miércoles, 14 de agosto de 2024

El fondo del problema

De entre todos los calificativos con los que se ha intentado señalar la inoperancia del Estado mexicano, creo que el que mejor lo define es el de un Estado capturado.

Es innegable que desde hace mucho urgía una reforma del Poder Judicial. Lo exigía su opacidad, su corrupción y la ausencia de justicia que a lo largo de muchos sexenios se ha expresado en una impunidad que no desciende del 90%. Por desgracia llegó tarde y de la peor manera.

La iniciativa, que forma parte de otras 19 enviadas por López Obrador a la Cámara de representantes el 5 de febrero y que estará o se habrá ya discutido cuando aparezca este artículo, tiene graves problemas de origen. Los pone de manifiesto el amplio informe que la Relatora Especial de la ONU emitió el 29 de julio. Dicho documento sostiene que de llegar a aprobarse la iniciativa del presidente sin modificaciones sustanciales se destruiría la independencia de ese poder del Estado. La elección popular de los jueces sin reglas claras, la creación de tribunales de disciplina judicial, la ampliación de las causales de juicio político, entre otras, sometería al Poder Judicial a los caprichos de la presidencia y del partido hegemónico.

Esto es verdad y habrá que esperar que la reforma avance por caminos que puedan acotar las ansias despóticas de un presidente al que el poder pudrió.

Pero aun si así fuera, el fondo del problema es mucho más grave y complejo. Por más profunda y seria que pueda llegar a ser la reforma al Poder Judicial –una reforma que dada su envergadura tardará mucho tiempo en aplicarse de manera plena–, no conducirá a nada sin una reforma del mismo calado de las fiscalías, la otra cara de la justicia y el complemento de un buen aparato judicial. Algo que hasta ahora no ha sucedido. Las reformas que se le han hecho han sido meramente cosméticas y han redundado en una mayor opacidad y corrupción de las instituciones encargadas de documentar y perseguir el delito.
Supongamos, sin embargo, que esa reforma se lograra. Tampoco serviría de nada, porque el problema de fondo no está en las instituciones vistas como particularidades, sino en el Estado mismo.
De entre todos los calificativos con los que se ha intentado señalar la inoperancia del Estado mexicano, creo que el que mejor lo define es el de un Estado capturado. Rehén de la corrupción, el clientelismo, el arribismo y el uso facciosos de la ley, el Estado que salió de la Revolución nació ajeno al derecho y sometido a la arbitrariedad. La transición democrática no lo corrigió. Construyó contrapesos políticos y sociales, pero nunca un verdadero Estado de derecho. Esta ausencia abrió brechas en el tejido social que permitieron a las redes y organizaciones criminales transitar con absoluta impunidad y capturar más a un Estado cuyas entrañas nacieron enfermas. La cuarta transformación de López Obrador, un remedo del Estado posrevolucionario, no sólo potenció la opacidad y la corrupción, cimentó también y por lo mismo el poder político y territorial del crimen organizado. Esta ya larga captura del Estado lo ha llevado a tales grados de descomposición que se ha vuelto ya imposible saber dónde empieza el Estado y dónde termina el crimen organizado. Si el Estado que surgió de la revolución nació siendo lodo, ahora es un lodazal. Tomado por la criminalidad se ha vuelto absolutamente incapaz de juzgarse y reformarse a sí mismo.

No quiero decir con esto que la reforma al Poder Judicial no deba hacerse. Se echó a andar y hay que terminarla e impedir que la iniciativa pase con todas sus aberraciones a la Constitución. De lo contrario, la captura del Estado se hará más vertiginosa, como lo ha mostrado la administración de López Obrador. Digo solamente que en las condiciones de captura a las que el Estado y el país han llegado, una reforma de esa envergadura servirá de muy poco si no se acompaña con una iniciativa que permita descapturar al propio Estado de su lógica criminal.

Desde hace mucho, varios académicos y organizaciones de víctimas y de derechos humanos hemos insistido en que la única manera de hacerlo es mediante la construcción y aplicación de una política basada en la justicia transicional que, como su nombre lo indica, permite transitar de un Estado capturado por formas y estructuras criminales a un Estado de derecho. Lo que implicaría el diseño y la construcción de dos grandes mecanismos extraordinarios de verdad y justicia independientes del Estado, coordinados por ciudadanos probos y acompañados por organizaciones internacionales. La iniciativa para llevarlo a cabo existe. Se creó con el respaldo de López Obrador cuando era presidente electo. Pero, traicionada por él, quedó guardada en los archivos de la Secretaría de Gobernación y en los de los partidos políticos, a los cuales se les entregó mediante los legisladores de entonces.

Habría que desempolvarla, discutirla, afinarla y echarla andar no sólo con el mismo ahínco con el que se ha publicitado, discutido y afinado la iniciativa de reforma al Poder Judicial, sino también con la misma dignidad y valentía con la que se ha defendido al INE y los cada vez más precarios equilibrios democráticos.

De no hacerse, la captura del Estado se hará, si no más vertiginosa, sí más honda y no habrá reforma, por más perfecta que sea, ni defensa de las instituciones que pueda refundarlo y llevarnos a la justicia y la paz que tanto necesita el país. Por desgracia, hace mucho que los medios de comunicación y nuestros mejores analistas políticos perdieron de vista el fondo del problema y con él la posibilidad de trazar un camino correcto para crear un Estado de derecho. Mientras no miren ese fondo y actúen en consecuencia, lo que hagan para crear un Estado de derecho estará destinado al fracaso como lo han demostrado los últimos 24 años.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

FUENTE: PROCESO.
AUTOR: JAVIER SICILIA.

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