A unos metros de la línea fronteriza que divide a México y Estados Unidos, niñas y niños migrantes cuentan lo que tuvieron que pasar para llegar hasta ahí. Algunos relatan tratos humillantes y exigen respeto a sus derechos.
Ana tiene 13 años. Pero, por la fluidez de sus palabras, aparenta más edad que la que dicta su pasaporte venezolano.
“Cada vez que la Migración agarra a uno de nosotros, ellos ganan plata. Es por eso que se esmeran tanto en detener a los migrantes en México”, dice la menor, con la naturalidad de quien cuenta cómo le fue en un día de escuela.
“En los retenes nos regresaron seis veces”, prosigue. “Dejamos mucho dinero hasta que mis padres se gastaron todos los ahorros. Y cuando se nos acabó el dinero, pues los de Migración nos montaban en la combi, se tomaban una foto como si fuéramos un trofeo, se reían entre ellos y nos mandaban otra vez para atrás, para Tapachula”.
Ana, delgada, de ojos zarcos y pelo trenzado, se enoja cuando recuerda el trato humillante que recibió en la frontera sur de Chiapas. Su rostro sereno da paso a un ceño fruncido, a un gesto de rabia; ahora habla con las venas del cuello marcadas, aunque sin perder coherencia y tranquilidad.
“Yo soy una niña migrante y yo quiero que nos escuchen: ¡ya basta de violar nuestros derechos humanos!”, clama la venezolana ante el aplauso unánime de una treintena de compatriotas que la acompañan en una manifestación pacífica. “Tengo derechos, metas y sueños. Quiero estudiar para tener un futuro. ¡No somos animales! ¡No somos pollos para que nos dejen encerrados y quemarnos vivos! ¡Ya basta!”.
Tras una odisea de miles de kilómetros a pie, en tren y en combis, en los que atestiguó en primera persona cómo funciona la corrupción en México —“En un retén de Migración nos bajaron y nos pidieron mil pesos por cada integrante de mi familia, y como no teníamos más dinero nos rompieron el permiso que traíamos de Tapachula”, asegura—, Ana está en Ciudad Juárez, Chihuahua, donde el pasado lunes 40 migrantes de diversas nacionalidades, entre ellos venezolanos, murieron asfixiados luego de que se produjera un incendio al interior de la estancia provisional del Instituto Nacional de Migración (INM) y los custodios no abrieran las celdas.
Después del discurso, que pronunció en las inmediaciones del Colegio de Bachilleres de Juárez con motivo de la visita del presidente Andrés Manuel López Obrador a la ciudad fronteriza, Ana está ahora jugando con otros niños bajo la sombra fresca que ofrece el estacionamiento del Palacio Municipal, a un costado de la estancia del INM siniestrada, y a tan solo unos metros del borde fronterizo donde las patrullas de autoridades de Estados Unidos y operarios municipales de El Paso, Texas, colocan kilómetros de alambre de púas para tratar de disuadir a quien busque entrar por algún hueco.
Su semblante, de nuevo más relajado, vuelve a ser el de una preadolescente. El de una niña todavía que corre de aquí para allá entre las decenas de tiendas de campaña donde migrantes venezolanos, guatemaltecos, hondureños y colombianos llevan semanas e incluso meses esperando y durmiendo en la calle a que les llegue un mensaje de la autoridad estadounidense para presentarse del otro lado, en El Paso, donde se analizan los casos de solicitud de asilo.
Ahí, también en el estacionamiento que protege a los migrantes del corrosivo sol de la frontera, se encuentra Yonaiker Pérez, un joven de 19 años que tiene tres pasaportes: venezolano, colombiano y brasileño, aunque ninguno le sirve para entrar directo a Estados Unidos en busca de trabajo, se queja. De hecho, el adolescente, al que todo lo que le queda desde que inició el largo trayecto desde Venezuela es una gorra, los tenis y la ropa que lleva puesta, así como una chamarra gruesa negra con la que duerme en el suelo, asegura que ya estuvo “preso” en la misma estancia del INM donde 40 migrantes fallecieron hace una semana.
“No jodas, chamo, ¿eso cómo va a ser un albergue?”, responde entre ofendido y divertido cuando se le pregunta si, como dijo el presidente López Obrador, las instalaciones federales del INM son “un albergue”.
“No, no, eso es muy parecido a un penal. Los custodios no van armados pero igualmente son muy agresivos con nosotros”, comenta.
A unos pocos pasos del estacionamiento, aún puede observarse a lo lejos las marcas que dejó el incendio en la estancia. Ocho días después, hay tenis regados por el suelo y un jeep naranja del Grupo Beta del INM incendiado. Yonaiker observa de vez en cuando la estancia con un gesto serio, triste. Sin embargo, cuando se le pregunta por sus emociones sobre lo sucedido, el joven niega con la cabeza y encoge los hombros.
“Yo no puedo pararle mucha bola a eso. Ni quiero clavarme en pensar qué hubiera pasado si esa tarde me hubiera agarrado a mí la Migración por estar pidiendo en un crucero. Yo lo que quiero es seguir lo más rápido que pueda con mi camino”, dice taciturno.
A su alrededor, el sentimiento entre muchos otros migrantes es muy parecido. Las pancartas con proclamas contra los “asesinos” que dejaron morir a los migrantes continúan colgadas de las vallas metálicas que custodian la estancia provisional. Y las veladoras y los ramos de flores aún continúan puestos en el pequeño altar que se improvisó junto al lugar del siniestro. Sin embargo, el ánimo cada vez está más enfocado en eso, en que deben continuar con su camino.
Al caer la tarde, en grupos desperdigados aquí y allá, unos discuten cuándo será el mejor momento para ir a entregarse a la muy famosa Puerta 36, un espacio en la kilométrica valla fronteriza donde las autoridades estadounidenses reciben a los migrantes que quieran entregarse voluntariamente para solicitar el asilo. Otros, especialmente los que no son de nacionalidad venezolana, país cuyo gobierno Estados Unidos considera una dictadura, discuten si lo mejor es tomar de nuevo el tren y tratar de cruzar ilegalmente con un coyote en algún punto del borde, por el lado de Nuevo México, o ir hasta Reynosa, en Tamaulipas. Aunque el solo nombre de Tamaulipas o el de Piedras Negras, en Coahuila, impone mucho temor a los migrantes que ya conocen que se trata de zonas con amplio dominio de grupos del crimen organizado que exigen altas cuotas para cruzarlos.
“Yo he conocido Tijuana y Lechería, ahí por la Ciudad de México. Son lugares peligrosos. Bueno, todo México es muy peligroso para el migrante. Pero Tamaulipas y Piedras Negras es lo más peligroso que he visto acá”, interviene en la conversación Jorge, otro migrante venezolano de 27 años, quien llegó a México desde Chile, donde trabajaba como mesero. Ahora quiere reunirse con un hermano en El Paso.
Jorge y Yonaiker, como muchos de los migrantes aquí, se conocieron a lo largo de la travesía por América Latina. Se gastan bromas pesadas entre ellos, aunque Jorge dice que le gusta fungir como el hermano mayor que regaña al adolescente que se la pasa ideando planes.
“Chamo, tú por qué me estás preguntando todo el rato qué vamos a hacer”, le responde al impaciente Yonaiker, que lo urge una y otra vez con trazar un plan para cruzar juntos a Estados Unidos. “Nosotros somos migrantes, ¿oíste? No tenemos planes más allá de esta noche. Estamos improvisando”, zanja Jorge el debate, mientras un par de niños venezolanos juegan a su alrededor boxeando con el aire que corre furioso y libre entre ambos lados de la frontera.
FUENTE: ANIMAL POLÍTICO.
AUTOR: MANU URESTE.
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