Gloria Muñoz Ramírez
“Presidenta, no llegamos todas”, es uno de los gritos de la marcha de hoy en una ciudad que estrena una mujer en el Ejecutivo y nueva jefa de gobierno. También fue la pinta más grande en la explanada del zócalo capitalino, donde desde la madrugada se concentraron madres de víctimas de desaparición y de feminicidio para colocar cientos de veladoras frente a Palacio Nacional. Y también fue la leyenda en el enorme muro de acero que el gobierno colocó para resguardar el inmueble. “Que nos protejan como protegen los monumentos”, fue una de las consignas.
María del Carmen Volante, madre de Pamela Gallardo Volante, desaparecida a la edad de 23 años en la carretera Picacho-Ajusco en 2017, llegó al zócalo antes del amanecer junto a sus compañeras, otras madres que, como ella, no han descansado un segundo desde que les arrancaron a sus hijas y, con ellas, la paz. “Hoy le decimos a la presidenta que si este sexenio es de mujeres, pues nos debería de atender con dignidad, con honor, con palabra, porque no pedimos más que a nuestras hijas. Basta de la violencia que nos han provocado las desapariciones y el feminicido”, dice a Desinformémonos María del Carmen, luego de lamentar que el actual gobierno ha “ignorado” a las madres buscadoras. “Usted”, increpa a la presidenta, “quedó con su palabra que esto iba a parar, pero siguen desapareciendo nuestras hijas y nuestras niñas. El país está lleno de sangre”, concluye, mientras la madrugada de este 8 de marzo se ilumina con el fuego de sus velas en círculo y una promesa estampada en su playeras blancas: “Hija, te buscaré hasta el último aliento”.
Durante más de seis horas ininterrumpidas no dejaron de llegar decenas de miles de mujeres a la plaza principal de esta ciudad, a pesar de que su paso fue interrumpido por diques de concreto en las calles aledañas, las mismas que se abrirán este domingo para la convocatoria presidencial a “defender” a México de las políticas arancelarias de un Trump enloquecido. La “fiesta” nacionalista con infraestructura del Estado no será amurallada. La de las mujeres sí, pues se sale del control y los corchetes institucionales. “Claudia, atrévete a escucharnos”, pintan con pintura amarilla en las enormes láminas que impiden el paso.
A mediodía, frente a la Glorieta de las Mujeres que Luchan, diversas colectivas realizan un juicio a las instituciones del Estado. Ahí se mencionan uno a uno los nombres de funcionarios y funcionarias que han sido cómplices del patriarcado. Jueces, ministerios, fiscales, al igual que la CNDH, la Sedena, la Marina, la Iglesia, una a una son declaradas culpables. Están en grandes representaciones de cartón a las que al final se les prende fuego.
Las mujeres migrantes, las presas, las amas de casa, las trabajadoras de la maquila, las estudiantes “¿dónde están?”, preguntan las paredes, mientras los ríos violeta se vuelcan en las calles. “No es pensión, no es pensión, es tu pinche obligación”, reclaman las madres a los padres deudores, mientras apoyan con un “No estás solo” a José Luis Castillo, padre de Esmeralda, desaparecida a los 14 años. José Luis no ha dejado de buscarla, año con año se une a la marcha y es abrazado por el coro de cientos de mujeres.
Llega la noche y el reclamo no se detiene. Grupos de mujeres intentan romper el cerco y las repelen con gases desde el otro lado del muro. Las autoridades deciden apagar las luces del zócalo y la provocación es respondida al grito de “Claudia, traidora, eres opresora”. La imagen del muro intervenido digitalmente recorre las redes: “Llegamos todas (pero hasta aquí)”.
Este corazón no conocía la rabia
Beatriz Zalce
Son las madres, las hermanas, las tías “de la niña que no vas a tocar”, de las víctimas de feminicidio, de desaparición; de las golpeadas, de las que crían solas a los hijos “porque aquel se fue y no pasa la pensión alimenticia” o del cabrón que no respeta y se pasa de lanza. Son las descendientas de las brujas que quemaron vivas. Son las que van a acabar de tirar al patriarcado. Son las que dicen que pueden ser malas y hasta peores.
Las calles alrededor de la Glorieta de las Mujeres que Luchan replican el morado de las jacarandas en paliacates y gorras, en párpados, mejillas y uñas. Mujeres, cientos de mujeres, miles de mujeres, cientos de miles de mujeres caminan sobre el Paseo de la Reforma. Caminan, cantan, gritan. Caminando están luchando. Cantando van. Gritando están. Exigen Justicia. Y Justicia es el nombre de la niña mujer que reemplaza a la estatua de Colón. En medio de los rascacielos parece chiquita. Casi enfrente de ella un edificio ostenta la imagen de una mujer cuyas curvas y voluptuosidades publicitan la marca Levis. Mide ocho pisos y no es más que un objeto, un anuncio enorme y nada más. Justicia es una antimonumenta. Chaparrita de más de dos metros. Sus creadores son anónimos, son colectivas feministas que se empeñaron en llevarla hasta ahí, en colocarla con sus propias manos. Y ella, Justicia, se ganó el derecho de quedarse ahí. De ser protegida. De no ser vandalizada. Ahí a un costado de Justicia un grupo de mujeres borda la memoria de Verónica Soto Hernández y de Lesvy Berlín Rivera Osorio. “Lucharé por ti hasta lograr Justicia. Te amo”.
“¡Alerta, alerta, alerta que camina la lucha feminista por América Latina!” Y así llegan al antimonumento a los +43. Vivo el rojo del que está hecho. Vivo el recuerdo y la indignación. Roja de vergüenza deberían de tener la cara los gobiernos de Enrique Peña Nieto, de Andrés Manuel López Obrador y el de Claudia Sheimbaum. Más de diez años han transcurrido desde aquella noche en Iguala. Roja la impunidad. Pero rojas también las flores sembradas alrededor de la escultura de más de 800 kilos. En un principio los padres, las madres y los compañeros de los 43 estudiantes de la Normal Rubén Isidro Burgos plantaron delicados “No me olvides”. Siguieron cempazuchiles y Nochebuenas. Y nunca ha faltado quien venga a echarles agua para que no se sequen. “Mamá si un día no me ves más alza la voz por mí y todos los demás” gritan ellas y tiñen el aire con humos violetas y azules. “No hemos desaparecido: Nuestra voz se escucha. Justicia”.
Se enfilan por Avenida Juárez. Avanzan al ritmo de tambores. Al ritmo de consignas. Las de antes: “No que no, sí que sí, ya volvimos a salir” y adecúan algunas. La clásica: “El que no brinque es yanqui” que debería seguir correándose en estos tiempos en que hasta quien no sabe qué es un arancel tiembla ante el cumplimiento de la amenaza de su aumento, se convierte en “El que no brinque es macho” y se brinca, con risas, con convicción.
Se llega a la altura del Palacio de Bellas Artes rodeado por una valla que pronto se va llenando de nombres de víctimas, de victimarios. “Feminicidios en México: Pandemia incontenible”. Aumentan como todo, como los precios. Si en el año 2019 cuando se colocó la antimonumenta se contaban oficialmente nueve feminicidios diarios. Hoy se habla de un promedio de doce diarios.
Hace seis años, justo seis, mujeres se convirtieron en cargadoras, soldadoras, albañilas y cuidadoras de la escultura que representa el espejo de Afrodita y su puño en alto. La exigencia de “Ni una más” que puede decirse también como “Ni una menos”, no ha bastado. Las jóvenes sienten coraje mezclado con miedo. No quieren que una de sus selfies sea la foto que se use para un anuncio de búsqueda. Tampoco se quieren callar. No más desapariciones, no más violaciones, ni acoso: “La verga violadora a la licuadora”.
Elin Chauvet pintó 37 pares de zapatos de mujer de color rojo. Zapatos de tacón, zapatos para caminar, zapatos para verse bonita, zapatos de niña, zapatos de vestir. 37 pares de zapatos que ya no andan las calles, que ya no van a la escuela ni al trabajo ni al antro. Representan a Norma, a Diana, a Fátima, sin olvidar a Ingrid. Una calcomanía chiquita muestra un corazón con cara de mujer enojada, bien enojada: “Este corazón no conocía la rabia y ahora quiere quemarlo todo”.
Al Zócalo no se puede entrar por Avenida Madero. Han colocado diques para que la marea morada camine por Eje Central y dé vuelta sobre Avenida 5 de mayo. Algunos restaurantes han bajado la cortina. Otros están a la expectativa: los empleados están en el umbral y miran los contingentes.
Para parecer buena onda las mujeres policía tienen unas rosas medio marchitas en sus manos. Alguna trata de abanicarse con ella. Trata de que no le haga mella el grito de “El único cuerpo que se critica es el policiaco”.
Dos antimonumentos casi se codean: “1968. 2 de octubre no se olvida” y el busto de Samir Flores. Ambos, los sesentayocheros y Samir pueden decir: “No queremos ni el oropel ni el reconocimiento, queremos memoria y justicia”. Sin embargo, la mirada de quien se opuso al mega proyecto de Huesca, es dura. Pareciera reaccionar al grito “Oye, Claudia, no llegamos todas” que se repite una y otra vez a la entrada de los contingentes al Zócalo capitalino. “Oye, Claudia, no llegamos todas”. Pero para que no le quede duda a la primera mujer en llegar a la presidencia de México, alguien escribió en la valla negra, con letras grandes, claras, amarillas: “Claudia, no llegamos todas. Atrévete a escucharnos”.
Mi voz puede cambiar el mundo
Mary Farquharson
Una pequeña banda de mujeres con el rostro cubierto, vestidas de negro, rompen filas en la marcha del 8M, cerca de la Glorieta de Las Mujeres que Luchan. Sacan aerosoles de sus mochilas y pintan una leyenda sobre una pared blanca. Al terminar, se descubren el rostro y se insertan en la multitudinaria marcha, aceptan un helado de fruta de quienes hace unos segundos las apoyaron con un “Estas morras sí me representan”, y siguen la marcha hacia el Zócalo. Voy a ver lo que han escrito: “Las amas de casa sostienen el mundo”. La aparente radicalidad de la maniobra contrasta con una consigna que visibiliza lo mínimo indispensable.
Ese amor por la lucha diaria de las madres está muy presente durante la enorme marcha que pinta la Avenida Reforma de color morado, el mismo color de las jacarandas en flor en la Avenida Juárez, rumbo al Zócalo. Hay muchísimas mujeres, más que el año pasado, muchas de ellas con niñas cargando sus pancartas: “No soy princesa, soy guerrera”; y otras que explican que ellas gritan lo que a sus madres las hicieron callar. “Mi mamá merece que llegue yo a casa”, expone una adolescente; “Marcho por la alegría” insisten los carteles de las pequeñas. Cada mujer que participa tiene su historia y el deseo de que su propia hija o hermana viva libre del maltrato que ellas han sufrido.
Un grupo grande de artesanas otomíes de Santiago Mexquititlán, Querétaro, viajan juntas, como hacen año con año, para acompañar a todas las mujeres que luchan en México. “Sentimos mucha solidaridad con las mujeres que buscan a sus hijas, y entendemos su lucha,” dice Jazmín. “En nuestro caso, queremos denunciar la discriminación que sufrimos en la calle, sólo porque hablamos nuestra lengua y por nuestra manera de vestir”. Jazmín tiene 24 años y unos nueve participando en la marcha. Su colectiva hace muñecas Lele, bordadas con punto de cruz. Nadie trajo muñecas a vender a la marcha, pero tampoco fue un día de vacaciones para ellas. “Una buena vacación… ¿qué sería? Estar en Santiago, en mi pueblo, entre los cerros y la calma” evoca Jazmín. Tampoco pretende que todo esté bien en su pueblo. Hay problemas de adicción entre los jóvenes y, como comunidad, trabajan con las madres para prevenir estos problemas.
Montserrat, de 29 años, participa en la marcha desde hace cuatro años; viajó con su hermana desde Orizaba, Veracruz, y carga la bandera mexicana intervenida. El rojo de la sangre lo ha reemplazado con una franja violeta. “Lo morado significa la lucha que tenemos las mujeres, no sólo el 8 de marzo, sino día con día en México,” me dice. Para ella, el futuro de México se viste de violeta. Nos movemos un poco para dejar pasar una chica con una pancarta grande que dice “La Revolución será feminista” y las dos sonreímos. Montserrat se considera entre las afortunadas, porque su pareja la apoya en esta lucha y entiende que los hombres deben de respetar y respaldar desde sus trincheras.
María Teresa tiene 74 años y marcha por primera vez, por petición de sus dos nietas. Lleva flores en sus manos. Viene de Milpa Alta, en donde vende tacos de chicharrón y guisados con muy buen sazón. La suya es de las pocas caras tristes que veo en la marcha. Me explica que no había imaginado el tamaño del dolor colectivo, de tantas mujeres. Luego, dice, “si Dios me presta vida” regresará a la marcha el año que viene.
Aunque las pancartas hablan, una tras otra, de mujeres desaparecidas, de acoso y violación en la casa y en las calles, la voz colectiva grita con valor, a veces con humor y también con ira, pero nunca con melancolía. Entre las muchas niñas, no hay caras asustadas o tristes.
Laura trajo a su pequeña hija porque, “todas tenemos una historia que contar. Hoy en día es rara la vez que conoces a una mujer que no ha sido violentada o que no haya recibido algún tipo de abuso. Yo quiero que mi hija identifique las diferentes violencias que hay y que crezca de manera libre y segura y que sepa que su voz se va a escuchar. Ema, de siete años, se para al lado de Laura y carga con orgullo su propia pancarta: “Mi voz puede cambiar el mundo”.
AUTOR: GLORIA MUÑOZ, BEATRIZ ZALCE, MARY FARQUHARSON.
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