En un ensayo titulado “Hitler, según Speer”, Elías Canetti analiza una de las partes más sorprendentes del poder de Hitler: la masa. Las edificaciones que Speer proyectó y edificó para él estaban destinadas no sólo a atraerla, sino también a reproducirla. Repetir las concentraciones y hacerlas crecer era, para este conocedor empírico de la masa, la forma no sólo de evitar su disolución, sino de acrecentar el poder que su presencia le confería.
Hitler quería que las banderas, la música, los contingentes en marcha hacia la plaza pública, la larga espera que precede a la aparición del líder, propios de la formación de la masa, pudieran reproducirse, si no de manera infinita, al menos de manera descomunal. Su paradigma era la Kulperberg (“montaña abovedada”) que, proyectada para Berlín, debía ser 17 veces más grande que la basílica de San Pedro.
Sabía también que para mantener excitada a esa masa, el discurso debía estar sustentado en el sueño de un gran mañana, de una superación de las desgracias que sus enemigos, empezando por los judíos, habían traído al volk (“pueblo”).
Guardando sus debidas proporciones, lo que vimos durante el tercer informe de gobierno de AMLO es una lógica semejante a la de Hitler.
A semejanza del Führer, AMLO ha construido y sostenido su poder con la masa. Conoce sus mecanismos, sus deseos, los símbolos que la concitan y la reproducen. Sabe, por lo mismo, que entre mayor es la plaza pública, mayor es su capacidad de hacerla crecer. Por ello, desde que logró acceder al Zócalo de la CDMX, nunca lo ha abandonado. Es el lugar privilegiado en el que, por su extensión, su poder se expresa de manera más intimidante. Por ello, ya en la Presidencia, lo reserva para las grandes ocasiones. Si pudiera, entre los demenciales proyectos de su administración estaría también, como en Hitler, construir grandes espacios. Pero para este pragmático de las multitudes no hay necesidad de tener un Speer en su gabinete. Le bastan la potencia de los medios de comunicación y la amplitud de las redes sociales. Ellas funcionan a la vez como una plaza pública que amplifica mil veces la basílica de San Pedro y como una permanente reproductora de masa. Al repetir cada día en la colosal intimidad del Palacio Nacional el ritual del 1 de diciembre, AMLO reproduce exponencialmente las 250 mil personas que reunió en la explanada de la Plaza de la Constitución, al grado de tener un respaldo de casi 70%.
Nada, sin embargo, es más excitante para este fanático del poder que ver encarnado un fragmento de esa masa en la inmensidad del Zócalo capitalino. “Yo me asomaba (desde Palacio Nacional) –dijo al día siguiente del 1 de diciembre– y veía desde las siete de la mañana a mucha gente ya sentada en la plaza”. Frente a la maravilla de ver crecer a la masa convocada por su llamado, esos seres son nada. Reducidos a células del imponente animal que al pasar de las horas se forma, su frío, su fastidio, su hambre, su posibilidad de contagiarse de covid, es indiferente. Siempre pueden reemplazarse por otros. Por lo mismo, tampoco importa que el país esté lleno de asesinados, desaparecidos, fosas y corrupciones, que 35% del territorio nacional esté tomado por el poder del narco y parte de las instituciones civiles por el Ejército. Lo que importa es que ese cuerpo crea en su palabra y se mantenga unido, se agite, crezca y se mueva en pos de un luminoso mañana.
Esa relación entre la reproducción de la masa y él, hace que cada una de sus empresas y de sus deseos más profundos le sean dictados, no por un imperativo de “superación” como en Hitler, sino de “transformación”, imperativos que están ligados entre sí. Superarse es transformarse en algo mejor. Por ello, a semejanza de Hitler, AMLO mide todo en relación con la lucha para lograrlo. Quien se transforma vence a sus enemigos. Para Hitler había que vencer a todos, empezando por los judíos. Para AMLO, a quienes se resisten a la transformación: los “neoliberales”, es decir, todos aquellos que se niegan a asimilarse a esa masa fervorosa que lo aclama y que llama “pueblo”: los intelectuales y la prensa crítica, las instituciones civiles, los movimientos sociales. De esa forma, como todo paranoico, AMLO acompaña su lucha contra esas fuerzas oscuras con el delirio de la grandeza: pese a los problemas que causan los “neoliberales”, su fe en la transformación es tan grande que nadie podrá detenerla. La masa que concita y lo aplaude arrobada –“Es un honor estar con Obrador”– no es sólo la encarnación de la verdad de su transformación. Con ella, que someterá al “neoliberalismo”, la revelación que sale de sus labios hará que México vuelva al paraíso del que un día las fuerzas malditas del conservadurismo nos arrancaron.
Ciertamente AMLO no es Hitler –carece de su genio y de la disciplina de las masas del nazismo–. Pero tiene su psicología y hay que temerla. No llevará al mundo a una guerra ni al exterminio de una raza. Exacerbará la violencia y la injusticia en México; las llevará a grados mucho más terribles de los que hoy vivimos. Creer que las elecciones le pondrán un alto a la Cuarta Transformación, esa versión mexica del Tercer Reich, o que la izquierda podrá enderezar su intoxicado sueño, es no haber entendido el horror que vivimos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
FUENTE: PROCESO.
AUTOR: JAVIER SICILIA.
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