La historia que les cuento a continuación, menos que nunca, va cargado de objetividad. Quiero comenzar siendo transparente con ustedes, lectores y lectoras, es la historia de mi hermana. Pero puede ser la de muchas más, su caso de anticoncepción sin su consentimiento pleno y libre sentará un precedente para que no vuelva a ocurrir.
Las mujeres pobres no deben ser mamás. A lo largo de su embarazo y en el postparto, Angélica escuchó esto del personal de salud de distintas formas, a veces disfrazado de planificación familiar y otras veces de manera directa: ¿pobres y mamás?, esas palabras no deben ir juntas.
Pero si ella y otras mujeres y personas gestantes en la misma condición socioeconómica no quieren tomar la decisión de no engendrar vidas, no hay problema que alguien más en el sistema lo determinará.
—¿Me pusieron un DIU o un implante?, ¿o me pusieron los dos? ¡Pero yo dije que no! ¡Qué me hicieron mientras dormía, qué le hicieron a mi cuerpo!
La doctora interrumpió el reclamo ciego mi hermana:
—Cálmese, ahorita lo averiguamos. La vamos a revisar y le vamos a tomar una radiografía.
Días antes, Angélica había dado a luz a Mariana, la vida más chiquita del mundo que revolucionó la mía. Su recuperación de la cesárea estaba siendo lenta, con punzadas extrañas en el útero y hemorragias eventuales, así que fue al Centro de Salud, mi mamá la acompañó.
—Dice aquí que tiene un implante anticonceptivo—espetó la doctora al leer la hoja de alta del hospital.
—No, no tengo nada—respondió Angélica confundida.
—Cuando la trabajadora social del hospital me dio el primer informe, dijo que la bebé estaba bien, que tú estabas grave y que te habían puesto un dispositivo. Pero esto último fue a lo que menos le tomé importancia y creí que sabías— dijo mi mamá en el consultorio.
—¡No, no lo sabía!
Era agosto de 2020, el acumulado de casos confirmados de COVID-19 en México superaban los 537 mil y las muertes llegaban casi a 60 mil. Millones de personas intentaban seguir encerradas para evitar el contagio; Mariana y yo, entre ellas.
Mientras la bebé y yo íbamos entendiendo de qué se trata este mundo —yo sentada en un sillón de la casa sin poder dejar de mirarla y ella acurrucando su cuerpecito de una semana en mis brazos—, Angélica —en el Centro de Salud— se esforzaba por comprender qué había pasado el día del parto.
—¿Y si me dejaron un pedazo de gasa, como le hicieron a la señora de la cama de al lado?— nos había dicho preocupada cuando venían las punzadas.
La doctora buscó el implante anticonceptivo en ambos brazos, presionó fuerte. “No hay nada”, concluyó. Así que la envió a Rayos X. Ahí estaba el DIU (es decir, el dispositivo intrauterino) mal colocado.
—Por eso le está molestando, mire— le mostró satisfecha por su hallazgo y diagnóstico.
LO QUE LE HICIERON SE LLAMA TORTURA
Hoy, 9 de junio de 2023, el Hospital Comunitario Emiliano Zapata de la Secretaría de Salud (Sedesa) del Gobierno de la Ciudad de México, debía ofrecer una disculpa pública a Angélica por violencia obstétrica en su contra, como parte de una sentencia de reparación del daño. Sin embargo, el jueves 8 por la noche decidió, una vez más, no hacerlo.
Por medio de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas de la Ciudad de México (Ceavi), le hizo saber a Angélica que no tienen fecha para cumplir con la sentencia que les dictó un juez federal, cuyo plazo venció el pasado 30 de abril. No explicaron los motivos, simplemente lo comunicaron así. La secretaría ha pospuesto varias veces este acto y se ha negado a cambiar el sentido de dicha disculpa, pues insiste en mencionar que todo son dichos de la víctima.
Su caso, ampliamente acompañado por el Grupo de Información en Reproducción Elegida (Gire), está sentando un precedente jurídico, simbólico y reivindicativo. En enero de 2023, un juzgado federal emitió una sentencia de amparo en el que reconoce que Angélica fue víctima de tortura en 2020.
Tortura suena muy fuerte, y lo es. Lo que le hicieron a Angélica se llama anticoncepción forzada y la anticoncepción forzada es tortura. Éste es el primer caso reconocido así.
—¿Cómo es que se acreditó tortura en este caso de anticoncepción forzada?— le pregunto a Alejandra Rodríguez Petrova, abogada de Acompañamiento en Reparación Integral en Gire.
—Una de sus características es que es intencional, como obtener una confesión por tortura, los casos que más conocemos. La anticoncepción forzada, que está cargada de componentes de género, se realiza con la intención de que las personas con ciertas características socioeconómicas, geográficas, de identidad y otras, no continúen reproduciéndose.
Otro rasgo de la tortura es que se ejerce con la aquiescencia o participación del Estado. En el caso de Angélica, la violación a sus derechos humanos ocurrió en un hospital público de la Sedesa. Ella no dio su consentimiento de manera informada, libre, consciente y sin presión para que le colocaran un DIU.
Además, lo hicieron en la cesárea, cuando el útero sigue con un tamaño extraordinario. Al paso de los días, la matriz volvió a su dimensión reducida y el dispositivo quedó dentro por completo. Eso le causaba el dolor y el sangrado.
—La sentencia no lo dice, pero los casos de esterilización y anticoncepción forzada se pueden equiparar con crímenes de lesa humanidad— agrega Alejandra Rodríguez —esos crímenes son prácticas sistemáticas y generalizadas contra un sector social específico y Angélica se adscribe como persona indígena, eso le añade vulnerabilidad, al ser parte de un grupo históricamente discriminado.
Las políticas de planificación familiar aplicadas así en la gente pobre son un eufemismo de extinción, de eugenesia. Es un control que se ejerce a través de los cuerpos de las mujeres y desde la jerarquía que se asume en el sistema médico, donde el personal de salud sabe más, tanto, que pueden decidir sobre sus vidas.
Una vez que el juez federal emitió su sentencia, la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (Ceav) emitió un dictamen en el que ordena la reparación integral para Angélica. Esto implica la no repetición, que no vuelvan a pasar este caso a ninguna otra persona, capacitaciones al personal para erradicar de una vez por todas la violencia obstétrica sistemática y generalizada, una compensación para la víctima y apoyo psicológico.
Luego, la Ceav pasó el caso a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas de la Ciudad de México (Ceavi). Tras varias reuniones acordaron, con algunas resistencias de la Sedesa, que hoy se ofrecería una disculpa pública, un acto simbólico en el que el Estado reconoce su responsabilidad. Pero esto no ocurrió.
LAS LUCHAS DE ÁNGELICA
Angélica es la hermana mayor. Crecimos en Iztapalapa, cerca de Ciudad Netzahualcóyotl, Estado de México. Nuestros orígenes son de la sierra de Hidalgo, de la cultura huasteca. Mi mamá habla náhuatl, mi papá no aprendió porque en su comunidad el colonialismo enmudeció esa lengua y hablar “el mexicano” era “de indios”. Aun así, con mucho orgullo, él nos decía que éramos indios.
Con el tiempo, mi hermana y yo pudimos politizar nuestra vivencia. Migración, urbanidad, exclusión, raíces, indigeneidad, etnicidad, periferia, pertenencia, reinterpretación, son algunos conceptos con los que hemos ido tejiendo nuestra identidad. Aunque en mi caso no está acabada. Ambas sacamos “mestizaje” de nuestra urdimbre.
Nos criamos en Iztapalapa, en un pueblo originario. Un territorio defendido por sus habitantes en la invasión española, zapatista en la Revolución Mexicana y dividido, para apaciguarlo, por el expresidente Carlos Salinas de Gortari cuando éste puso fin a la reforma agraria en la década de los años 90.
La última lucha comunitaria la encabezó Angélica. El pueblo carecía de agua. En muchas casas, una sola jicarada pasaba a lavar unos cuantos trastes y luego seguía su trabajo de limpieza en los pisos o el baño. Las campañas de ahorro de agua aquí son, más que ridículas, ofensivas.
En la discusión de la Constitución de la Ciudad de México, Angélica logró unir al pueblo para que en 2017 se nombrara indígena. Con la diplomacia aprendida en la carrera de Relaciones Internacionales, creó lazos con otros pueblos de Iztapalapa y Xochimilco para fortalecer la lucha.
Congregada en una identidad, con el apoyo de otros territorios, en 2018 la gente protegió un pozo de agua que iba a ser explotado en beneficio de colonias de clase media alta en Coyoacán y Benito Juárez.
Sin saberlo, sin pedirlo y sin desearlo, Angélica estaba por liderar otra insurgencia.
Treinta y nueve años y con problemas hormonales los doctores le habían dicho que le sería imposible embarazarse.
—Fue una hermosa sorpresa, aunque siempre supe que iba a tener una hija. Seis meses antes, en meditación, vi a una niña como de tres años, con unas trenzas largas, como ahora las tiene mi hija. La niña venía corriendo y me abrazaba, justo como ahora lo hace.
Pero para que esa visión se materializara antes pasaron muchas cosas, como la pandemia. En marzo de 2020, cuando Angélica tenía casi cuatro meses de embarazo, el Gobierno federal decretó la emergencia sanitaria.
Los contagios subían y el círculo se empezó a cerrar: en la cuadra murió un vecino, luego otro, uno más, una vecina.
—Estar embarazada en una situación así fue desconsolante. Yo soñaba con vivir un embarazo rodeada de mucha gente, compartiéndolo.
Sin seguridad social, con recursos económicos limitados, el sistema de salud público era su salida para recibir atención. Pero los pocos hospitales en la zona fueron reconvertidos a unidades COVID-19. Sólo quedó el Hospital Comunitario Emiliano Zapata.
Esa clínica está ubicada en la Sierra de Santa Catarina, entre dos volcanes extintos. En las periferias de la periferia, donde aprendemos a defendernos y, al mismo tiempo, aprendemos que merecemos la miseria porque el sistema nos lo recuerda a cada paso.
A las 35 semanas de gestación, poco más de ocho meses de embarazo, Angélica desarrolló preeclampsia. En México, las enfermedades hipertensivas, como ésta, son la segunda causa de muerte materna, según la Secretaría de Salud.
LA SEDESA NO JUZGA
“¿Cuál escoges: DIU, implante o la operación definitiva? De aquí nadie sale sin uno de esos”, era lo que siempre escuchaba Angélica cada que iba a su cita mensual. No le informaban sobre los métodos, la presionaban para que eligiera uno. Mucho menos le pidieron que llevara a su pareja para informarle sobre la vasectomía, por ejemplo.
Las normativas para el consentimiento informado señalan que la persona debe estar totalmente consciente de lo que implica el método anticonceptivo elegido. La aprobación no puede ser requerida en situación de vulnerabilidad o bajo presión.
—Una vez, mientras nos tomaba los signos vitales a mí y a otra chica embarazada, una enfermera nos preguntó qué método anticonceptivo habíamos elegido. Yo no respondí y la joven dijo que ninguno. La enfermera nos miró y cuestionó: ¿sin dinero y quieren seguir teniendo hijos?
El martes 11 de agosto Angélica tenía cita. Como siempre, mi mamá la acompañó. Tomaron un taxi de la calle y después de subir notaron que el conductor no llevaba cubrebocas, le pidieron que se lo pusiera. Pero el hombre se enfureció, les dijo cosas sin sentido, subió la velocidad y se metió por calles que no necesariamente les llevarían al hospital.
Alarmadas y temerosas, le indicaron que ése no era el camino, él se enojó más. Le pidieron que parara el auto y (gracias, gracias, gracias) el hombre las dejó salir. Para cuando llegaron al hospital, Angélica llevaba la presión arterial por los cielos.
—Te vamos a ingresar en este momento— le dijo el doctor.
Una vez hospitalizada, una trabajadora social llegó hasta su cama para recabar algunos datos.
—¿Cuál es su grado de estudios?
—Licenciatura.
—¡Hey, acá tenemos una licenciada! ¿y sí fuiste a la universidad?
Angélica no tuvo tiempo ni de molestarse, porque en ese momento un médico le informó que la bebé presentaba taquicardia y le practicarían una cesárea inmediatamente.
—Tuve miedo, me sentía angustiada, triste, sola. La cabeza me dolía como nunca y sentía mucha culpa por no haberme calmado, por eso mi beba estaba teniendo taquicardia. Era mi culpa.
La noticia de la cesárea terminaba con su sueño de parto natural, pero tenía que desechar rápido esa desilusión pues la operación era lo mejor para la niña.
Luego, esa parte de “inmediatamente” le representaban dos cosas: el peligro que estaban corriendo ambas y el final del embarazo. No es que en esos nueve meses no se haya convertido ya en mamá, pero era en ese momento cuando todo comenzaría a tomar otra forma.
La trabajadora social continuó con las preguntas:
—¿Hablas algún otro idioma además de español?
—Inglés
—¿Y qué haces aquí, entonces?
La mujer le puso los papeles en la panza y le pidió que los firmara.
—Quisiera agregar que, como parte del procedimiento del ingreso de la víctima, en su momento, el personal de trabajo social le entregó un formato de consentimiento informado de anticoncepción post evento obstétrico y planificación familiar, cuyo fin es la autorización para la colocación de un dispositivo intrauterino— me dice Karim Vargas, enlace de Derechos Humanos de la Sedesa hasta hace unas semanas.
Casi tres años después del suceso de violencia obstétrica y con una sentencia firme, busqué una entrevista con la Sedesa. Antes de comenzar la entrevista, le hice saber a la funcionaria que Angélica es mi hermana, era lo justo.
—En el expediente médico se cuenta con el documento firmado por el paciente. No obstante, respecto a la resolución judicial emitida sobre este caso, la institución está comprometida para cumplimentar las exigencias emanadas del acuerdo reparatorio. La Sedesa no juzga los dichos de los pacientes.
VIOLENCIA OBSTÉTRICA VA JUNTO CON LA VIOLENCIA INFANTIL
Los alaridos de dolor de una mujer muy cerca de ella y los gritos de furia de un hombre a lo lejos, despertaron a Angélica, que había estado inconsciente desde que entró al quirófano.
Más tarde supo que aquella señora tuvo una cesárea una semana atrás en un hospital público en la alcaldía Tláhuac y que le dejaron restos de gasa, lo que le causó una infección severa. Los médicos le estaban comunicando al marido que a su esposa le quitarían la matriz. Seguramente, alguien más en ese momento cuidaba de su hijo recién nacido.
Angélica buscó a su beba y ahí estaba junto a ella. La vio por primera vez, estaba preciosa, con unos dedos largos que, por más que se estiraban, ya no sentían el agua que habitó por nueve meses. La mamá lloró de felicidad, de tristeza, de amor, de miedo, de dicha. La hija lloró de hambre tal vez.
Quiso amamantarla, pero apenas le salieron una gotitas de calostro. Lo intentó toda la madrugada y al día siguiente, pero nada.
—Éramos cuatro mamás en esa habitación y yo veía que ellas sin problema estaban alimentando a sus bebés, y yo no podía.
Al anochecer, la jefa de enfermería pasó al cuarto a supervisar a las mamás.
—Había una chica muy, muy joven, casi una niña. No sé qué estaba haciendo mal a juicio de la enfermera que ésta le dijo: “pero qué tal abriendo las piernas, para eso sí son buenas”.
Cuando la jefa llegó a la cama de Angélica preguntó por qué lloraba la niña. Mi hermana le dijo que tenía hambre y le pidió un poco de fórmula porque a ella no le salía leche.
—Yo por eso no tengo hijos, porque no quise ser una mala madre como ustedes. Si no saben criar, no tengan hijos.
—No nos hable así, eso es violencia obstétrica— le dijo Angélica.
La respuesta de la enfermera fue retirarle la frazada y el agua que le acababan de llevar. En la lactancia, la hidratación es fundamental, y Angélica tenía solo la bata para cubrirse por la noche.
—Hasta el día dos en la mañana pasó una enfermera y le supliqué casi llorando que me diera un poco de fórmula para mi hija, porque yo seguía sin tener leche.
A las 12 del día las dieron de alta.
LO HAGO PARA TI
—Eso es bien común, a mija también le pusieron un DIU en el hospital donde trabaja y se dio cuenta como siete años después— cuenta una amiga de mi mamá. Su hija es enfermera en un hospital público de la Ciudad de México, planeaba volver a embarazarse pero no podía y tras unos estudios descubrió que tenía un dispositivo.
En estos años, esperando la resolución del caso, no hemos hablado mucho del tema con otras personas. Pero cuando lo hacemos, invariablemente nos dicen que pasa muy seguido, que eso les ocurrió a ellas o a parientes y amigas. Que es normal, dicen.
Según Karim Vargas, el caso de anticoncepción forzada de Angélica es el único en su tipo. De 2019 a mediados de 2023 han habido más de 128 mil nacimientos en las unidades de la Sedesa y nadie ha presentado una denuncia como esa, dice. Caso aislado, le llaman.
En nuestro país hay una gran cifra negra de delitos y una mínima de denuncias, le digo. No quiero especular, sigo diciéndole, pero qué mensaje le daría la Sedesa a aquellas mujeres que no han reconocido la violencia obstétrica y quizá con este caso, o con otra información que les llegue, la identifiquen. ¿Cómo se lo pueden hacer saber a ustedes?, le pregunto.
Para eso “existen diversas instituciones competentes” que no es la secretaría, me responde.
— No es normal esta violencia. Lo que le hacen a la mamá en esos momentos previos al parto, en el parto y post parto afecta directamente a seres humanos que acaban de nacer o que están por nacer. Si nosotras las mujeres y las personas gestantes estamos en un momento sumamente vulnerable, las crías aún más porque dependen de las personas adultas— me dice mi hermana.
—¿Quieres denunciar? — le pregunté aquel día, cuando llegó del centro de salud. La vi dudar un poco, sólo un poco.
—Yo no hubiera querido estar aquí, haciendo esto, poniendo una denuncia. Pero tengo que defender a mi niña, me tengo que defender a mí. También hago esto es por las demás. Quiero decirle a quien me esté leyendo que si yo pude, tú también puedes. A lo mejor no nos vamos a conocer pero esto lo hice para ti, para que todas vivamos la vida digna a la que tenemos derecho.
AUTOR: BLANCA JUÁREZ.
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