“En política quemar monigotes con imagen y semejanza a gobernantes se ha vuelto una constante”.
Quemar una figura emblemática es el paradigma de un castigo por traición. Por odio. Ahora que se aproxima la Semana Santa en el calendario católico, se rememora lo que era común: el sábado de Gloria, cuando se quemaban figurines representando a Judas Iscariote, aquel apóstol que entregó a Jesús, señalándolo con un beso. Harto violenta, entre el de suyo rudísimo viacrucis, la tradición de quemar a Judas fue dejándose de lado.
Pero en política, quemar monigotes con imagen y semejanza a gobernantes se ha vuelto una constante cuando se trata de plantear un posicionamiento contra la adversidad, la corrupción, la impunidad, las dictaduras y los regímenes extremistas.
En México todavía queda en la memoria colectiva aquel día de noviembre de 2014 cuando, en una propuesta por la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa, los manifestantes quemaron, en pleno zócalo de la Ciudad de México, una figura que asemejaba al entonces presidente Enrique Peña Nieto.
Definitivamente eran otros tiempos. La de Peña era una figura de casi tres metros de altura, y ardió notoriamente frente a Palacio Nacional, aunque aquel mandatario, como quienes le precedieron en el cargo, residía en el recinto oficial correspondiente, Los Pinos. El último presidente priísta de la historia reciente no hizo mucho eco de aquella afrenta social. No contaba con calidad moral para quejarse, aun cuando le asistía la investidura de la banda presidencial.
Antes del actual, los presidentes de la República no solían hablar mucho en público. Fuera de actos bajo su estricto control, pocas veces ofrecieron conferencias de prensa, o expresaron sus sentimientos respecto a las afrentas en su contra, sus adversarios o la oposición. Quizá el más directo siendo muy indirecto, fue el presidente Carlos Salinas de Gortari que, de cuando en cuando en discursos refería su sentir, como aquel de “ni los veo ni los oigo”, o el famoso “no se hagan bolas”, para asentar las turbulentas aguas en los tiempos de su sucesión presidencial.
Pero entonces llegó Andrés Manuel López Obrador. Un político que centró su campaña en un discurso disruptivo, con el cual, durante doce años, de 2006 al 2018, logró no solo mantenerse en la mente del electorado (sin cargo alguno), sino permear en la ideología electoral del mexicano. A pesar de un prudente discurso de triunfo, una vez sentado en la silla del águila, López Obrador erigió su púlpito presidencial en el salón de la Tesorería de Palacio Nacional para, desde ahí, y en un “dialogo circulante” que no ha llegado a concretarse, conservar aquello que le dio respiro, presencia y triunfo político electoral: la insistente victimización discursiva contra sus adversarios, sean reales, imaginarios o a su juicio necesarios para permanecer en el ánimo colectivo.
El presidente que logró el triunfo con más de 30 millones de votos y que mantiene más de 30 millones de beneficiados con sus distintos programas asistencialistas, ha hecho de sus “conferencias mañaneras” verdaderas sesiones inquisitorias, en las cuales, supuestamente ejerciendo un derecho de réplica a priori, acusa, señala, califica, hostiga y denuesta a quien, en cualquier ámbito, sector, poder o gobierno, no comulgue con sus ideas.
Una vez que logró, no sin ayuda de sus adversarios políticos, penetrar la premisa de que los partidos políticos de oposición estaban “moralmente derrotados”, y ante la ausencia de un némesis para continuar figurando como el salvador de la política, el gobierno y la moral mexicana, López Obrador enfiló sus naves a otros sectores. Hacia organismos de la sociedad civil, hacia periodistas y medios de comunicación, hacia los órganos autónomos ciudadanizados, y, recientemente, hacia el Poder Judicial.
Las hordas de seguidores en sus “benditas” redes sociales han acudido al llamado a la hoguera pública, en cientos, repudian a periodistas, buscan restarles credibilidad a quienes por ejemplo, como Carmen Aristegui, en el pasado alabaron y hoy fustigan por continuar en su tenor de periodista crítica de la concentración del poder y el gobierno, esté quien esté en la presidencia de la República.
El presidente Andrés Manuel López Obrador lo ha dicho en distintas ocasiones y con diversas premisas, lo protege “el pueblo”, lo cubre un manto, ayuda a los pobres porque con ello “va uno a la segura, porque ya se sabe que cuando se necesite defender, en este caso la transformación, se cuenta con el apoyo de ellos”.
Y es en ese apoyo, más el oficialista por parte del partido Morena y los gobiernos de los estados emanados de las mismas filas que el 18 de marzo de 2023, el presidente López Obrador logró una concentración más en el zócalo capitalino. Pretextando la conmemoración del 85 aniversario de la expropiación petrolera, el acto se convirtió, literalmente en una zona de la esplanada, en una hoguera pública. Por fortuna, al presidente ahí se le olvidó el INE, convirtió la soberanía nacional en su nueva bandera y de ahí se lanzó contra otros adversarios que solamente él ve.
Huestes del presidente crearon un monigote, una aparente piñata vestida con toga negra, y con una fotografía en la faz, de la cara de la ministra presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Piña, a la que procedieron a prenderle fuego. La escena fue tan violenta como preocupante. En un país democrático, regido por el Estado de Derecho, con autonomía entre los tres poderes que lo representan, Ejecutivo, Judicial y Legislativo, que los seguidores decidieran hacer una hoguera con la figura de la titular del Poder Judicial, solo refiere el odio que se siembra desde Palacio Nacional. La intolerancia a la autonomía de los poderes, la intransigencia a la diversidad ideológica, de pensamiento y actuación.
No han sido pocas las ocasiones en que el presidente López Obrador, a partir del 2 de enero en que la magistrada Norma Piña fue electa por sus pares para presidir el Poder Judicial, se refiere a ella con sorna, indiferencia y denuesto. La “exhibe” por votar contra las iniciativas presidenciales, por no ponerse de pie cuando él entró a un acto oficial con motivo de la celebración del día de la Constitución Mexicana, la señala del actuar de jueces ante la falta de evidencia y prueba por parte del Ministerio Público, y, desde su arribo a uno de los poderes que integran el Estado Mexicano, no ha tenido el tacto institucional para entablar una comunicación con la ministra.
Estas actitudes hacia quien titula la Suprema Corte de Justicia de la Nación, entre otras como señalar corrupción sin probarlo, ni denunciarlo, crearon ese ambiente de odio para que los seguidores del presidente, adiestrados o no, llevaran a la concentración convocada y promovida por él, un monigote semejando la imagen de la ministra Piña y le prendieran fuego.
Los colegiados que integran la cúpula del Poder Judicial, respondieron como debe ser en un sistema democrático como el mexicano: reprochando la manifestación de odio y violencia. En un comunicado, sin más pretensión que sentar el precedente de un posicionamiento sobre lo sucedido, expresaron: “El poder judicial federal a través de sus ministras, ministros, consejeras, consejeros, magistradas, magistrados, juezas y jueces, reprocha categóricamente las manifestaciones de violencia y odio acaecidas el 18 de marzo en el zócalo capitalino en contra de la ministra presidenta del PJF y de nuestra institución.
“Preocupa a este Poder de la Unión que el ejercicio de los pesos y contrapesos que exige nuestro orden constitucional redunde en una confrontación, no solo institucional, sino entre los mexicanos. La violencia, de cualquier tipo, es un obstáculo para el cumplimiento de los objetivos que nos unen como mexicanas y mexicanos: la salvaguarda de los derechos humanos y del estado de derecho.
“No más acciones de odio. No más violencia de género. México nos demanda más”.
El presidente López Obrador, con su investidura, criticó que los ministros no se hayan posicionado en casos de violencia contra sectores de la sociedad en el pasado. Ignorando intencionalmente que, como quien porta hoy la banda presidencial, en el pasado fueron otros los actores públicos, sea en el Poder Judicial, o en la presidencia de la República. La ministra Piña preside la Corte a partir del 2 de enero.
Pero como dijera el propio mandatario nacional, “la calumnia cuando no mancha tizna”, y algo queda, y algo de esa desazón que permanece es el odio. Porque un discurso no solo puede utilizarse para construir la armonía y el entendimiento, también, para sembrar el odio que siempre conduce a errores históricos, las más de las veces irreparables para las sociedades que primero los respaldan y terminan por padecerlos.
FUENTE: SIN EMBARGO.
AUTOR: ADELA NAVARRO BELLO.
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