“En un país sin Ley, en Taxco, donde sucedieron los terribles hechos, no hay policía suficiente para contener a una turba, no hay ambulancias para socorrer a los heridos”.
En Culiacán privaron de la libertad a 66 personas. Familias, niños, niñas, madres, hombres, los criminales se llevaron por parejo a quienes ligaron con presuntos delincuentes. Ahí, los miembros del cártel de Sinaloa matan a quienes les hacen la competencia, a los “no autorizados” para cometer ciertos delitos, porque ese monopolio lo tienen ellos; y ante el desgobierno aprovechan para imponer sus “normas” de sangre y plomo.
También en marzo de 2024 pero en Pesquería, Nuevo León, imperó el horror. En el transcurso de 48 horas fueron localizados los restos de 13 personas. Algunas mutiladas, cercenadas, calcinados; entre los primeros hallazgos estuvieron siete cuerpos y cinco cráneos.
El 25 del mes la violencia llenó de focos rojos el país. Tres casos de extrema y fatal inseguridad fueron los más notorios. En la carretera federal Tuxtla Gutiérrez-Coita en Chiapas, por la madrugada los reportes fueron de un enfrentamiento armado. Poco se dijo oficialmente, pero en una época en que el terror se infunde por mensajería instantánea, las imágenes de vehículos quemados, cuerpos esparcidos en la carretera, dominaron la escena extraoficialmente. A saber de investigadores, fue un enfrentamiento entre miembros del cártel de Sinaloa y de Jalisco Nueva Generación que llegó a otros municipios del Estado.
Al tiempo pero en el municipio de Cárdenas en San Luis Potosí, cinco cuerpos, algunos mutilados, fueron dejados por verdugos anónimos que los trasladaron en camionetas, al pie del palacio municipal. Sin miramientos, para lanzar el mensaje de horror, de terror, los cuerpos fueron desperdigados para ser vistos por los ciudadanos.
Ese mismo día en una carretera entre Encarnación de Díaz y Lagos de Moreno, Jalisco, cinco cuerpos fueron abandonados, se trataba de cuatro hombres y una mujer.
Las masacres ocurridas en Nuevo León, San Luis Potosí, Chiapas, han sucedido también en Guanajuato, en Guerrero, en Baja California, en Sonora donde siguen encontrándose narcofosas.
México es un país lleno de focos rojos, alarmas encendidas por todas las regiones, pero sin extintores. Sin autoridad que aplique la Ley, que ejerza el Estado de Derecho.
En este contexto de violencia, inseguridad, impunidad, las infancias también son afectadas. A veces de manera fatal.
El 24 de marzo, un día antes de que los cárteles arrojaran cuerpos en carreteras, palacio municipal y calles, en Ameca, Jalisco, un menor de edad, Ángel Gabriel, fue asesinado. Sucedió también en una vía de comunicación. Mientras acompañaba a su padre quien manejaba el vehículo, desde un carro tripulado por varios hombres, les hicieron señas para que detuvieran la marcha. El padre, pensando que se trataba de la alerta de un desperfecto mecánico, se detuvo y los sujetos, con los rostros cubiertos, atacaron directa e indiscriminadamente al niño de 10 años de edad. Le asestaron puñaladas que le quitaron la vida, no de forma inmediata pero sí cuando recibía auxilio en un hospital. La sinrazón total, el padre llora la muerte del hijo en un caso que parece transitar como un estadística más y fuera de la dimensión del horror de un menor asesinado.
Tres días después, el 27 de marzo, el horror de la impunidad y un país sin Ley se evidenciaron en Guerrero, un estado golpeado por los cárteles de la droga, por la inseguridad, por una gobernadora ausente y por un huracán categoría 5 que dejó el estado devastado. Un niña de 8 años fue secuestrada y asesinada por -a saber- los vecinos de su madre.
A Camila la invitó su amiga de la misma edad, con la venia de su madre, a relajarse del calor sumergiéndose en una alberca inflable. Cuando la madre de Camila fue a buscar a su hija Ana le dijo que la pequeña nunca llegó a su vivienda. La niña, lo mostrarían las cámaras de videovigilancia, entró feliz y corriendo a la casa de su amiga, pero con vida ya no salió. Otras cámaras captarían el momento en que su cuerpo fue extraído en una bolsa de basura negra. Lo que sucedió las horas posteriores, da cuenta de lo que es morir en México.
La familia de Camila avanzó rápido en su investigación, más que las autoridades, luego de haber recibido una llamada pidiendo un rescate de 250 mil pesos por la niña. Junto con vecinos y otros que apoyaron, revisaron cámaras y fueron reconstruyendo las últimas horas con vida de la niña.
La autoridad municipal, para el caso la que más actuó, hizo lo propio. Fueron a la casa y dieron los ocupantes que, presuntamente serían los últimos en ver con vida a la niña Camila. Esto, después del arresto y confesión del taxista José “N”. Como pudieron, las autoridades aseguraron el lugar donde vivía Ana y sus familiares hasta que la policía llegó a detenerlos. Pero la frustración, la impunidad, un estado sin ley, llevaron a vecinos a actuar por su cuenta. Cuando tres personas eran detenidas, Ana Rosa Díaz, la madre de la amiga de Camila, a cuya casa acudió la niña; sus dos hijos, Axel y Alejandro, fueron arrebatados de la custodia de los policías por una turba indignada. Los masacraron a golpes. De todo ello hay evidencia en videos tomados por celulares.
A la mujer le gritan asesina, la humillan verbalmente y la despojan de su ropa para quitarle la dignidad que le queda. La patean en el cuerpo, en la cabeza, en el cuello, en la cara, la golpean con objetos le asestan puñetazos. Los policías solo observan la tragedia y cuando atinan a reaccionar y suben a la herida mujer a la parte trasera de un pick up, la turba la baja de nueva cuenta y una nueva racha de golpes da inicio. A los dos hijos lo mismo. Golpeados, amenazados, pateados.
En un país sin Ley, la sociedad no esperó a la procuración de justicia. La hizo con sus manos. En un país sin Ley, en Taxco, donde sucedieron los terribles hechos, no hay policía suficiente para contener a una turba, no hay ambulancias para socorrer a los heridos. A la mujer acusada por la sociedad del asesinato de Camila (su pareja sentimental detenido posteriormente, confesaría el crimen y el lugar donde abandonaron el cuerpo de la niña), los policías la trasladan, gravemente herida, en el piso metálico del pick up patrulla, y de ahí la bajan sosteniéndola por sus extremidades para internarla, no a un hospital sino al ministerio público.
Más tarde informarían, sin una pizca de credibilidad, que la señalada falleció en el traslado al hospital. La sociedad había hecho su justicia, la que el Estado no le provee. Los dos hijos de la mujer están aun hospitalizados y la pareja y cómplice, preso.
Dos días antes de finalizar marzo de 2024, en Nuevo León, en dos municipios de Nuevo León, Salinas Victoria y Ciénega de Flores, 17 personas fueron privadas de la libertad. La Fiscalía General del Estado se reserva la información porque, justifica, hay menores y deben cuidar el detalle. Como a los 66 de Sinaloa, hombres armados sacaron de sus hogares a las personas en Nuevo León. Algunos ya han regresado a casa, otros no tienen certeza de su futuro.
En México los narcotraficantes privan de la libertad, matan y esparcen cuerpos en calles, carreteras y edificios sembrando el terror; los ciudadanos indignados se unen para hacer justicia con sus manos y sus pies y sus palos, porque en un país de focos rojos, no hay autoridad que prevenga el delito, que investigue, que combata al crimen y mantenga a salvo a la ciudadanía con la certeza de la justicia. En este país lo que impera es la impunidad lamentablemente cotidiana y el horror que desata.
FUENTE: SIN EMBARGO.
AUTOR: ADELA NAVARRO BELLO.
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