Armando Hernández llevaba días diciéndole a su madre que había que desyerbar la entrada de un local cerca de su casa. Este verano, durante sus vacaciones de la escuela, estaba empleado en una frutería, pero tenía descanso los sábados y pensó que podía ganar algún dinero extra con ese trabajo de limpieza. La tarde del 17 de agosto se dio a la tarea: escoba, desbrozadora y rastrillo en mano. El muchacho, alto y organizado, de 16 años, se llevó para que lo ayudaran a su hermano pequeño y a un amigo. Poco antes de las 20.30 horas, los otros dos chicos fueron a comprar bolsas de basura. Es entonces cuando en toda la colonia Los Arcos de Nuevo Laredo, Tamaulipas, se escucharon los disparos.
Retumbó el sonido de las balas dentro de la casa de Alma Karina Gallardo, que, alarmada, mandó llamar a sus hijos. Contestó el menor, Luis Marcelo, estaba bien. Faltaba Armando. “A los pocos minutos marca otra vez mi hijo: ‘Güey, le dispararon a Armando, le dispararon los soldados, vente rápido, está herido”. EL PAÍS reconstruye con las imágenes de cámaras de seguridad, entrevistas con abogados y familiares, audios y documentos qué ocurrió para que Armando Hernández, estudiante de 16 años, falleciera tras ser atacado cuando barría la entrada de un local en sus vacaciones de verano. Una muerte por la que todavía ninguna autoridad se ha hecho responsable.
Primero uno. Y una pausa. Después, seis, siete, luego decenas, una ráfaga atronadora. Al fondo de los disparos, un lamento:
—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Ayúdeme, por favor!
—¿Te pegaron?
—Sí, sí, sí, ayuda.
—¡Vente para acá!
Mientras, siguen las balas.
—¿Dónde te pegaron?
—Aquí en la panza, ¡ayuda, por favor!
—¿Cómo te puedo ayudar?
—Márquele a mi mamá.
Grita, un aullido.
—¡Por favor! ¡No me quiero morir!
—No te vas a morir, no te vas a morir, espérame. ¿Dónde están los demás?
—Se fueron. Mi hermano…
Se quiebra, silencio.
—Ya estoy marcando, no te va a pasar nada, presiónate, presiónate ahí. Ya se calmó. Tranquilo, tranquilo.
—No me quiero morir, por favor… por favor, suplico.
Un sollozo.
Armando Hernández iba a cumplir 17 años este octubre. Buen estudiante, pasaba a tercero de bachillerato. Las asignaturas de Tecnología, armar y desarmar cosas, eran sus favoritas. Estaba aprendiendo a ir en moto, pero todavía le daba algo de miedo. Jugaba Nintendo y Xbox. Este año le tocaba en la escuela el mismo horario que a su hermana, de 15 años, y siempre andaba con Luis Marcelo, su hermano de 13. Había sido tío, su hermano mayor, Ricardo, había tenido una hija, que vivía en Estados Unidos. La llamaba “mi gordita” e iba a sacarse la visa para poder visitarla. Siempre ponía caras en las fotos: “¡Ay, hijo, no tengo ni una foto tuya donde estés serio!”, le decía su madre, “¡cuando seas mayor y te mires así, me dirás que por qué te dejaba poner esas caras!”. “Era un muchacho muy noble, bien preocupón”, cuenta Alma Karina Gallardo.
—Yo quiero justicia para mi hijo. Mi hijo era un niño inocente, no era un animal para que me lo hubieran matado. Mi hijo no le estorbaba a nadie, no le hacía daño a nadie. Hasta ahora el soldado sabe, él lo sabe: disparó a una persona inocente.
El local Servicar, donde llegaron los adolescentes a limpiar, está situado sobre la carretera estatal Anáhuac, que está atravesada por las vías del tren. A esa área del poniente de Nuevo Laredo se la conoce como Los dos puentes, porque está debajo del puente que lleva al aeropuerto. Desde las cámaras de la tienda se observa el tráfico incesante de la zona, encuadrada entre varias vías estratégicas. A las ocho de la tarde, las imágenes muestran la llegada de Armando, su hermano y un amigo. Aparcan la camioneta y sacan las escobas, el rastrillo y la desbrozadora.
Unos 25 minutos después, dos de los chicos se montan de nuevo en el vehículo. “Necesitaban bolsas de basura y gasolina para la guira”, explica Gallardo. A las 20.27 horas, la cámara de un negocio de estética, situada a unas cuadras del Servicar, recoge el paso de una camioneta oscura a alta velocidad. Detrás de ella, un vehículo militar con las luces de la torreta encendidas. También otro en dirección contraria. Instantes después, una de las cámaras del Servicar captan a una mujer y a otra persona huyendo.
Unas milésimas de segundo más tarde aparece en el plano Armando, lleva el rastrillo en la mano. Está quieto sobre el terreno, después comienza a correr. La estela de un disparo hacia el muchacho deja su rastro en las imágenes de la cámara exterior. Esto es lo que le contó a su madre después: “Ma, es que yo estaba parado, andaba limpiando y vi cómo cayó una camioneta a la vía del tren, y llegaron los soldados, y se bajaron y dispararon, me quedé parado con la araña para que vieran que yo no era malo, para que no me confundieran, pero cuando yo me quedó quieto siento que me pasa una bala por la cabeza y después otra por el pecho, sentí que me estaban disparando directamente a mí, me asusté y empecé a correr”.
Lo que sigue después está recogido en varios ángulos: Armando entra corriendo, sorteando los disparos, al local Servicar. Cuando ya está dentro le pega una bala. Entra por su glúteo derecho, le perfora los intestinos, sale por el abdomen. Armando cae al suelo, suelta el rastrillo. Se arrastra hasta esconderse detrás de una nevera. Es ahí donde pide ayuda a la mujer encargada del local, quien llama a una ambulancia, que nunca llega.
Unos cuatro minutos después regresan su hermano y su amigo, lo ven tirado en el piso. Piden ayuda. Todos hablan por teléfono, se aproximan a Armando, que está herido pero vivo. Alma Karina Gallardo tarda apenas cinco minutos más en llegar. La vivienda de la familia está solo a una cuadras. La mujer ve cómo la encargada del Servicar le está presionando la herida: “Mi hijo estaba consciente, herido pero consciente. Me empieza a decir que le habían disparado los soldados, que le dolía, y que no se quería morir, que no se quería morir. ‘No va a pasar nada, papá, ahorita te vamos a llevar al doctor”.
Cinco horas esperando atención médica
Los hermanos y la madre de Armando lo montan en su coche particular para llevarlo al hospital más cercano, el número 76 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), La Fe. El parte hospitalario recoge la entrada a las 21.20 de un “lesionado por proyectil de arma de fuego”: “Él se encuentra estable, lo llevaron su mamá y sus hermanos, que él estaba limpiando un terreno y le dio una bala perdida ya que hubo una balacera”. El centro médico les niega la atención, relata la familia, porque al ser sábado no contaban con médicos cirujanos.
Los refieren al IMSS de la Bandera, el 11, situado en el centro de Nuevo Laredo. Allí la respuesta es la misma: no hay médicos especialistas y, además, Armando no aparece en el sistema como derechohabiente del IMSS. Gallardo insiste en que su hijo es estudiante y está activo, por lo que tiene que recibir la atención. Ante la negativa, pelea durante otra hora para sacarlo de allí: “Ya había pasado mucho tiempo. Mi hijo necesitaba la atención. Pero me tenía que esperar a firmar una hoja. ¿Por qué me retienen por una hoja? Es que no hay sistema, me decían”.
Raymundo Ramos, del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo, la ONG que está acompañando a la familia, explica a EL PAÍS que esa falta de atención se ha convertido en una norma para los heridos de bala en la ciudad fronteriza. “Tamaulipas lleva dos décadas de presencia militar en las calles, desde Vicente Fox a López Obrador, ha habido decenas de civiles fallecidos o heridos por militares, marinos y Guardias Nacionales. Una constante que encontramos en las unidades médicas es que personal médico, enfermería, camilleros, médicos, le tienen miedo al Ejército, le tienen miedo a las Fuerzas Armadas. Temen curar heridos, temen salvar vidas, temen verse involucrados en informes oficiales. Cuando llega una persona herida de bala hacen lo posible por no atenderlo, prefieren que se muera”, relata. El IMSS no ha contestado a las preguntas de este periódico.
El choque séptico
La familia recala finalmente en el hospital privado San Gerardo. Son las 23.11. El centro médico les pide 25.000 pesos (unos 1.200 dólares) para recibir a Armando. La familia se reúne para tratar de conseguir ese dinero. “Cuando le meten a urgencias y le hacen unos estudios, le quitan su camisa y mi hijo traía mucha carnita acá fuera en el vientre. El doctor tarda como hora y media más en venir. Dijo que estaba muy fea la herida, que ya era hora de atenderlo. Lo pasaron. Lo operó. Después de la operación, que duró como seis horas, y me dice que mi hijo estaba bien, que había cortado parte de su intestino grueso y delgado, y que ya nada más necesitaba estar en recuperación”.
Armando sobrevivió a esa operación y también a otra segunda, tres días después. Durante esas largas jornadas, su madre se desvivía por cuidarlo y por conseguir el dinero para pagar el hospital privado. La cuenta superaba los 250.000 pesos. Ella logró la mitad. Alma Karina Gallardo relata que en alguna ocasión trató de mover a su hijo de centro médico, pero no se lo permitieron por el dinero que debía al hospital: “Saqué a mi hijo de ahí muerto, ya muerto ahí sí me dejaron”.
El diagnóstico del hospital es que el menor sufrió un “choque séptico”. Así fue explicado en la declaración de su hermano Ricardo Hernández al Ministerio Público de Tamaulipas: “La herida de bala le ocasionó daños en vías urinarias, testículos, apéndice y en intestinos grueso y delgado. A consecuencia de la herida, los residuos de las heces le ocasionaron una infección. Continuó internado y en observación, pero no le bajaba la fiebre. Lo pasaron a cuidados intensivos en la mañana del miércoles 21 de agosto, donde estuvo convaleciendo hasta que falleció”. Armando Hernández sufrió varios paros cardíacos en presencia de su madre, del último no pudo recuperarse.
Los casquillos
La familia presentó una denuncia ante la Fiscalía de Tamaulipas y también ante la Fiscalía General de Justicia Militar por la muerte del muchacho. También interpusieron una queja ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). El ministerio público del Estado abrió una carpeta de investigación, pero hasta el momento, los avances han sido mínimos. “Siento que me estoy topando con pared”, narra Alma Karina Gallardo. Raymundo Ramos señala que la Fiscalía no está realmente investigando el caso: “Este Gobierno sigue protegiendo a los militares, a través del ocultamiento de información, la evasión de responsabilidad, el desamparo de las víctimas”.
Los peritos del Ministerio Público localizaron casquillos tanto en el área del Servicar como sobre las vías del ferrocarril. En ambos lados la leyenda de los casquillos señala: AG SDN 18 5.56 y AG SDN 21 5.56. “Tenemos los casquillos y la Fiscalía no quiere solicitar a la dirección de industria militar que les envíe un catálogo de los productos que elabora la Sedena, que es quien fabrica los suministros balísticos, vehiculares, uniformes, todo lo que requiere. Para poder comparar los casquillos”, señala Ramos.
La Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) no se ha aproximado a hablar con la familia, aunque sí mandaron a agentes, “sin oficio ni respaldo de la Fiscalía”, recalca Ramos, a revisar el local donde atacaron a Armando. También han solicitado los videos de esa tarde a la encargada del local. A la petición de información de la CNDH, la Sedena respondió: “No se encontró documentación y/o información que permita indicar que el personal militar haya sido objeto de una agresión o participado en los hechos manifestados por el quejoso el día 17 de agosto de 2024, aproximadamente a las 20.00 horas, en el crucero de Carretera Aeropuerto y Héroes de Nacataz, Los Arcos, Nuevo Laredo, Tamaulipas”. La dependencia no ha contestado a las preguntas de este periódico.
AUTOR: BEATRIZ GUILLÉN.
No hay comentarios:
Publicar un comentario