Tras un año de la recaptura de Ovidio Guzmán, los recuerdos de una ciudad lastimada reviven la vivencia del llamado “Culiacanazo”. El reportero Aarón Ibarra comparte su crónica de aquel “segundo Jueves Negro”.
La gente aprendió a dosificar el miedo. Sale día con día a tener una vida cotidiana. En las noticias los ejecutados en la periferia o el levantado en la carreta de mariscos son hechos cotidianos que ya no causan temor. Al menos así lo quieren ver. Sin embargo, el 5 de enero es diferente, es la fecha del “Culiacanazo 2.0”, el aniversario de la recaptura de Ovidio Guzmán López.
A mí me fue muy mal, me explica un compañero. Le tocó cubrir (otra vez) el evento. Le quitaron la camioneta de la empresa y lo encañonaron. Su fuente es la policíaca y está “acostumbrado” al refuego. Pero nadie se acostumbra a esto. Los camiones bloqueando calles. El silencio que se vuelve pesado a cada paso, roto por una explosión o por la metralla de los disparos. El olor a llanta quemada y una sensación que te estremece con cada escena. La piel de gallina con cada latido del corazón.
Pero salimos. Los que trabajamos en Culiacán salimos. Eran las cinco de la mañana y la información lo único que advertía era caos y muerte. No salgan, era la recomendación. Pero salimos. Hay que dosificar el miedo. Unos con suerte y otros sin fortuna. Eran ya cerca de las nueve de la mañana. Ya los bloqueos eran en todo el sector norte. El primero que observé fue un camión ya en el cascarón. Le prendieron fuego en contra esquina del estadio de Dorados de Sinaloa, en las inmediaciones de la vieja salida a Mojolo, comunidad rural al norte de Culiacán.
A medida que avancé perdí comunicación con un colega y amigo. Me reuniría con él. El último mensaje que leí suyo fue uno donde me advertía: “No vengas, acá está cabrón, carnal”. Otra vez a dosificar el miedo. Caminé otros pasos. El carro lo dejé atorado en el estacionamiento y primero exploraba para ver qué tanto podía avanzar. Para esa hora ya tenía conocimiento del despojo a otros compañeros de sus vehículos y equipo de trabajo. Las cámaras y celulares lanzadas al fuego por los gatilleros y los punteros o halcones.
Avanzaba otros metros y otros más. De repente llegué a pie hasta la plaza las Carolinas. En ese escenario emboscaron a militares el 30 de septiembre de 2016. Mataron a cinco elementos y dejaron gravemente heridos a 10 más. En el camino observé cuatro camiones bloqueando los dos sentidos del amplio bulevar José Limón o su entronque con la carretera México 15, conocida como “La internacional”.
El olor a llanta quemada y el humo era demasiado. Traté de cubrirme con algo la nariz. Entonces llego a la plaza. De la acera de enfrente cuatro hombres jóvenes me observan. Fuman algo que no huele más que el humo de las llantas. Un hombre de la tercera edad observa la lumbre de uno de los camiones. Me acerco y lo primero que me advierte fue no sacar mi celular. Esos plebes están pendejos, me dijo. Comenzamos a platicar. Rápidamente le confesé que soy reportero. Nomás no vayas a sacar tu celular, insistió.
De repente el sonido de motocicletas cada vez lo percibo más cerca. Eran los cuatro jóvenes que vi instantes antes. Llegaron a bordo de tres motos. Una de ellas era ocupada por dos muchachos. El que va atrás desciende del vehículo. Tiene el cabello teñido de rubio y lleva una bolsa cangurera. De ella saca una pistola. No sé el calibre. No sé nada. Las llaves, saca las llaves del carro, no te hagas pendejo, me dijo.
Dosificar el miedo, dosificar el miedo. Le respondo cuál carro, no tengo ningunas llaves, no sé de qué me hablas. El viejo que me acompaña da un par de pasos atrás. El muchacho del cabello teñido de rubio insiste. Dame las llaves, cabrón, dámelas. Otro se acerca a un vehículo estacionado en la plaza y hace una señal. El otro me dice que me saque las bolsas del pantalón. Inmediatamente lo hago, pero de forma muy lenta. Hice lo mismo con la cartera y el resto de mis bolsillos, excepto el izquierdo de mi camisa. En él tenía mi gafete que me identificaba como reportero.
¿Ves? No tengo carro, le dije. Mentí. Las llaves no las saqué. Me arrebató 200 pesos que tenía en la billetera. Me pregunta qué hago en ese lugar. Estoy perdido, le dije, no hay camiones ni uber, quiero regresar a mi casa. Pues chíspale, me responde. Sube a la moto y se marchan.
“Nunca he matado a nadie”...
La primera vez que escuché la frase no la comprendí. Fue de la voz de Javier Valdez Cárdenas, periodista asesinado en mayo de 2017. Fue durante las fechas en que presentó su libro Narcoperiodismo, meses antes del crimen que le arrebatara la vida. Hablábamos sobre lo que significaba reportear en Culiacán. Enfrentarse no sólo al asfalto culichi sino a la página en blanco. El miedo te invade. ¿Y si escribo esto? ¿Si mejor no lo hago? Pero algo sucede y lo escribes. Dosificas el miedo, me dijo.
La comprendí esa mañana del 5 de enero de 2023. Mi jefa insistió de tal modo que no pude negarme a salir a reportear el infierno otra vez. Otra vez. La primera fue el 17 de octubre de 2019. El primer operativo para capturar a Ovidio, el hijo del Chapo Guzmán. Fallido. Ese día la ciudad se paralizó desde poco después de las dos de la tarde. Así duró por más de 24 horas. Después de esa refriega le prometí a mi familia no volver a ponerme así en peligro. Fallé. Fallé tanto o más que ese primer operativo.
Después del encuentro con los halcones decidí que era suficiente. No pude comunicarme con mi colega y amigo. Su teléfono simplemente dejó de recibir mensajes. Llamar no era una opción, pero lo intenté. Derecho al buzón. Mierda. Dosificar el miedo. El corazón ya comienza a acelerarse un poco. Entonces vuelvo mis pasos exactamente por donde vine, pero al llegar al bulevar que me conducía al estacionamiento donde dejé mi carro, me desvié.
A lo lejos podía observar más humo. Era tan denso que lo que ahí se quemaba debía ser algo grande, otro camión tal vez. Entonces el ruido de las motos. Volteo a mis espaldas y me encuentro con el mismo muchacho de pelo teñido. Se baja de un salto de la parte trasera de la moto que va adelante y apenas cae cuando me grita eufórico qué vergas haces. Voy de vuelta a mi casa, le dije. No tengo cómo volver más que caminando, y eso hago. Señalo con mi índice izquierdo una dirección al norte. Parece satisfecho. Se monta en la moto y me advierte que no quiere volverme a ver.
En lugar de seguir la dirección apuntada por mi dedo índice caminé hacia el denso humo. El lado opuesto a mi camino. Apenas unos metros y pude notar las llamas vivas todavía. Un camión urbano de la ruta Agustina Ramírez y del otro lado un tráiler con todo y caja era saqueado por los vecinos. Dosificar el miedo. Le dieron pausa al terror y buscaron llevarse algo del camión. Saco mi celular y comienzo a hacer fotos y grabar. Una pequeña transmisión en Facebook para dar cuenta de los hechos y entonces el ruido otra vez. Puta madre, pensé. Interrumpo la señal y a como puedo me meto el celular en la bolsa de atrás del pantalón. Apenas lo hice cuando el joven de cabello teñido me grita qué vergas te dije, mientras me apunta con su pistola al pecho.
Dosificar el miedo. He escuchado historias sobre lo que sucede cuando la gente se enfrenta al peligro de muerte. Un choque, una caída, un evento traumático. He escuchado que dicen cómo les pasa la vida en segundos como una película. Yo no vi nada. Nada. Apenas pude responder al puntero. Me encogí de hombros con las manos levantadas tímidamente. Soy reportero, soy reportero. Se lo repetí cuatro o cinco veces. Hice una señal otra vez con mi índice izquierdo y de la bolsa de mi camisa saco mi gafete. ¿Ves?
El miedo cada vez se vuelve más intenso. Ya dosificarlo no sirve de mucho. El corazón late frenéticamente, como si quisiera salir corriendo de mi cuerpo. Un arma me apunta al pecho. El miedo se interrumpe con la voz del puntero. Yo nunca he matado a nadie, me dijo. Lo repitió tres veces antes de voltear a ver a sus compañeros halcones. Silbaban y gritaban como dando una arenga al matador que está frente a la faena. Entonces baja el arma. Se la faja a la cangurera y sube a la moto. Antes de marcharse me grita que a la otra me va a matar.
“Por favor, ve a un lugar seguro”
Regresé al estacionamiento entre las calles de la colonia Infonavit Humaya. Uno de los epicentros de los enfrentamientos al norte de Culiacán. Ya temblaba entonces demasiado. No podía detenerme. Dosificar el miedo, pensaba, pero no era posible. Todo mi cuerpo sentía el pánico. Entonces saco un Marlboro rojo de mi bolsillo. Lo enciendo y lo consumo en apenas cinco o seis fumadas. Sin apagarlo enciendo otro. Luego un tercero y repito con un cuarto. Hablo por teléfono con un periodista de la Ciudad de México. Le explico que estoy muy preocupado por mi amigo y colega. Perdí comunicación con él y habían transcurrido ya casi tres horas. Por favor, ve a un lugar seguro, me dijo. Mi jefa quería que me trasladara al aeropuerto en donde un grupo armado realizó disparos a una aeronave. Buscaban evitar el traslado de Ovidio, pero para esa hora ya no estaba en Culiacán y nosotros no lo sabíamos. Seguíamos en medio de esa guerra.
Traté de ir al aeropuerto. Antes decidí pasar por el centro histórico. Me senté en una banca. Un hombre me pregunta por un taxi o si hay camiones. Le ofrecí un cigarro. Me pregunta si tuve un día largo. Entonces comprendí que no me quedaba más para dosificar. El miedo era ya todo parte de mí. Hablé con mi jefa, le expliqué que me iría a casa, que necesitaba descansar. Mi colega en la Ciudad de México me dijo que ya habían contactado a mi amigo y que estaba “relativamente” a salvo. Regresé a casa alrededor de las dos de la tarde no sin antes pasar por la Redacción. Estaba abandonada. Volví a recordar a Javier y sus palabras. Uno aprende a dosificar el miedo. No pude saber la respuesta a mi siguiente pregunta. ¿Qué hacer si el miedo te desborda?
Y ese mismo sentimiento se apodera una vez más de Culiacán. En medio de los festejos de Año Nuevo y al día siguiente, grupos armados dispararon contra videocámaras de vigilancia en la ciudad. Incluso en el centro efectuaron disparos, destruyendo 114 cámaras. También los robos de vehículos a mano armada se incrementaron. Apenas durante una semana se llegaron a robar más de 10 vehículos a mano armada en distintos puntos.
Por eso la gente bromea con la fecha. Tal vez es su modo de dosificar el miedo.
En Culiacán, más de una docena de reporteros y reporteras salieron a las calles en los dos eventos. Todos y todas siguen trabajando. Yo también. Y a todos ellos les dedico este texto con todo mi respeto y admiración.
FUENTE: PROCESO.
AUTOR: AASRÓN IBARRA.
No hay comentarios:
Publicar un comentario