridad. Al salir, pasó a visitar a su madre y le envió un mensaje a su esposa: “Ya voy para allá”.
Seis estaciones antes de Olivos sintió molestias en el estómago y bajó en Culhuacán para ir al sanitario. “Ya voy a tomar el Metro”, le avisó a ella. Subió las escaleras, pero no alcanzó el tren. Abordó el siguiente, en la primera puerta del último vagón. Iba de pie.
“Se escuchó un tronido, se apagó todo, pero era normal porque en el Metro se corta la luz. Sentí como que me empujaron y giré. Mis pies quedaron hacia el techo y mi cabeza al piso. Mi brazo derecho pegó con unos asientos y perdí el conocimiento. Luego sentí que me jalaron, me sacaron, me subieron a una camilla y me llevaron al hospital de Iztapalapa.”
Al enterarse de la caída del convoy, la familia de Sergio pensó que estaría ayudando en el rescate. Durante siete horas recorrieron hospitales, con su fotografía, hasta que lo encontraron. Sergio tuvo un paro cardiaco y requirió masaje directo al corazón. Por la gravedad de sus lesiones en el brazo, la vértebra lumbar y las siete costillas fracturadas, lo llevaron al Hospital General de Xoco. Asegura que “Sheinbaum mandó un escrito que decía que ella se hacía cargo de todos los gastos”. Y un doctor le dijo: “Tiene la ciudad a sus pies; tenemos la consigna de darle lo que pida”.
De los 42 días que estuvo internado, 23 los pasó en coma inducido, pues se movía mucho. Un pulmón se le colapsó. Su hijastro ofreció donarle algún órgano que necesitara. Para los médicos era “un milagro” que estuviera vivo, pero quizá no volvería a caminar, hablar ni mover la mano. “Y aquí estoy, demostrando que sí puedo… Le gané las tres caídas a la Parca porque no me dejé vencer. La Parca me soltó”.
Con voz suave y pausada, agradece a quienes lo sacaron del tren y al personal médico que lo atendió. Cuando pudo, fue a la estación Olivos a dejar flores blancas. Confía en que pueda recobrar la movilidad del brazo para regresar a trabajar y convivir más con su familia.
Sobre la tragedia opina: “A lo mejor se pudo evitar… El gobierno y las empresas no hicieron bien su trabajo por querer tener un poco más de dinero en la bolsa. Se ahorraron todo eso y afectaron a otros. Eso es lo que duele más”. Tampoco confía en la rehabilitación que hará la empresa constructora de Carlos Slim. “No, porque no queda igual, queda fracturado por dentro, así como estoy yo ahorita”.
Por eso pide “que el gobierno se haga responsable y las personas que tomaron esas decisiones, pero desgraciadamente les da miedo… Tienen que buscar a los responsables, que digan ‘yo tuve la culpa por haber tomado una mala decisión’, ‘fue mi empresa la que hizo mal las cosas, voy a reparar los daños y todo lo que hice mal’. Yo quiero justicia para quienes perdieron la vida y para nosotros, y que no se vuelva a repetir”.
Lo “bueno” de la tragedia
Desde abril de 2020 Alejandro Porcayo Bedolla entró a trabajar a una empresa que hacía sanitización en el Metro. Quería ahorrar para pagarse los estudios de gastronomía. Habitante de Iztapalapa, diario tomaba la L12 en la estación Periférico Oriente entre las 21:30 y 21:45 horas para ir a los talleres en la terminal Tláhuac. El 3 de mayo se quedó dormido y llegó tarde.
Los ruidos y la lentitud del tren y las vías no eran raros para el joven de 21 años, “pero siempre estaba la fe ciega de que, si pasa algo, no me va a pasar a mí”. Como cada noche subió al tren y se fue hasta el último vagón. Se puso sus audífonos y comenzó a jugar en su celular.
“Sentí un frenón. Por instinto me agarré del tubo y escuché un golpe muy fuerte. El impacto me regresó, me pegué con el tubo de al lado y salí volando al suelo. Caí de espaldas y me fui como en resbaladilla hasta abajo. Me cayó gente encima. Fue un momento de pánico. Pensé: ‘Si se cayó esta madre, ya no hay otro día más’. Se levantó una nube negra de polvo… Frente a mí se cayó un señor, se quiso parar con su mano izquierda y vio que no tenía dedos. Hizo un gesto de miedo, desesperación. Yo me empecé a revisar las manos y todo. Estaba lleno de sangre del señor, pero estaba completo… Tuve que caminar sobre gente para poder salir. Al principio no entendía por qué lo hice. Después, acepté que fue instinto de supervivencia.”
Como pudo llegó a la puerta del vagón y saltó hacia el cascajo. Ya abajo, un joven le aplicó primeros auxilios. En una tarjeta del trabajo tenía el número de emergencia: el de su madre. A ella le avisaron. Paramédicos iban y venían, pero él prefería que atendieran a los más graves. Por fin, uno lo subió a la ambulancia, le inyectó medicamento y lo llevó al hospital de Tezonco. “Está en la esquina, vete caminando”, le dijo. Se sentó en la banqueta hasta que la gente logró que otra ambulancia lo llevara a Xoco.
Tras 19 horas lo dieron de alta. Sólo tenía traumas en los músculos, inflamación y el golpe en la cadera. Después se le infectaron los riñones. En el IMSS le dieron dos semanas de incapacidad. “Nosotros no medimos el dolor que sientas, sino la funcionalidad”, le argumentaron. A cuatro meses del hecho, aún siente “piquetes” en la cadera al cargar cosas y a veces tiene la sensación de caer. “Subir al Metro aún me da pánico, movimientos o frenones me dan pavor”.
Como sobreviviente de la tragedia, Alejandro fue invitado a un programa televisivo para contar su experiencia. Le preguntaron cuál era su sueño. “Quiero ser chef”, dijo. Al aire, los conductores pidieron ayuda para una beca. Al día siguiente ya había respuesta de una escuela. El lunes 16 empezó sus clases con una beca de 100%. “De tantas cosas malas que trajo esto, vinieron cosas buenas también”, dice.
Alejandro ha llevado terapia psicológica y espiritual para sanar el trauma. “Todo lo que nos pasa es por algo, sea bueno o malo, porque de lo malo aprendes y de lo bueno creces. Esto fue como una advertencia de ‘estás dejando pasar muchas cosas, mejor concéntrate en lo que necesitas y quieres…’. Yo me siento dichoso de salir bien. Soy afortunado. Después de todo esto, lo que venga ya es ganancia”.
Sobre la falta de resultados en la investigación y la sanción a los responsables, comenta: “Al principio me daba mucho coraje, frustración, el ver que vivir en México es vivir en un lugar de injusticia, que quien debe estar preso se la pasa burlándose de uno.
“No le veo mucho futuro en México porque los responsables son personas que están o estuvieron en lo político… Si alguien importante hubiese estado en el Metro ya habría muchos culpables, pero como somos gente ordinaria no vamos a llegar absolutamente a nada.”
Sigue: “Lo que quieren hacer es comprarte con dinero, lavarse las manos dándote una cantidad que, en toda tu vida de obrero, no podrás ver junta… Si yo estuviera muerto, con 2 millones de pesos por mi muerte, neta, yo bajaría y les mentaría la madre”.
A Claudia Sheinbaum le pide “que realmente diga las cosas como son… que apoye a los que lo necesitan y deje de buscar protagonismos, que deje de pedir disculpas y haga cosas por la gente afectada”.
“Pobres, no tontos”
Dos semanas antes de aquella noche, Gabriel López Jiménez, de 21 años, entró a laborar en una cafetería en la colonia Roma. En tiempos de pandemia combinaba su trabajo con sus clases virtuales en la Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía del Instituto Politécnico Nacional. Hacía ejercicio y ayudaba en el negocio familiar de producción y venta de amaranto, al igual que muchos habitantes de Tláhuac, así como en la venta de mezcal artesanal.
A las 21:00 horas del 3 de mayo terminó su turno y tomó el Metro camino a casa. Solía viajar en los vagones de enmedio, pero “ese día venía muy lleno y me fui hasta atrás”. Bajaba en Zapotitlán para caminar dos cuadras y llegar a su hogar; pero dos estaciones antes el tren se frenó. “Se fue la luz y la gente empezó a volar, chocaba entre sí. Sentí un latigazo y ya no me acuerdo hasta el momento en que desperté”, relata.
Al abrir los ojos, estaba en el piso. “Tenía mucha gente arriba de mí, estaba muerta porque no respondía a ningún estímulo que le hacía. Me faltaba la respiración. Empecé a gritar que necesitaba oxígeno. No sé de dónde saqué fuerzas para levantarme. Vi cosas horribles, toda la gente en un punto abajo, sangre por todos lados, gente gritando. Un hombre mayor, supongo que perdió la pierna; estaba colgando de los últimos asientos”.
Alguien tomó un tubo y rompió una ventana. “Para salir tuve que pisar a la gente. Sentí manos que me abrazaban las piernas para ayudarlas a salir. Me dolía tanto la pierna derecha que no podía caminar. Alcancé un barandal y me asomé a la ventana”. Llegó a la escalera de auxilio y un policía lo sujeto del cinturón para bajarlo. Lo sentaron en la banqueta, una pareja lo auxilió y llamó a su casa. Contestó su madre y casi se desmaya al enterarse.
Como futuro médico, hace su propio diagnóstico: golpes en la ceja derecha, en los labios superior e inferior izquierdos, traumatismo craneoencefálico moderado, lumbalgia postraumática, un golpe en la rodilla derecha, fracturas en la boca y pérdida de tres piezas dentales. “Escupía sangre. Mi boca quedó rota, totalmente destrozada”.
Tres paramédicos lo evaluaron, pero no lo consideraron “de riesgo”. Sólo uno de la Cruz Roja se lo llevó al Hospital General Regional 2 del IMSS, en Villa Coapa, gracias a su Seguro Facultativo del IPN. Le hicieron una cirugía maxilofacial y le colocaron férulas metálicas en los dientes para evitar que los perdiera. Pasó un mes en cama sin moverse. Con esfuerzo habló con sus profesores para salvar el semestre.
Enojado, narra el “trato opresivo” al que lo sometieron para firmar la indemnización del gobierno local. Señala en particular a Ernesto Alvarado, asesor de Sheinbaum y designado por ella para atender a las víctimas. Según Gabriel, en su casa Alvarado le prometió cambiarlo a una universidad privada, tramitar su pasaporte y visa, una residencia académica en Rusia y un departamento del Instituto de Vivienda. Todo, a cambio de su firma.
“Desde el primer momento les dije: ‘No les voy a firmar porque para mí es otorgarles el perdón y, aunque me bajen todos los millones del mundo, jamás me van a regresar a la persona que fui y jamás me van a regresar mi salud física y mental. ¡Jamás!’”
La familia de Gabriel ha gastado dinero en material para atenderlo y él asegura que tienen pendientes varios reembolsos. El especialista le señaló la urgencia de comenzar su rehabilitación para no perder su dentadura.
Las autoridades le dicen que vaya a un implantólogo, les lleve su diagnóstico y luego le resolverán. “Hasta el momento no tengo respuesta de mi rehabilitación ni del reembolso. Entre más me recuperé, más mal me trataron. Para ellos soy sólo un caso, un problema, pero un problema que dura mucho tiempo. Si hubiera sabido que se iba a caer el Metro, ni me subo. ¡Es una situación que yo no pedí!”.
Aunque se había negado a dar entrevistas, Gabriel accede a hablar con Proceso “porque sé que hay personas que les da miedo o flojera estar con el gobierno. Sí, es tedioso, pesado, horrible, pero si nadie habla nos vamos a quedar así. Quiero que sepan que somos pobres, mas no tontos… No les estoy pidiendo ningún favor, estoy reclamando lo que me corresponde, lo que me quitaron. ¡Quiero mis dientes! ¡No fue mi culpa, fue la de ellos!”.
Gabriel y sus padres tienen dos exigencias para Sheinbaum: su rehabilitación urgente y “que vaya por las cabezas grandes, no por los albañiles o por el soldador, ellos sólo obedecen órdenes, de nada nos sirve a las víctimas que ellos estén presos. (Las autoridades) sólo hablan y hablan, prometen y no hacen absolutamente nada”.
Reportaje publicado en el número 2338 de la edición impresa de Proceso
FUENTE: PROCESO.
AUTOR: SARA PANTOJA.
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