Es un caserón grande. Cuatro habitaciones en la planta baja, otras cuatro en la de arriba y un amplio comedor donde antes había puertas y ventanas por las que ahora corre el viento. Los techos son altos, con tragaluces por los que se cuela una luz extraña, rojiza. Un patio interior con forma de cuadrado da acceso a la cocina donde solo quedan los restos de unos platos. Y en el baño, donde yacen desperdigados los restos de azulejos hechos pedazos, manchas que parecen impactos de bala se extienden por las paredes carcomidas por el moho.
Afuera, en el suelo de las amplias terrazas cubiertas por un domo, emerge el bracito sucio de un bebé de entre la hojarasca y la basura. Es un brazo de plástico, de juguete. Tal vez una broma sádica, el macabro preámbulo antes de llegar al sendero que da acceso a la parte de atrás del caserón. Ahí, entre una maraña de sofás abandonados, palmeras y vegetación que brota salvaje, se abren a plena vista dos fosas clandestinas: dos rectángulos profundos y estrechos del tamaño de un ataúd que alguien trató de cubrir torpemente con la rama de una palmera.
De vuelta al interior de la casa, nada más cruzar el hueco donde estaba la puerta principal, se observa a la derecha una habitación oscura sin ventanas. Cuando las autoridades ‘reventaron’ el caserón en 2017, los sicarios de Los Zetas dejaron sobre una mesa de madera machetes, hachas, sierras, cuchillos, vendas, cuerdas y las tablas de castigo con las que torturaban, asesinaban, descuartizaban y desaparecían a la gente. Y en la otra habitación contigua, otro cuarto oscuro en el que ahora solo quedan hojas muertas regadas por el suelo y los restos de los conectores que fueron extirpados de las paredes, estaban las cadenas y los ganchos de carnicería con los que colgaban a las víctimas del techo.
—Esa casa es lo más parecido que he visto en la vida real a la película La masacre de Texas.
Araceli Salcedo, de 50 años, morena, menuda y de pelo recogido en una cola, suelta la frase lapidaria y se ajusta incómoda el pesado chaleco blanco antibalas que viste junto a un pantalón tejano y unas botas. Es la mamá de Fernanda Rubí Salcedo Jiménez, una joven de 21 años de ojos café claro, tez morena y 1.60 de estatura, que fue víctima de desaparición en 2012 a manos de Los Zetas en Orizaba, Veracruz. Desde entonces, la mujer se ha convertido en una férrea activista, fundadora del Colectivo Familia Desaparecidos Orizaba-Córdoba y en una implacable madre buscadora: lo mismo le reclama de frente al exgobernador Javier Duarte por la inoperancia de su fiscalía —que criminalizó a Rubí asegurando que los delincuentes se la llevaron “por bonita”—, que lo mismo alza la voz por las atrocidades del narco. Por eso el chaleco.
La chihuahuense —aunque afincada en Orizaba desde la infancia— ya estuvo hace cinco años en este caserón localizado en un punto remoto del municipio de Río Blanco, al cual se llegó por las declaraciones de la pareja sentimental de un integrante de Los Zetas.
En aquel entonces, luego de que los sicarios huyeron por los cerros, en el inmueble llamado “Rancho Cali” encontraron varias fosas con ocho cuerpos, todos desmembrados y decapitados. Pero el horror no terminó ahí. Pese al cateo de las autoridades, los delincuentes siguieron utilizando el rancho como un narcocementerio: a unos metros de la casa, por donde se extiende un vasto campo de unas 10 hectáreas donde antes pastaban caballos y pavorreales, decenas de banderitas rojas y amarillas clavadas en el suelo dibujan el contorno de lo que podrían ser nuevas fosas. Y en las inmediaciones del caserón, frente a la fachada de ladrillo, se encuentran las otras dos fosas que alguien trató de ocultar con una rama de palmera y que las autoridades deberán analizar para determinar si son positivas.
En los más de 10 años que lleva su hija desaparecida, Araceli ya ha visto de todo. No es alguien que se espante fácilmente. En septiembre del año pasado, estuvo haciendo búsquedas con el colectivo en otra “casa de los martirios” a no muchos kilómetros de este rancho de Los Zetas. Ahí, en un caserón igual de tétrico, donde había una habitación oscura en la que el Cártel Jalisco Nueva Generación —el grupo que ahora domina la entidad tras la casi desaparición de Los Zetas— mantenía cautivas a sus víctimas para luego asesinarlas, desmembrarlas y desaparecerlas en fosas, encontraron los cadáveres quirúrgicamente desmembrados y cubiertos en cal viva de 15 personas. Y en agosto de 2021, luego de un año de búsqueda, hallaron 53 fosas en otro narcocementerio en la comunidad de Campo Grande, a escasos kilómetros de Orizaba. Mientras, en Los Arenales, también en Río Blanco, se recuperaron 23 cuerpos más.
Sin embargo, a pesar de su dilatada experiencia, algo tiene especialmente inquieta a Araceli estos días. Algo le oprime el pecho, murmura golpeando el chaleco antibalas con el puño cerrado.
—Estoy entre la lloradera, la angustia, el echarle ganas… Es muy duro volver aquí.
La mujer observa de reojo el viejo caserón que se levanta frente a ella —donde un soldado pasea aburrido y solitario por las habitaciones— y exhala un “chingada madre” con los brazos puestos en jarra.
Araceli tiene miedo, confiesa al fin sin dejar de mirar la casa en ruinas de la que, a lo lejos, sale el inquietante ruido de la motosierra con la que un trabajador municipal corta ramas y maleza para facilitar el trabajo de búsqueda.
Tiene pánico de que su hija aparezca en una fosa, de encontrarla en el infierno que Los Zetas dejaron en el “Racho Cali”.
Son las 10:00 de la mañana del lunes 6 de marzo. El sol aún está lejos de alcanzar el cenit, pero ya quema la piel. La veintena de madres del colectivo que participa en esta búsqueda, junto con otros ocho hombres, comienza a distribuirse por el predio.
“Porque la lucha por un hijo no termina y una madre nunca olvida”, gritan el lema con el que siempre inician, y de inmediato todos comienzan su trabajo: los soldados y policías se distribuyen por los alrededores del rancho para proteger el perímetro; la fiscal de búsqueda, el equipo forense y los integrantes de la Comisión Estatal de Búsqueda pasan un aparato por los puntos donde hay indicios de tumbas; las madres rascan la tierra con rastrillos, palas, azadones y machetes para segar la maleza.
Araceli se queda un poco atrás del grupo, a unos discretos metros de distancia, aunque siempre está escoltada por la mirada de policías federales ministeriales que portan rifles de asalto.
—Veo este rancho, esa casa abandonada, estas caballerizas, y no puedo evitar que mi mente se eche a volar.
La mujer, aún brazos en jarra, observa ahora a los dos peritos que excavan la tierra arcillosa.
—Me pregunto… ¿habrán metido por aquí a mi hija? —alza el brazo derecho para señalar con la mano la puerta herrumbrosa del rancho—. ¿La lastimaron? ¿Estuvo en esa casa horrible? ¿Había alguien más con ella? ¿En qué cuarto la tuvieron esos cabrones? ¿¡¡Qué le hicieron!!?
El rostro de Araceli, habitualmente relajado y sonriente, se contrae por el dolor que le generan las imágenes que proyecta en su mente.
Aquí mismo, dice ahora apuntando hacia el suelo que pisa, era donde ‘el Picoreta’ —que fue detenido y encarcelado a finales de 2015—, ‘el Duende’ y ‘el Muerto’, líderes e integrantes zetas de aquel entonces, tenían su base y hacían reuniones y fiestas. Y donde los sicarios les traían a las jóvenes que secuestraban. Además, se sospecha que era el lugar donde los gatilleros ‘cocinaban’ a las víctimas para que fuera más fácil desaparecerlas en hoyos y no en tumbas, una hipótesis que las autoridades ministeriales no descartan, aunque a una semana de que iniciaran los trabajos no habían encontrado indicios concluyentes que la confirmen.
—A veces, a pesar de que haya pasado el tiempo, me doy cuenta de que no estoy preparada para encontrar lo que no quiero encontrar, lo que ninguna madre quisiera encontrar jamás. Porque… sí, una cosa es hacer un trabajo. Buscar. Ayudar a los demás. Que te echen bendiciones cuando regresas una persona desaparecida a su familia. Pero otra muy distinta es estar aquí parada. Estar de este lado de la historia.
Araceli traga saliva. Deja correr un silencio. Sus ojos están al borde del colapso, pero no llora. No quiere hacerlo, no puede. Tiene que mantenerse serena y firme, se repite testaruda.
—Es algo que no puedo explicar, un sentimiento muy cabrón —recobra el aire—. Llevo días con el estómago revuelto. Con dolor en el pecho. Días que llego a casa y me tumbo en la cama como una pesadez muy rara.
Acto seguido, con los ojos negros clavados otra vez en el caserón, Araceli musita que cuando volvió a entrar a las habitaciones del rancho no pudo evitar que en su mente retumbara una y otra vez “la voz fea” del “hombre alto, gordo, feo y malo” que contestó el celular de Fernanda Rubí al mediodía del sábado 8 de septiembre de 2012, pocas horas después de que la noche previa Los Zetas se la llevaran cuando salía de una discoteca de Orizaba, el bar Bull Dog.
—Durante toda la noche le estuve marcando al celular, pero nadie contestaba. Hasta que al día siguiente me respondió ese cabrón.
La mujer toma una bocanada de aire.
—Le grité: “¿¡Por qué tienes el teléfono de mi Rubí, hijo de la chingada!? ¡Pásame ahora mismo a mi hija! ¡Pásamela!” —las gruesas venas del cuello se le marcan recordando la escena.
Pero del otro lado de la llamada, el tipo de voz fea, al que la mujer ya le ha puesto rostro a base de imaginarlo tantas veces en estos 10 años, no le comunicó con su hija.
—El maldito solo me contestó: “Yo no tengo a ninguna Rubí, perra”.
Y luego colgó.
En la zona de las caballerizas, los dos peritos forenses llevan un metro y medio de tierra excavada. Por el momento, no se atisba ningún resto humano. Aunque tampoco es extraño. El colectivo ha llegado a encontrar cuerpos a más de dos metros de profundidad. Por eso, y porque previamente agentes caninos hicieron “un comportamiento” señalando una “anomalía”, los peritos continúan trabajando.
Roxie, una joven de pelo recogido y lentes que se mueve por todo el predio con una libretita en la mano para tomar nota de todo el trabajo y de los hallazgos de los peritos y del equipo de la policía ministerial de búsqueda, explica que tan solo en un primer cuadrante han identificado 19 anomalías, de las cuales 16 han resultado de “interés”. Esto, luego de que el equipo forense pasara un aparato, una especie de sonar que lleva dentro de una maleta negra que arrastra por el suelo, y detectara remociones sospechosas de tierra.
—Se me hace muy raro que el agente canino haya podido oler algo —le comenta Araceli a Roxie, que es integrante del colectivo—. Porque este es un rancho que se utilizó años atrás y los cuerpos ya no tienen olor, son esqueletos. Además, aquí llueve mucho, y el agua se filtra y lava la tierra, y cuando se seca se hace de nuevo muy compacta.
Que las fosas y los cadáveres tengan años de antigüedad complica las cosas. Aunque tampoco es imposible encontrar cuerpos en esas circunstancias, matiza Araceli. Así les pasó en Los Arenales, otro narcocementerio. En ese lugar, el equipo forense hizo un pozo de sondeo sin resultado alguno. “Metieron las varillas y no aparecía nada”. Sin embargo, a la mañana siguiente se encontraron con una sorpresa.
—Mero arribita del hoyito de sondeo encontramos una vértebra humana. No sabemos cómo llegó ahí, pero nos hizo excavar mucho, como dos metros 25, que es muy profundo. Excavamos, excavamos y, en efecto, al fondo estaba el esqueleto. Lo más maravilloso es que la vértebra coincidía con el ADN del cuerpo. ¿Cómo salió a flote? No tenemos ni idea. Pero sí fue lo que nos dio el indicio para buscar. Como que ese cuerpo quería ser encontrado. Nos decía: “No me dejen, aquí estoy. Quiero tener paz”.
Tras contar la anécdota, Araceli sonríe cansada. En su rostro fatigado hay una mezcla de satisfacción y de frustración acumulada. No en vano va para 11 años sin respuesta del paradero de su hija, de no saber qué fue lo que le pasó a “la huerca”, como la llaman con cariño sus tres hermanos cuando sentados a la mesa recuerdan las comidas que le gustaban a Fernanda Rubí.
Araceli se encuentra ahora en esa terrible encrucijada por la que atraviesan tantas madres y padres que buscan a sus seres queridos en México, especialmente quienes ya llevan muchos años rastreando respuestas en lugares como el “Rancho Cali”: por un lado, no quieren ni imaginar que su hija, hijo, esposo, hermanos puedan estar enterrados en una “casa del terror” como esta; por otro, la angustia de no saber qué les pasó les va carcomiendo el ánimo y la salud. Y, al mismo tiempo, esa falta de certeza es la que deja abierta una pequeña rendija para la ilusión, y lo que desata un círculo vicioso de dolor y esperanza.
Esta mañana, antes de llegar al rancho, Araceli dice que tomó entre sus manos el llaverito rosa de la Virgen de Guadalupe que su hija siempre cargaba en la bolsa.
—Lo agarré y le dije: “Rubí, dame una luz. Si estás aquí, ya déjame encontrarte. Ya quiero tener paz. Voy a hacer 11 años sin ti…”.
En este punto, a la mujer se le resquebraja de nuevo la voz.
—A veces, le digo a Diosito: “Tú sabes cómo te he ayudado. Tú me has iluminado para que ayude a mucha gente que lo necesita. Siempre te estaré agradecida por eso. Pero ahora solo te pido que me ilumines a mí para encontrar a mi hija —ruega—. No voy a abandonar a estas madres, pero dame un poco de luz. Un poco de paz”.
Araceli se quita los viejos guantes de gimnasio que utiliza para remover piedras del suelo donde los peritos forenses pasaran el sonar y se restriega los ojos para evitar que las lágrimas broten delante de sus tres hijos que la acompañan esta mañana en la búsqueda.
—¿Presientes que Rubí puede estar en este rancho? —le pregunta el periodista.
Araceli esboza un largo “Ahhhh” mientras trata, en vano, de contener las lágrimas que se le escapan entre los dedos.
Acto seguido, respira profundo y se toma unos cincos segundos.
—Pues al menos lo tengo que descartar —contesta tratando de esbozar una sonrisa—. Porque ni yo ni mis hijos podremos tener paz hasta encontrarla.
FUENTE: ANIMAL POLÍTICO.
AUTOR: MANU URESTE.
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